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jueves, 29 de noviembre de 2018

Historia del dogma de la Inmaculada Concepción de María.




DAVID SUÁREZ LEOZ

  

   En la constitución Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854, el beato Pío IX pronuncia y define que la Santísima Virgen María «en el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador del linaje humano, fue preservada de toda mancha de pecado original ». La atribución de la Inmaculada Concepción a María armoniza con su maternidad divina y santa, lo mismo que con su función de colaboradora en la obra del Hijo único redentor. La Inmaculada es un ejemplo de justificación por pura gracia, que sin embargo no permanece inerte en ella, sino que provoca una respuesta de fe total al Dios santo que la ha purificado.


   Sin embargo, ningún otro dogma de la Iglesia ha pasado por dificultades mayores a la hora de ser fijado, siendo así que el misterio de la Concepción Inmaculada, tan antiguo como el hombre, gozaba ya en el siglo XVII del mayor grado de certeza moral y unánime consentimiento, por lo que en las próximas líneas intentamos acercarnos a los avatares que han acompañado este dogma mariano.


   La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió al modo en que, en algunos casos, fueron interpretadas las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín. El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria, y en De natura et gratia mantiene que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, pero no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina paulina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la Redención para todos los descendientes de Adán.


   Desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a san Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu ». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.


   En el siglo IX se introdujo en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en Italia, y luego en Inglaterra. Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribe el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, De Conceptu virginali, en el que rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Argumenta Eadmero que María permaneció libre de toda mancha por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo hizo».


   A pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a san Bernardo.


   Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyon, en 1140, introdujeron la fiesta, el santo abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.


   Los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando que si Cristo es el redentor de todos, si ningún pecado se perdona sin la Redención de Cristo en la cruz, María tenía que ser también pecadora para ser redimida por Cristo y la Redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. El Doctor Angélico, santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, la Summa. «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos».


   El beato Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María, a través de la denominada redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado. No obstante, contamos con la afirmación de autores como el padre Juan Mir y Noguera, que adelantan las consideraciones de Escoto a Raimundo Lulio, de quien aquel afirma que le toca de derecho el honor de haber apadrinado la Concepción Inmaculada antes que el inmortal Escoto, y ello porque éste sacó la prerrogativa de la Virgen en 1300, mientras que el teólogo balear lo trata en sus obras desde 1273: (Padre Juan Mir y Noguera: La Inmaculada Concepción, Madrid, Saenz de Jubera hnos., 1905, p. 103.).


1. ¿A Dios le convenía que su Madre naciera sin mancha del pecado original?
Sí, a Dios le convenía que su Madre naciera sin ninguna mancha. Esto es lo más honroso, para él.
2. ¿Dios podía hacer que su Madre naciera sin mancha de pecado original?
Sí, Dios lo puede todo, y por tanto podía hacer que su Madre naciera sin mancha: Inmaculada.
3. ¿Lo que a Dios le conviene hacer lo hace? ¿O no lo hace? Todos respondieron: «Lo que a Dios le conviene hacer, lo que Dios ve que es mejor hacerlo, lo hace».




Entonces Escoto exclamó:

Luego
1. Para Dios era mejor que su Madre fuera Inmaculada: o sea sin mancha del pecado original.
2. Dios podía hacer que su Madre naciera Inmaculada: sin mancha.
3. Por lo tanto: Dios hizo que María naciera sin mancha del pecado original. Porque Dios cuando sabe que algo es mejor hacerlo, lo hace. (Pascual Rambla, OFM: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Puede consultarse en www.franciscanos.org/virgen/rambla.html)


   Desde el tiempo de Escoto la fiesta se expandió a lo largo de aquellos países donde no había sido previamente adoptada. Con excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la asumieron: los franciscanos en el Capítulo General de Pisa en 1263 adoptaron la fiesta de la Concepción de María en toda la orden; esto, sin embargo, no significa que profesasen en este tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos Pedro Aureolo y Francisco de Mayrone fueron los más fervientes defensores de la doctrina, aunque sus antiguos maestros (san Buenaventura incluido) se hubiesen opuesto a ella. La controversia continuó, pero los defensores de la opinión opuesta fueron la mayoría de ellos miembros de la Orden dominicana.


   En 1439 la disputa fue llevada ante el Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, anteriormente opuesta a la doctrina, demostrando ser su más ardiente defensora, pidió una definición dogmática: los obispos declararon la Inmaculada Concepción como una pía doctrina, concorde con el culto católico, con la fe católica, con el derecho racional y con la Sagrada Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o declarar algo en contra.


   Por un decreto de 28 de febrero de 1476, Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia latina y otorgó una indulgencia a todos cuantos asistieran a los oficios divinos de la solemnidad. Como el reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no calmó suficientemente el conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que penaba con la excomunión a todo aquel que acusara de herejía a la opinión contraria (Grave nimis, 4 de septiembre de 1483). En 1546 el Concilio de Trento, cuando la cuestión fue abordada, declaró que «no fue intención de este Santo Sínodo incluir en un decreto lo concerniente al pecado original de la Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios» (Ses. V, De peccato originali). Como quiera que este decreto no definió la doctrina, los teólogos opositores del misterio, aunque reducidos en número, no se rindieron.


   San Pío V no sólo condenó la proposición 73 de Bayo según la cual «no otro sino Cristo fue sin pecado original y que, además, la Santísima Virgen murió a causa del pecado contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos, como castigo del pecado actual y original», sino que también publicó una constitución en la que negaba toda discusión pública del sujeto.


   Mientras duraron estas disputas, las grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron en baluartes de la defensa del dogma. Las universidades más famosas de entonces: la de la Sorbona en París, las de Bolonia y Nápoles en Italia, las de Salamanca y Alcalá en España y la de Maguncia en Alemania, declararon solemnemente estar totalmente de acuerdo con la idea de que María Santísima fue preservada de toda mancha de pecado, y en 1497 la Universidad de París decretó que en adelante no fuese admitido como miembro de la Universidad quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y mantener la Inmaculada Concepción de María. (Enciclopedia Católica, término «Inmaculada Concepción », puede consultarse en www.enciclopediacatolica.com/ i/inmaconcepcion.htm).


   Pablo V (1617) decretó que no debería enseñarse públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio V (1622) impuso absoluto silencio (in scriptis et sermonibus etiam privatis) sobre los adversarios de la doctrina hasta que la Santa Sede definiese la cuestión. Para poner fin a toda ulterior cavilación, Alejandro VI promulgó el 8 de diciembre de 1661 la famosa constitución Sollicitudo omnium Ecclesiarum, definiendo el verdadero sentido de la palabra conceptio, y prohibiendo toda ulterior discusión contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo era objeto de fe.


   Desde el tiempo de Alejandro VII hasta antes de la definición final, no hubo dudas por parte de los teólogos de que el privilegio estaba entre las verdades reveladas por Dios. La Inmaculada Concepción fue declarada el 8 de septiembre de 1760 como principal patrona de todas las posesiones de la Corona de España, incluidas las de América. El decreto del primer Concilio de Baltimore (1846), eligiendo a María en su Inmaculada Concepción patrona principal de los Estados Unidos, fue confirmado el 7 de febrero de 1847.



   Finalmente, el beato Pío IX, rodeado por una espléndida multitud de cardenales y obispos, promulgó el dogma el 8 de diciembre de 1854. En una emotiva homilía, monseñor Óscar Romero lo explicaba con gran sencillez: «Cristo es el Redentor de todos los hombres, también María es redimida, pero hay dos clases de redención: una redención, la que salva de la caída, uno que ha caído y le sacan del hoyo donde cayó, del abismo donde cayó, es un redimido, y así nos ha redimido a todos Cristo porque todos hemos caído en el abismo del pecado original, todos nacemos manchados con esa desobediencia de Adán. Pero hay una segunda clase de redención que se llama una redención de preservación, una redención que consiste en no dejar caer, en decirle: antes de que caigas al abismo, te recojo en mis brazos y te mantengo elevada; como todos los que han caído, tú no has caído, pero debías haber caído, yo te he preservado por un amor especial». Cristo quería una Madre que no tuviera la vergüenza de decir: fui concebida en pecado. Él le adelantó los méritos de su Redención.
   «Te voy a preservar, Madre mía, porque de tus entrañas purísimas voy a tomar carne yo, el Redentor ». (Homilía pronunciada el día 8 de diciembre de 1977 por Óscar Arnulfo Romero y Galdamez, arzobispo de San Salvador. Puede consultarse en www.supercable.es/~gato/ rome-2.htm).


CRISTIANDAD
“Al reino de Cristo por los corazones de Jesús y de María”


miércoles, 28 de noviembre de 2018

HISTORIA DE LA MEDALLA MILAGROSA.




   El 27 de noviembre se celebra la fiesta de la Medalla Milagrosa, que debía ser para los pobres humanos una fuente perpetua de gracias físicas y morales, materiales y espirituales. Todo el mundo conoce esta Medalla, pero a menudo se ignora la riqueza de las apariciones que enmarcan la revelación en que la Virgen la entregó a Santa Catalina Labouré, y su contenido doctrinal. Expliquémoslas brevemente.


1º Santa Catalina Labouré.


   Catalina nació el 2 de mayo de 1806 en el pueblito de Fain-lès-Moutiers, en Borgoña (Francia), y era la novena hija de una familia que contaría con once. Sus padres, Pedro Labouré y Luisa Magdalena Gontard, propietarios de la granja que ellos mismos trabajaban, eran profundamente cristianos. Formaron a su numerosa familia en el temor y amor de Dios.


Por desgracia, la señora de Labouré murió en 1815, cuando Catalina no tenía más que nueve años. Huérfana de su madre terrenal, la niña se buscó otra madre en la Santísima Virgen. En efecto, poco tiempo después, una criada de la granja la sorprendió subida sobre la mesa, con la estatua de María que había tomado de la chimenea, a la que estrechaba entre sus brazos.
A los doce años su padre le confió el cuidado de la casa, y a partir de los catorce, pese a sus trabajos agotadores, Catalina empezó a ayudar los viernes y sábados en el Hospicio de Moutiers Saint-Jean, distante tres kilómetros.


   Desde su primera comunión había oído el llamado de Dios y soñaba con la vida religiosa. Sentía dudas, sin embargo, sobre qué comunidad elegir. Un sueño la ayudó a orientarse.


Se vio en Fain, rezando sola según su costumbre en la capilla de la Santísima Virgen, cuando de repente vio salir de sacristía a un venerable sacerdote, al que no conocía, revestido para celebrar la Misa. El sacerdote, que detenía en ella su mirada cada vez que se volvía para el Dominus vobiscum, al acabar le hizo señas de que lo siguiera a la sacristía; pero Catalina, asustada, salió de la iglesia, y pasó por casa de una amiga para visitar a una persona enferma. Apenas hubo entrado, vio tras de sí al venerable sacerdote, que la había seguido, el cual le dijo: «Está bien curar a los enfermos. Tú ahora huyes de mí, pero un día vendrás a mí. Dios tiene planes sobre ti, no lo olvides».

¿Quién era ese sacerdote? ¿Qué querían decir sus palabras? El misterio no tardaría en revelarse. Algún tiempo después Catalina tuvo la oportunidad de visitar la Casa de las Hijas de la Caridad en Châtillon-sur-Seine. Al entrar en el locutorio, su mirada se detuvo en un cuadro adosado a la pared. « ¡Ese –exclamó– es el sacerdote al que vi en mi sueño! ¿Cómo se llama?» Le dijeron que era San Vicente de Paúl. Vivamente impresionada por esta respuesta, manifestó su sueño al párroco de Châtillon, que le dijo decididamente: «Sí, hija mía, creo que el sacerdote anciano que se te apareció en el sueño era San Vicente de Paúl, y lo que quiere es que seas Hija de la Caridad».

   Así fue como, después de esperar dos años el consentimiento de su padre, ingresaba, en abril de 1830, en el Noviciado de las Hijas de la Caridad en París, situado en la Calle du Bac. Algunos días después tenía la dicha de asistir a la traslación solemne de las reliquias de San Vicente de Paúl.

   Su noviciado transcurrió en el fervor, como lo certifican las gracias extraordinarias con que fue favorecida, y su alma mariana apreció profundamente la devoción que las Hijas de San Vicente tenían a la Inmaculada Concepción. Sin embargo, nada en ella llamó la atención de los que la rodeaban.





2º La gran visión de la Medalla Milagrosa.


   El 27 de noviembre de 1830, estando en oración en la capilla del convento, Santa Catalina Labouré tuvo una visión de la Virgen María enteramente resplandeciente, que de sus manos derramaba hermosos rayos de luz hacia la tierra. La visión se desarrolló en dos momentos o escenas.



Primer momento: el anverso de la Medalla.

   La Santísima Virgen estaba de pie sobre la mitad de un globo terráqueo, aplastando con sus pies a una serpiente. Tenía un vestido cerrado de seda, con mangas lisas; un velo blanco le cubría la cabeza y le caía por ambos lados. En sus manos sostenía un globo con una pequeña cruz en su parte superior. La Santísima Virgen, en tono suplicante, ofrecía ese globo al Señor. En sus dedos tenía anillos con piedras preciosas; algunas despedían luz y otras no. Catalina oyó que la Virgen le decía: «Este globo que ves, representa al mundo y a cada uno en particular. Los rayos de luz son el símbolo de las gracias que obtengo para quienes me las piden. Las piedras que no arrojan rayos, son las gracias que dejan de pedirme». El globo desapareció entonces, y la Santísima Virgen extendió sus manos, resplandecientes de luz, hacia la tierra; los haces de luz no dejaban ver sus pies. Se formó después un óvalo en torno a la aparición, y Catalina vio cómo, comenzando en la mano derecha de la Virgen, pasando sobre su cabeza y terminando en su mano izquierda, se inscribía en semicírculo una invocación escrita en letras de oro: «Oh María, sin pecado concebida, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos».




Segundo momento: el reverso de la Medalla.

   Luego, el óvalo se dio vuelta mostrando la letra M, coronada con una Cruz apoyada sobre una barra, y, debajo de la letra, los Sagrados Corazones de Jesús y de María, que Catalina distinguió porque uno estaba coronado de espinas y el otro traspasado por una espada. Alrededor del monograma había doce estrellas.
Catalina oyó una voz que le decía: «Haz acuñar una medalla según este modelo. Las personas que la lleven al cuello recibirán grandes gracias; abundantes serán las gracias para las personas que la llevaren con confianza». 





En diciembre de ese mismo año, Santa Catalina fue favorecida con una nueva aparición en que la Santísima Virgen le reiteraba la orden de hacer acuñar la Medalla según el modelo que le había mostrado el 27 de noviembre, y que volvió a mostrarle en esa nueva aparición. Quiso la Santísima Virgen que su vidente tuviera muy claros los simbolismos de su aparición, por lo que volvió a recordárselos y explicárselos. Es lo que vamos a hacer a continuación.



3º Simbolismo de la Medalla Milagrosa.


   La Medalla Milagrosa es realmente un pequeño y completo catecismo sobre la persona y la obra de la Santísima Virgen. 





EN EL ANVERSO vemos a la Virgen María irradiando luz, con la inscripción: «Oh María, sin pecado concedida, rogad por nosotros, que recurrimos a Vos». Se nos revela aquí explícitamente la identidad de María: Ella es inmaculada desde su concepción. De este privilegio, que le viene de los méritos de la Pasión de su Hijo Jesucristo, proviene su inmenso poder de intercesión que ejerce en favor de quienes le dirigen sus súplicas.

Por eso la Virgen María invita a todos a acudir a Ella en cualquier trance. Sus pies en medio del globo aplastan la cabeza de una serpiente. Este globo representa a la tierra, el mundo; la serpiente personifica a Satanás y las fuerzas del mal. La Virgen María toma parte en el combate espiritual, en la lucha contra el demonio y el pecado, cuyo campo de batalla es nuestro mundo.

Los rayos de luz nos recuerdan que todas las gracias divinas pasan por las manos de María para llegar hasta nuestros corazones. Es la mediación universal de María. Los quince anillos de sus dedos, ornados de piedras preciosas, son un símbolo de los quince misterios del Rosario, fuente de gracias para quienes los rezan con devoción.

EN EL REVERSO hay una letra M coronada con una Cruz. La M es la inicial de María, la Cruz es la de Cristo. Los dos signos enlazados muestran el vínculo indisoluble que existe entre Cristo y su Madre Santísima. María ha sido asociada por su Hijo Jesús a la obra de redención de la humanidad, y por su compasión participa del mismo sacrificio redentor de Cristo.

• Bajo la barra vertical de la M se representan dos corazones: el Sagrado Corazón coronado de espinas, y el Corazón Inmaculado de María traspasado por la espada de que habla Simeón (Lc. 2, 35). La unión del Corazón Inmaculado al Sagrado Corazón significa la Corredención de María, que no es sino la unión de sus dolores a los dolores del Corazón de Jesús, y de sus méritos a los méritos de la Encarnación redentora.

• Alrededor de estos signos sagrados hay doce estrellas, alusión a la gran visión del Apocalipsis (12, 1): «Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer revestida del sol, la luna bajo sus pies, y en su cabeza una corona de doce estrellas». Corresponden a los doce apóstoles, y representan a la Iglesia. También son figura de los doce principales privilegios de María Santísima.




4º Difusión y eficacia de la Medalla Milagrosa.


   Después de vencer Santa Catalina todos los obstáculos y contradicciones que le había anunciado la Santísima Virgen, las autoridades eclesiásticas aprobaron en 1832 la acuñación de la Medalla, la cual se difundió rápidamente. Fueron tantos y tan abundantes los milagros obtenidos a través de ella, que se la empezó a llamar la Medalla que cura, la Medalla que salva, la Medalla que obra milagros, y finalmente la Medalla Milagrosa.


En febrero de 1832 se declaró en París una terrible epidemia de cólera, que dejaría más de 20.000 muertos. Las Hijas de la Caridad empezaron a distribuir en junio las 2.000 primeras medallas acuñadas a petición del padre Aladel. Las curaciones, así como las protecciones y conversiones, fueron tan numerosas, que el pueblo de París calificó a la Medalla de «milagrosa».

En el otoño de 1834 ya se habían distribuido más de 500.000 medallas, y en 1835, más de un millón en todo el mundo. En 1839 la Medalla se había propagado hasta alcanzar más de diez millones de ejemplares. A la muerte de Santa Catalina, en 1876, el cómputo superaba los cien millones de medallas.


   La Iglesia aprobó la Medalla primero de manera genérica, y luego, habiendo estudiado minuciosamente las diversas circunstancias de sus múltiples manifestaciones, le concedió una Misa especial para el 27 de noviembre, día en que Nuestra Señora la manifestó y mandó acuñar.

   Esta Medalla, que parece un signo irrisorio, ha manifestado indiscutiblemente, por los milagros espectaculares realizados a través de ella, que quien vino desde el cielo para dárnosla no es otra que la Virgo potens, la Virgen todopoderosa.




«Parece ser que no hay enfermedad que le resista. A su contacto, súbitamente o después de una novena, vemos desaparecer la locura, la lepra, el escorbuto, la tuberculosis, los tumores, la hidropesía, la epilepsia, las hernias, la parálisis, la fiebre tifoidea y demás fiebres, el chancro, las fracturas, la escrófula, las palpitaciones de corazón, el cólera. En el orden espiritual se da la misma variedad: conversiones de pecadores endurecidos, de protestantes, de judíos, de apóstatas, de incrédulos, de masones, de malhechores, de comediantes. Una tercera categoría engloba los hechos de protección y de preservación: la Medalla limitó los efectos desastrosos de la guerra, y evitó naufragios, accidentes y duelos» (Padre Coste).


Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires


martes, 13 de noviembre de 2018

TU MISA Y TU VIDA.




En el plan de Dios, el centro del universo no es el hombre, sino Jesucristo, el Verbo Encarnado. Dios ha creado todas las cosas para Cristo. Por Nuestro Señor Jesucristo, en quien el Padre tiene “toda su complacencia” y por María, su Madre, “llena de gracia,” Dios decidió crear al hombre y al universo.

     A este Hijo, en quien el Padre se complace, le habrían de ser dados unos amigos, y por eso fue creado el Hombre. (La raza humana representa a “los amigos del Novio” mencionados por Nuestro Señor en el Evangelio). Y a este Hijo tan amado, su Padre celestial le dio una casa y un jardín, y por eso fue creado el universo. El Hombre, creado para Cristo, fue amado por Él. Por tanto somos como “un regalo de bodas” de Dios Padre a Jesucristo, el novio.  

     En Él, por Él y para Él, somos agradables al Padre celestial. Sin Él, no somos nada. Esto último es muy importante para entender un poco qué es la Misa. Nuestros sacrificios tendrán valor solamente si están unidos al sacrificio de Cristo. Ya que hemos salido del corazón de Dios solamente para complacer a Jesús, entonces somos todos hermanos. La creación misma es nuestra familia. ¿Qué somos acaso el universo y yo, sino una delicada atención del Padre para con su Divino Hijo?

     La creación, llevada a la existencia por el amante poder de Dios, siempre guardará algo de infinito hacia Él, hasta el tiempo en el cual retorne a la fuente de su perfección; allí recibirá de esa misma fuente su perfección final y su beatitud. He aquí el plan de la creación, que se nos aparece como una imagen y una prolongación de la fecundidad de la Santísima Trinidad. El orden cronológico de este plan es el siguiente:

(1) Creación del cielo;
(2) Creación de la tierra;
(3) Creación de los minerales, de la vegetación y de los animales;
(4) Creación del hombre.

     Y por más que el hombre pueda ser el rey de esa creación que lo ha precedido en existencia, con todo, no es el fin mismo de la creación.

     El hombre—simple eslabón de una cadena que debe terminar en Dios—debe caminar por la senda de la Santísima Virgen María. ¡Ella es la joya más amada por Dios, en la cual se formó quien debía contener a todas las cosas, Jesucristo! Cristo es el centro del universo. Precede a todas las creaturas: “ÉL ES ANTES DE TODAS LAS COSAS” (Col. 1,17). “EL PRIMOGÉNITO DE TODA CREACIÓN” (Col. 1,15). “EN PRINCIPIO ERA EL VERBO…” (Jn. 1,1).

     “TODAS LAS COSA FUERON CREADAS POR MEDIO DE ÉL Y PARA ÉL” (Col. 1,16-17).

     TODA LAS COSAS SON POR ÉL. “Sin Él nada se hizo de lo que ha sido hecho” (Jn. 1,3). “Sustentando todas las cosas con la palabra de su poder” (Heb. 1,3).

     TODAS LAS COSAS ESTAN EN ÉL. “Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual ya en los cielos, pues desde antes de la fundación del mundo nos escogió en Cristo” (Ef. 1,3-4).

     TODAS LAS COSAS SON DE ÉL. “En su Hijo, a quien ha constituido heredero de todo” (Heb. 1,2). “Yo soy el Alfa y el Omega, el primero y el último, el principio y el fin” (Apoc. 22,13).


“MISAL DIARIO”
Católico Apostólico Romano-1962.

    

martes, 6 de noviembre de 2018

LA ACEPTACIÓN CRISTIANA DE LA MUERTE Y LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA FINAL.




   En el trabajo de la santificación no basta comenzar bien, ni siquiera progresar mucho y largo tiempo; lo más necesario de todo es acabar bien, pues en todas las cosas «el fin es el que corona la obra». Por eso nos toca examinar, a modo de conclusión final, la buena muerte considerada bajo un doble aspecto:

1º como coronación de todo el trabajo de renuncia y mortificación;

2º como coronación de todo nuestro trabajo de santificación.


1º La aceptación cristiana de la muerte, coronación de todo el trabajo de mortificación y renuncia al pecado.


   Considerada a la luz de la fe, la muerte aparece como la penitencia por excelencia para expiar los pecados cometidos, y como el sacrificio por excelencia para unirnos al holocausto del Calvario.

1º La muerte, cristianamente aceptada, constituye la penitencia por excelencia para reparar nuestros pecados. Tenemos las pruebas de ello:


a) En la voluntad formal de Dios. Todas las penitencias soportadas a lo largo de la vida son sólo cuentas parciales y anticipadas; el pago total que la justicia divina exige por nuestras deudas es la muerte. Así lo decretó Dios desde que el pecado entró en el mundo: «Ciertamente morirás» (Gen. 2, 17); así lo proclama San Pablo: «La paga del pecado es la muerte» (Rom. 6, 23).

b) En la conducta de Jesucristo. Hecho fiador nuestro, Jesucristo expió nuestros pecados por su muerte en la cruz; y por eso mismo, también nosotros debemos pagar a la justicia divina la parte que nos corresponde, uniendo el sacrificio de nuestra vida al de Jesucristo.

c) En la naturaleza del pecado y de la muerte. Todo pecado tiene como principio, ya un apego desordenado a los bienes de la tierra, ya una satisfacción culpable de los sentidos, ya un acto de orgullo o de voluntad propia. Ahora bien, aceptar cristianamente la muerte es reparar:

todos nuestros apegos desordenados, aceptando la separación desgarradora de todos los bienes de esta tierra;
todos nuestros placeres culpables, aceptando la muerte con todo su cortejo de sufrimientos físicos y angustias morales;
todos nuestros actos de orgullo y de voluntad propia, haciéndonos obedientes a la voluntad de Dios hasta el punto de aceptar la muerte, tal como le plazca enviárnosla, y la humillación y olvido supremo de la tumba. Por eso, los autores ascéticos ven en la aceptación cristiana de la muerte un acto de caridad perfecta, que tiene la virtud de expiar todas las deudas contraídas por nuestros pecados.


2º La muerte, cristianamente aceptada, es el sacrificio por excelencia. En efecto, para la criatura humana:

• aceptar la destrucción de su ser para reconocer el supremo dominio de Dios sobre ella, es ofrecer a la divina Majestad el más perfecto holocausto;

• aceptarla con la confianza y abandono filial hacia nuestro Padre celestial es acabar nuestra vida por el acto más meritorio;

• aceptarla, sobre todo, en unión con Jesús y su sacrificio de la cruz, muriendo con El por la redención de las almas, es coronar nuestra vida con el más fecundo sacrificio, a imitación de Jesús, que convirtió el patíbulo infame de la cruz en un altar donde consumó el más perfecto sacrificio para gloria de su Padre y salvación de las almas.

3º La aceptación cristiana de la muerte, práctica de toda la vida. Es capital y decisivo no esperar a nuestra última hora para aceptar la muerte en espíritu de penitencia y de sacrificio, haciendo de la aceptación de la muerte una práctica de toda la vida y aun de cada día.


• Es sabiduría y prudencia. Coronar nuestra vida con la aceptación generosa de la muerte es una cosa tan grande y decisiva, que hay que entrenarse a ella cada día: tamaña obra no se improvisa. Además, según una ley general, enunciada por Nuestro Señor, la muerte llega de improviso y nos amenaza a toda hora. Finalmente, en el momento de la muerte, mucho hay que temer que la enfermedad nos prive de la lucidez de mente y de la libertad de voluntad necesarias para darle a este acto tan importante toda su perfección.

• Es un deber a título de cristianos. Jesús hace de la vigilancia y preparación a la muerte un precepto para todos sus discípulos, comparando la muerte con un ladrón que acecha sin cesar a su víctima para despojarla cuando menos lo piense, y con un señor que vendrá a sorprender de improviso a su servidor para pedirle cuenta de su trabajo. El buen cristiano debe, pues, preocuparse habitualmente de la muerte, y estar siempre preparado para ella (Mt. 24 42-47).

• Es una fuente de méritos. Cada vez que nos ponemos ante la eventualidad de una muerte para aceptarla dónde, cuándo y cómo plazca a Dios enviárnosla, ganamos íntegramente el mérito de este acto. También en esto Jesús nos sirve de Modelo. El murió una sola vez en la Cruz; pero a lo largo de toda su vida mortal entreveía esta muerte sangrienta, la aceptaba plenamente, y unía así de antemano el sacrificio parcial de cada instante al sacrificio total de su vida. Nosotros moriremos una sola vez; pero, a ejemplo de nuestra divina Cabeza, podemos ganar todo el mérito del sacrificio de nuestra muerte cuantas veces y tan a menudo como queramos.



2º La perseverancia final, coronación de todo nuestro trabajo de crecimiento en vida divina.


   La perseverancia final es la gracia de las gracias, la que corona toda nuestra vida espiritual haciendo que la muerte nos encuentre en estado de gracia y merezcamos, por lo tanto, la recompensa eterna prometida por Dios a los bienaventurados.


• Sin esta gracia, todo está perdido: cualquiera que sea el grado de santidad a que hayamos llegado, si viniéramos a perderlo y morir en desgracia de Dios, todo estaría irremisiblemente perdido para nosotros.

• Con esta gracia, todo está ganado: «Quien persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt. 10 22). Así pues, sólo la perseverancia final dará una respuesta favorable al angustioso interrogante de nuestra vida: ¿Mereceré el premio definitivo, o el definitivo castigo? ¿Seré un eterno bienaventurado en el cielo, o un eterno condenado en el infierno? Por eso, nunca haremos lo bastante para asegurar nuestra perseverancia final.


   Esta perseverancia final puede considerarse bajo un doble aspecto: del lado del hombre y del lado de Dios.

1º Por parte del hombre, la perseverancia final consiste en mantenerse en la gracia de Dios hasta la muerte. Supone como elemento esencial una buena muerte, esto es, una muerte en estado de gracia; pero es más o menos perfecta, según que el alma se haya mantenido por más o menos tiempo en gracia de Dios antes de salir de este mundo.

2º Por parte de Dios, la perseverancia final supone todo un conjunto de socorros, no sólo ordinarios, sino también extraordinarios y gratuitos.


• Socorros extraordinarios, que pueden ser exteriores o interiores: EXTERIORES, como las intervenciones especiales de la Providencia, tanto para desviar del curso de nuestra existencia ciertas circunstancias que Dios sabía serían fatales para nuestra virtud, como para enviarnos la muerte en la hora más favorable;
INTERIORES, como las gracias especiales que, por su naturaleza, oportunidad e intensidad, nos permiten triunfar en las horas críticas de la vida y en las luchas supremas de la agonía.

• Socorros gratuitos: constituidos en estado de gracia, podemos merecer en justicia, por nuestra fidelidad y virtudes, un nuevo grado de gracia y de gloria; pero jamás podremos merecer en justicia la perseverancia final, ya que en ninguna parte de la Escritura se nos promete como recompensa de nuestras buenas obras; y así, debemos esperarla de la liberalidad divina como un puro don.




3º Medios para asegurar nuestra perseverancia final.


Los medios para asegurar la perseverancia final pueden reducirse a tres: la oración, la comunión frecuente y la devoción a María.


1º La oración. Lo que no podemos exigir estrictamente de la justicia de Dios por vía de mérito propiamente dicho, podemos obtenerlo infaliblemente de la misericordia de Dios por medio de oraciones humildes, confiadas y perseverantes:

oraciones humildes: que partan de la convicción de nuestra impotencia radical para perseverar por nuestras propias fuerzas;

oraciones confiadas: apoyadas en la promesa formal de Dios de concederlo todo a la oración hecha en nombre de Jesucristo;

oraciones perseverantes: ya que la perseverancia final supone un encadenamiento continuo de gracias, cada una de las cuales es enteramente gratuita; por eso, hay que pedirlas cada día hasta el último momento.

2º La Comunión diaria. Jesucristo mismo afirma solemnemente que la comunión es una prenda de perseverancia final: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6 54). Las oraciones que preceden y acompañan a la comunión nos inculcan la misma verdad: «Señor Jesucristo…, haz que permanezca siempre fiel a tus mandamientos, y no permitas que jamás me separe de ti»; «el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna».




Al culto eucarístico se vincula la devoción al Sagrado Corazón y la práctica reparadora de la Comunión durante nueve primeros viernes de mes, según la promesa expresa del Corazón de Jesús a Santa Margarita María: «Prometo, en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que su amor todopoderoso concederá, a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final; no morirán en mi desgracia ni sin recibir los Sacramentos, y mi Corazón será su refugio seguro en aquella hora».


3º La devoción a María. La devoción a María siempre ha sido proclamada como una de las señales más ciertas de predestinación, es decir, de perseverancia final: «Un esclavo de María nunca perecerá». Por eso, la Iglesia nos incita a recurrir diariamente a María, al hacernos decir sin cesar en el Ave María: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora», para asegurarnos los auxilios especiales del «viaje», «y en la hora de nuestra muerte», para asegurarnos los auxilios especiales del «paso supremo».


A la oración confiada a María debemos vincular igualmente la devoción a su Corazón Inmaculado y la práctica reparadora de la Comunión durante cinco primeros sábados de mes, según lo que la Santísima Virgen prometió en 1925 a Sor Lucía: «Prometo asistir en la hora de la muerte, con todas las gracias necesarias para la salvación de su alma, a todos los que el primer sábado, durante cinco meses, se confiesen, reciban la Sagrada Comunión, recen el Rosario y me hagan compañía durante quince minutos, meditando sobre los misterios del Rosario, con espíritu de reparación».


4º Consideraciones finales.


   Según la enseñanza de la teología católica, además de los medios anteriores para conseguir infaliblemente de la misericordia divina la gracia de la perseverancia final, hay ciertas señales de predestinación, esto es, conjeturas por las cuales podemos y debemos alimentar una esperanza muy fundada de que obtendremos de Dios ese gran don. Entre ellas son las principales:

• vivir habitualmente en gracia de Dios, huyendo con generosidad del pecado y de sus ocasiones, y practicando las virtudes cristianas;

• la paciencia cristiana en las adversidades;

• una verdadera humildad;

la práctica sobrenatural de la caridad cristiana y de las obras de misericordia;

• la unión habitual a Nuestro Señor Jesucristo y a sus misterios.





Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires