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lunes, 9 de mayo de 2022

MES DE MAYO, MES DE MARÍA: DÍA SIETE.




Visita a la Imagen de NUESTRA SEÑORA DE 

GUADALUPE, que se venera en su Santuario, 

extramuros de la ciudad de México.

 

 

 

   ¡Guadalupe! ¡Qué música tan armoniosa encierra este nombre para los oídos mexicanos! ¡qué bálsamo tan suave para sus corazones lacerados! Podríamos ciertamente excusarnos de referir la historia de la Aparición, porque ¿quién la ignora, no ya en México, sino en todo el orbe cristiano? pero la vamos a referir, no obstante, porque no podemos dispensarnos de seguir el método propuesto y porque los verdaderos amantes de María no se cansan jamás de escuchar sus maravillas; la principal dificultad será compendiarla, de modo que tenga una extensión proporcionada al tamaño de este libro. Procurémoslo.

 

   Once años hacia que la mano de los conquistadores españoles pesaba sobre los infelices mexicanos, cuando se verificó el asombroso portento del Tepeyac; era el sábado 9 de Diciembre de 1551, cuando el felicísimo Juan Diego venia del pueblo de Cuautitlán a México; y al pasar cerca del cerro de Tepeyac, le pareció escuchar en su cumbre una música melodiosísima, tan extraordinariamente bella, que se paró a ver de dónde procedía, y entonces vio un arcoíris brillantísimo, y en su centro una  mujer de singular belleza; quedó abismado y confundido con aquel prodigio, y su admiración creció, cuando vio que la Señora lo llamaba y le mandaba subir hacia donde ella estaba; obedeció al momento, y vio, cuando subía, que eran tales los resplandores que la Señora despedía de sí, que trastornaba todas las cosas del monte, de suerte que las piedras y espinos parecían a Juan Diego oro bruñido, topacios, esmeraldas, diamantes y cosas aún más preciosas.

 




   Llegó el indio a donde estaba la Señora, quien con voz dulcísima y apacible le dijo en lengua mexicana: «Hijo mío, Juan Diego, ¿a dónde vas?». «Voy, —contestó el indio venturoso— ¡oh noble Señora mía! al barrio de Tlatelolco a oír la misa que allí se canta todos los sábados a la Virgen Santísima.» «Pues sabe, hijo, —dijo entonces la Señora, —que yo soy María, esa Virgen cuya Misa vas a oír, Madre del verdadero Dios. Te he llamado para decirte, que es mi voluntad que en este sitio se me edifique un templo, en donde me mostraré piadosa Madre para ti y los de tu nación, y para todos los que solicitaren mi amparo, y me buscaren en sus aflicciones y necesidades. Ve a la ciudad de Méjico, preséntate al Obispo, y cuéntale lo que has visto y oído: dile que yo digo que mi voluntad es esta, y yo te pagaré con beneficios este trabajo.»

 

   Se postró el indio lleno del más profundo respeto, y ofreció a la Virgen Santísima cumplir fielmente sus mandatos; fué derecho al palacio Episcopal, consiguió con no poco trabajo llegar a la presencia del Obispo, que era entonces el Sr. D. fray Juan Zumárraga, y le dio cuenta de todo lo que pasaba; lo escuchó el Obispo con atención, y le dijo que en otra vez le contestaría, para examinar antes las circunstancias del negocio, quién era el indio, y todo lo demás que requería un asunto tan delicado; de suerte que aunque n o despidió del todo a Juan Diego, bien comprendió éste que no le había dado crédito; se volvió desconsolado, y halló a la Madre de Dios en el mismo punto que la había dejado, y postrándose humildemente a sus pies, le dio la respuesta del Obispo, añadiendo estas palabras: «Señora, yo estoy dispuesto a cumplir tus mandatos con la mayor eficacia; pero como soy un pobre plebeyo, el Obispo no me da crédito; envía otra persona noble y principal, digna de respeto y de quien haga más caso.» A la cual respondió la Señora: «Yo agradezco mucho tu cuidado y obediencia; pero sabe que, aunque tengo millares de ángeles y de hombres a quienes podría enviar, conviene que seas tú quien corra esté negocio; vuelve mañana, y di al Obispo que yo soy quien te envía, y que esta es mi determinada voluntad.» «Asi lo haré,» dijo Juan Diego, y al día siguiente vio de nuevo al Obispo, y le aseguró anegado en lágrimas que la Virgen lo enviaba. El prelado, viendo la grande seguridad con que el indio hablaba, empezó a creer que sería la verdad lo que este decía, y casi acabó de convencerse cuando, diciéndole que pidiese a la Señora alguna señal para creer que ella era quien lo enviaba, le contestó Juan Diego que determinase cuál seña quería; n o lo determinó el prelado, pero si, para más asegurarse, envió dos personas de su confianza que lo fueran siguiendo, y le diesen cuenta de lo que observasen; mas poco antes de llegar al cerro, se les desapareció, y no lo pudieron encontrar, por más diligencias que hicieron; por lo que se volvieron despechados, diciendo al Obispo que el indio era un hechicero y embaucador, y pidiéndole que fuese castigado severamente .

 

   Entretanto, el dichoso Juan Diego había llegado a los pies de la Reina de los Ángeles, refiriéndole, como el Obispo pedía unas señas para creerlo. «Pues vuelve mañana, —dijo María Santísima, —que yo te las daré tales, que te dé crédito, y no ha de quedar sin paga tu diligencia; aquí te espero mañana.» Volvió a su casa Juan Diego y encontró en ella a un tío suyo llamado Juan Bernardino, tan, gravemente enfermo, que luego que lo vieron los médicos, le mandaron recibir los sacramentos, y disponerse para morir; por lo que Juan Diego se dirigió al siguiente día muy temprano hacia el templo de Tlatelolco, para llamar un sacerdote que lo auxiliara en sus últimos momentos; ya llegaba cerca del Tepeyac, cuando temiendo encontrar a la Santísima Virgen, tomó otra vereda, pensando, en su simplicidad, que la Madre de Dios no lo vería; pero cuando más descuidado iba, vio a la Virgen bajar de la cumbre del cerro para salirle al encuentro; Juan Diego se arrojó a sus pies avergonzado, y le dijo: «Buenos días tengas, Señora» La Virgen se los contestó muy apacible, y le preguntó : «¿qué camino es el que llevas, hijo mío?» Le refirió entonces Juan Diego con la mayor sencillez la enfermedad de su tío, y como iba con la mayor prisa por un sacerdote, prometiéndole volver luego; a lo que contestó la Señora: «No tengas cuidado por la enfermedad de tu tío, teniéndome a mí, que lo tengo de tus cosas; ya tu tío Juan Bernardino está bueno y sano;» y dando con él algunos pasos, desde donde está hoy la capilla del Pozito hasta el lugar que ocupa la Colegiata, le mandó que subiese a la cumbre del cerro, cortase diversas hermosas flores que allí encontraría y las trajese a su presencia. Juan Diego hizo un acto de fe muy meritorio al creer en la salud repentina de su tío, y otro al obedecer sin réplica la última orden de María, pues bien sabía que en lo mas florido de la primavera solo se encontraban en aquel cerro malezas y espinos, y mucho más entonces, por consiguiente, que estaban en la fuerza del invierno, pues era el 12 de Diciembre de 1531. Subió, pues, a la cumbre del cerro, y en el lugar en que la gran Señora había puesto sus plantas, halló un vergel fragantísima, lleno de rosas milagrosamente producidas; de ellas cortó cuantas cabían en su tilma, y las llevó a la Santísima Virgen, quien, tomándolas en sus sacrosantas manos, las compuso en la tilma de Juan Diego, y le dijo: «Estas rosas son la señal que has de llevar al Obispo para que te crea; dile de mí parte lo que has visto, y que haga luego lo que le ordeno. Llévalas con cuidado, y no las muestres a nadie sino al Obispo.»

 




   Obedeció Juan Diego; pero al llegar al palacio episcopal, quisieron los criados por la fuerza ver lo que llevaba en la tilma, y viendo que eran flores, y percibiendo su exquisito perfume, quisieron tomar algunas; pero hizo entonces Dios otro nuevo milagro, porque les pareció que estaban pintadas, aunque no podían comprender como arrojaban de sí tal flagrancia. Refirieron todo al Obispo, quien hizo entrar a Juan Diego; este le contó todo lo que le había pasado, desde la última vez que estuvo en su presencia, añadiendo que aquellas flores eran las señas que enviaba la Madre de Dios; soltó entonces los cantos de la tilma, arrojando sobre una mesa un vergel de flores frescas y olorosas, salpicadas todavía con el rocío de la noche; y conforme iban cayendo, iba saliendo en la tilma la Sagrada Imagen de María, y cuando todas cayeron, quedó descubierta, acabada y perfecta la Divina Imagen. ¡Prodigio singular, maravilla única, milagro que figura entre los mayores, que para honra de su Madre ha obrado Dios en el mundo! Cayó de rodillas el ilustre prelado, poseído de un asombro reverente; y desatando él mismo la tilma del cuello de Juan Diego, colocó en su oratorio la portentosa Imagen. Al siguiente día fué el Obispo, acompañado de muchas personas principales, a ver los lugares que pisó la Santísima Señora, y aquel en donde mandaba que se le erigiese el templo; se pusieron señales en todos ellos, y el Obispo determinó que algunas personas de su confianza fueran con Juan Diego a ver lo que había sucedido con Juan Bernardino; fueron efectivamente, y este les refirió, como estando en espera del confesor, vio de repente a la cabecera de su cama, una Señora llena de resplandores, de rostro muy apacible y hermoso, que con voz suavísima le dijo, al mismo tiempo que él se sintió sin el más leve dolor: «Ya estás bueno y sano. Yo soy María, Virgen y Madre de Dios. Cuéntale al Obispo este prodigio, y le dirás que al templo en que pusiere la Imagen que tu sobrino Juan Diego le llevó entre las flores, por seña de mi voluntad, le llame de Santa María de Guadalupe.»

 

   Siendo imposible que ni el oratorio ni todo el palacio episcopal contuviesen el concurso innumerable de gente que acudía a venerar la santa imagen, la hizo llevar el Obispo a la santa Iglesia Catedral, mientras concluían la capilla que, en cumplimiento de la voluntad de la Virgen, estaba fabricándose ya; fué tanto el celo del Prelado, y la violencia de los artífices, que a los quince días de la Aparición estaba ya concluida la capilla; y en medio del regocijo más puro de toda la ciudad, y de la concurrencia inmensa de los más distinguidos personajes, fué conducida allá la Santa Imagen.

 

   La piedad de los fieles fué adornando más y más aquella capilla, en donde permaneció la Santísima Imagen por el espacio de noventa años, hasta que la piedad mexicana, agradecida a los innumerables favores de la Gran Señora, le erigió otro templo mayor y bastante decente; pero pasados ochenta y siete años, no contentos los mexicanos con aquella iglesia, erigieron el espléndido santuario en que hoy se venera, el cual fué dedicado en 1709. Bien desearíamos hacer de él una descripción exacta; pero ya no podemos extendernos más. Baste decir que la riqueza del templo es sorprendente, estimándose a fines del siglo pasado las piezas de plata que lo adornan, en cerca de catorce mil marcos, y las de oro en cerca de siete mil castellanos. Después de esta época tuvo el Santuario una variación notable en su interior; en 1802 se determinó reformar el ornato del templo, y construir un nuevo altar, el cual se formó de los más preciosos mármoles, y la obra se concluyó en 1856, habiéndose gastado en ella unos trescientos ochenta mil pesos.

 

   Desearíamos decir algo acerca del convento de Capuchinas, del Pocito y de las otras muchas capillas, que para mayor decoro se han construido en contorno; pero nos limitaremos a copiar la descripción que de la efigie de María Santísima de Guadalupe hace el «Zodiaco Mariano.» Dice así: «Toda la manta en que está la Santísima imagen tiene de largo poco mas de dos varas, y de ancho más de una: la estatura de la Señora es de seis palmos y un geme. El cabello es muy negro y partido al medio de la frente serena y proporcionada. El rostro llano y honesto: las cejas muy delgadas: los ojos bajos: la nariz aguileña: la boca breve: el color trigueño nevado: el movimiento humilde y amoroso: las manos puestas y unidas levantadas hacia el rostro y arrimadas al pecho sobre la cintura, en que tiene un cinto morado, pareciendo sueltos debajo de las manos los dos cabos de su atadura. Descubre solamente la punta del pie derecho con el calzado pardo muy claro: la túnica que la viste desde el cuello a los pies es de color rosado muy claro, y las sombras de carmín oscuro, y está labrada de labores de oro. Tiene por broche al cuello un óvalo pequeño de oro, y dentro de él un circulo negro con una cruz en medio.

 



   «Las mangas de la túnica son redondas y sueltas, y descubren por forro un género de felpa, a lo que parece, blanca. Muestra también una túnica interior, blanca, y con pequeñas puntas, que se descubre en las muñecas. El manto es de color verde mar, que cubre la cabeza y descubre todo el rostro y parte del cuello: va tendiéndose airoso hasta los pies, hace pliegues en algunas partes, y se recejé mucho sobre el brazo izquierdo entre el brazo y el cuerpo. Está todo perfilado con una cinta de oro algo ancha, que sirve de guarnición. Está sembrado todo el campo que se descubre de cuarenta y seis estrellas de oro, salpicadas con proporción. Tiene la cabeza devotamente inclinada a la mano derecha, con una corona real, que asienta sobre el manto con puntas de oro.

 



   «A los pies tiene una media luna con las puntas hacia lo alto, y en medio recibe el cuerpo de la Imagen, la cual está toda como en nicho, en medio de un sol que forma por lo lejos resplandores de color amarillo y naranjado, y por lo cerca, como que nacen de las espaldas de la Imagen, ciento veinte y nueve rayos de oro, repartidos de modo que están sesenta y dos por el lado derecho y sesenta y siete por el izquierdo. Lo restante del lienzo, asi en longitud como en latitud, está pintado como en celajes de nubes algo claras, que la rodean toda, y la forman nicho. Toda esta pintura está fundada sobre un ángel, que sirve de planta a fábrica tan divina. Se descubre de la cintura para arriba, y el resto se oculta entre nubes. Tiene túnica colorada con un botón de oro que le abrocha, y muestra en el cuello, junto al rostro, túnica interior blanca: tiene las alas tendidas y de diversos colores: los brazos abiertos: con la mano derecha coge la punta del manto, y con la izquierda la de la túnica, que por ambos lados caen por encima de la luna. El rostro del ángel es de niño hermoso; la acción es viva, y como de quien carga con gusto y veneración la Santa imagen.»

 




   Respecto a sus milagros asombrosos, aunque podríamos referirlos a millares, y apoyados en los testimonios más auténticos, ¿para qué hacerlo, después de haber referido la historia de la aparición? Basta decir que ha extendido su maternal amparo de la manera más irrefragable y decidida, no solo a la dichosísima ciudad de México, sino a la nación toda, como lo demuestran tantas copias de su imagen divina, esparcidas por toda la República, a quienes ha comunicado el don de los milagros, y entre otros mil testimonios, el que refiere el citado «Zodiaco Mariano,» acontecido en Guanajuato, de haber salido de la efigie Santísima perfectamente estampada en algunas de las piedras de sus ricas minas.

 

   Con razón, pues, la República entera la tiene jurada por su patrona con razón el Sumo Pontífice Benedicto XIV exclamó cuando supo el prodigio: Non fecit taliter omni nationi: no ha hecho cosa semejante con otra nación. Con esta razón este mismo Pontífice concedió oficio propio a la Virgen María de Guadalupe, hizo fiesta de precepto el 12 de Diciembre, y erigió en Colegiala, con abad hoy mitrado, y cabildo eclesiástico, el templo de tan portentos a imagen: con razón los demás Papas, y todos los Obispos dé la República se han empeñado a porfía en tributarle homenajes; y con razón, por último, los mexicanos la vemos como el puerto seguro donde hemos de desembarcar, cuando salgamos del océano proceloso de la vida, y pasemos a la eternidad.

 

 


 

VIDA DE MARÍA

Anunciación de la Santísima Virgen.

 

 

   Ha llegado por fin la plenitud de los tiempos. El hijo de Dios va a descender del trono de su gloria, para encarnar, por salvarnos, en el seno purísimo de María; pero antes envía a uno de los príncipes que asisten delante de su trono, al arcángel San Gabriel, que llegando a la Santa Casa de Nazaret, henchido de respeto, se prosterna delante de la Virgen María, la saluda llena de gracia, y le anuncia el misterio incomprensible; María, después de asegurada por el arcángel de que su virginidad permanecería intacta, contesta al mensajero celestial: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundan verbum tuum : He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y descendiendo el Verbo Eterno del trono de la Augusta Trinidad, encarna, en medio del asombro de los moradores celestiales, en el seno purísimo de la Virgen sin mancha, elevando entonces a María a tan alta grandeza, que nunca podrá comprenderla ninguna inteligencia creada.

 

 


 

GRANDEZA DE MARÍA

María, rozagante y majestuosa Hortensia.

(Hydrangea hortensis.)

 

   Ya lleva en su vientre la Virgen Sacratísima al Unigénito del Padre; ya camina sin cesar acompañada de ángeles, que la adoran arrodillados, admirando reverentes la sin igual grandeza de la que se apellida esclava del Señor: admirémosla también nosotros, prosternados a sus pies benditos, y contemplemos, en la grandiosa flor de la hortensia, el más hermoso símbolo de la grandeza de María: no hace subir su talla a grande altura; pero es admirada entre las demás flores, por su exuberante follaje, y por el gran tamaño, de sus magníficos ramilletes: así María se llama la esclava del Señor; pero es admirada como Reina del cielo y de la tierra , por lo heroico de sus magníficas virtudes, que la hicieron sagrario digno de la Augustísima Trinidad: tal vez ninguna planta ostenta un brillo que iguale al de la hortensia; tal vez ninguna tiene flores más pomposas, ni más grandes, ni follaje tan bello y consistente; así como María no tiene, ni en el cielo, ni en la tierra, criatura alguna que se le asemeje en grandeza, porque ninguna pudo ni podrá imitar sus virtudes eminentes, porque ninguna fué tan amada del Rey del universo, porque ninguna otra es Madre de Dios.

 

 

 

ORACIÓN

 

 

   ¡Oh Santísima Madre de Dios! con qué efusión tan ardiente de amor y de respeto venimos hoy a tu augusta presencia, contemplando asombrados la excelsa grandeza a que fuiste elevada en tu sublime Anunciación, cuando el Divino Verbo encarnó en tus purísimas entrañas: a vista de nuestra pequeñez no nos atreveríamos a dirigirte nuestras preces; pero a tu alta majestad e infinita grandeza, reúnes la más dulce ternura y la más profunda humildad, y tú misma, por un exceso de tu bondad, nos llamas y nos convidas a que nos acojamos a ti, ofreciéndonos tu protección. ¡Oh! cuánto te lo agradecemos, Madre y Señora nuestra, y muy especialmente nosotros los dichosos mexicanos, a quienes de un modo tan particular ofreciste tu amparo, por medio de tu milagrosísima imagen de Guadalupe: sí todos los ángeles y Santos del cielo y los justos de la tierra nos dieran sus corazones para amarte, todavía no podríamos agradecer como merece tan señalado favor; pero ya que ni aun podemos, te ofrecemos entero nuestro ser, nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestros placeres y nuestras penas: recíbelas ¡oh Virgen amabilísima! y ampara la desgraciada México: dale la paz, consérvala católica: en ti confía Señora, pues las promesas del Tepeyac salieron de tu boca purísima, y nunca faltarán.

 

 

 

MEDITACIÓN

 

 

1—Hagamos el esfuerzo mayor que nos permitan nuestras débiles fuerzas para comprender siquiera una pequeñísima parte de los incalculables bienes que trajo al hombre el augusto misterio de la Encarnación: la anonadación del Verbo y la grandeza de María.

2—Hagamos otro nuevo esfuerzo para agradecerlo, no como se debe, porque esto es imposible, pero siquiera tanto como podamos; y para excitarnos, pensemos detenidamente, quién bajó del cielo, por quién bajó, y con qué fines lo hizo.

3—Hoy es el día del agradecimiento, porque es el día del recuerdo de los beneficios: meditemos en los sucesos maravillosos de la Aparición de María Santísima de Guadalupe, y en las tiernas promesas de protección que hizo a nosotros los dichosos mexicanos, y derritámonos en los más sinceros afectos de gratitud, por tantos y tan singulares favores, etc.

 

 


 

CANTO

 

 

   Modesta Virgen, de humildad tan rara,

Que la tierra y los cielos asombraste,

Y al mismo Dios con ella convidaste

A habitar en tu seno virginal.

 

   Por ella ¡oh Virgen! fuiste levantada

A tan excelsa y singular grandeza,

Que el arcángel doblega su cabeza,

Lleno de honor tus plantas por besar.

 

   Tú te llamaste del Señor la esclava;

Más «no tu amo seré, seré tu Hijo,»

El Dios Eterno con agrado dijo,

Y en tu seno purísimo encarnó;

 

   Mas no a tu hermano el hombre despreciaste

Al verte casi transformada en Diosa;

Por el contrario, siempre bondadosa,

Nos impartes materna protección.

 

   Nosotros ¡oh Señora! tu grandeza

Proclamamos con voces reverentes,

Y unimos nuestras súplicas fervientes

Á las dulces palabras de Gabriel.

 

   ¡Salve mil veces de la gracia llena!

¡Salve mil veces, celestial criatura!

¡Bendita del Señor, y la más pura!

¡Y más hermosa y Cándida mujer!

 

   ¡Salve mil veces del Eterno Madre!

Mas grandiosa que el Sol y las estrellas,

Y más linda que todas las doncellas,

Que el mundo con asombro contempló.

 

   Ya llevas dentro del virgíneo seno

Al Dios de las naciones deseado;

Ya el orbe tienes a tus pies postrado.

Ya como Reina el cielo te aclamó.

 



 

PRÁCTICA PARA MAÑANA

 

 

—Hacer con mucha devoción los actos de fe, esperanza y caridad.

 

 

 

MES DE MARÍA: LAS FLORES DE MAYO.

Por LUCIO MARMOLEJO (1868).

 

 

 

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