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sábado, 25 de marzo de 2017

DE LOS MEDIOS PARA CONSERVAR LA VOCACIÓN EN EL MUNDO – Por San Alfonso María de Ligorio.




El que desea obedecer fielmente a la voz de Dios debe determinarse, no sólo a seguirla, sino a seguirla sin demora y cuanto antes, si no quiere exponerse a grave riesgo de perder la vocación. Y si por circunstancias especiales se viere forzado a esperar, se esmerará por conservarla como la joya más preciosa que le hubieran confiado.

   Tres son los medios más principales para custodiar la vocación: secreto, oración y recogimiento.

Del Secreto

   Ordinariamente hablando, debemos guardar secreto sobre nuestra vocación de suerte que nadie se entere de ella, excepción hecha del director espiritual; porque de ordinario las gentes del siglo no tienen escrúpulo ni reparo de insinuar a los jóvenes llamados al estado religioso que en todas partes, aun en medio del mundo, se puede servir a Dios. ¡Lástima que semejantes proposiciones salgan a veces de labios de sacerdotes y de religiosos, pero de religiosos que entraron en la Orden sin vocación, o que ignoran lo que esta palabra significa!

   Es cierto que podemos servir a Dios en todas partes; pero esto se ha de entender de los que no son llamados a la religión, y no de aquéllos que se sienten con vocación de Dios y se quedan en el mundo para satisfacer sus caprichos. Éstos con gran trabajo, como queda dicho, llevarán vida arreglada y servirán a Dios. De modo especial se debe ocultar la vocación a los parientes. Falsamente opinó Lútero cuando afirmó, según el testimonio de Belarmino, que pecaban los hijos entrando en religión sin el consentimiento de sus padres, y por toda razón añadía que los hijos están, obligados a obedecerlos en todo. Esta opinión ha sido combatida unánimente por los Concilios y los Padres de la Iglesia. El décimo Concilio de Toledo dice expresamente que es lícito a los hijos entrar en religión sin licencia de sus padres, siempre que hayan pasado los años de la pubertad. Dice así: “Los padres podrán negar su permiso a los hijos que desean hacerse religiosos hasta los catorce años; pasados los catorce años, podrán los hijos abrazar lícitamente el estado religioso, ora lo consientan los padres, ora sea por libre voluntad y elección de los hijos”. Lo mismo dice el Canon 24 del Concilio Tiburtino, y lo enseñan los Santos Doctores Ambrosio, Jerónimo, Agustín, Bernardo, Tomás y otros, que dicen con San Juan Crisóstomo: “Cuando los padres son estorbo para el adelantamiento espiritual de los hijos, no se deben atender sus razones”.

   Son de parecer algunos autores que, cuando un hijo llamado por Dios al estado religioso puede fácilmente y sin ningún obstáculo obtener el consentimiento de sus padres, convendría que les pidiese su bendición y consentimiento. Este parecer, especulativamente hablando, se podría sostener; pero en la práctica está ordinariamente cercado de mil peligros. Conviene aclarar aquí este punto para acabar con ciertos escándalos farisaicos.

   Es cierto que en la elección de estado no tenemos obligación de obedecer a los padres. Ésta es sentencia común entre los Doctores, y concuerdan con Santo Tomás, que dice así: “Cuando se trata de contraer matrimonio, o de guardar castidad o de cosa semejante, ni los criados están obligados a obedecer a sus señores ni los hijos a sus padres”

   Sin embargo, cuando el hijo quiere contraer matrimonio, el P. Pinamonti, en su obra de la Vocación religiosa, sigue la opinión de Sánchez, Koning y otros teólogos, que aseguran, y con razón, que el hijo está obligado a pedir consejo a sus padres, porque en estos negocios tienen más experiencia que el hijo, y en semejantes circunstancias fácilmente los padres tienen en cuenta sus obligaciones.

   Pero tratando de la vocación religiosa no están obligados los hijos, como atinadamente observa el P. Pinamonti, a pedir consejo a sus padres, ya porque en este asunto carecen de experiencia, ya porque sus miras e intereses los convierten en enemigos de los hijos. Hablando Santo Tomás de la vocación religiosa, dice: “No pocas veces los amigos de carne y sangre se oponen a nuestro adelantamiento espiritual”. Y antes prefieren que los hijos se condenen viviendo en su compañía, que se salven si tienen que abandonarlos. Por esto exclama San Bernardo: “¡Oh padre cruel! ¡oh madre sin entrañas! que sólo hallan consuelo en la condenación de su hijo, y prefieren que perezca en su compañía antes que reine lejos de ellos”.


   Cuando Dios llama a uno a la vida religiosa, dice un grave autor, le exige que se olvide de sus padres, recordándole estas palabras del Salmista: Escucha, hija, y considera y presta atento oído, y olvida tu pueblo y la casa de tu padre. Con estas palabras nos advierte el Señor que, cuando nos convida a seguirle, no se debe pedir consejo a los padres. He aquí las palabras del citado autor; “Si es voluntad de Dios que el alma llamada a la religión se olvide de su padre y de su casa, también lo es que para llevar a la práctica el consejo del Señor no debe pedir consejo a sus padres y hermanos”.

   Explicando San Cirilo las palabras que Jesucristo dijo al joven del Evangelio: Ninguno que después de haber puesto mano en el arado vuelve los ojos atrás es apto para el Reino de los Cielos, dice que el que pide tiempo para consultar la vocación con los parientes ése es cabalmente quien mira atrás y el declarado por el Señor como imposibilitado de entrar en el Reino de los Cielos. Por esto Santo Tomás aconseja con mucho encarecimiento a los que son llamados a vida más perfecta que no pidan parecer, sobre la vocación a sus parientes. “Que en este negocio, dice, no se consulte a los amigos y allegados; porque aunque está escrito: ‘confía al amigo tus secretos y negocios’, en éste de la vocación los parientes no son amigos, sino enemigos, como nos lo enseña nuestro Salvador: Y los enemigos del hombre, las personas de su misma casa”.

   Por lo tanto, si es grave yerro pedir consejo a los padres para entrar en religión, mayor imprudencia sería pedir su consentimiento y esperar su licencia, porque esta demanda no se puede hacer, de ordinario, sin evidente peligro de perder la vocación, mayormente cuando hay fundadas sospechas de que los padres pongan trabas a tan noble determinación. Cuando los santos se sintieron inclinados a abandonar el mundo, salieron de sus casas sin que sus familias lo advirtieran. Así obraron Santo Tomás de Aquino, San Francisco Javier, San Felipe Neri y San Luis Beltrán. Y cuenta, que Dios ha comprobado hasta con milagros lo agradable que le son estas fugas gloriosas.

   San Pedro De Alcántara, para hacerse religioso, huyó de la casa de su madre a cuya obediencia estuvo sujeto después de la muerte de su padre. Aconteció que en el camino se le atravesó un río, que no podía vadear; encomendóse a Dios, y de repente se vio trasladado a la opuesta ribera.


   También San Estanislao de Kostka huyó de la casa paterna sin licencia de su padre: su hermano tomó una diligencia y corrió presuroso a darle alcance; cuando ya estaba por alcanzarlo, los caballos, por más que los hostigaba, no daban un paso adelante; sólo cuando tomaron la vuelta de la ciudad comenzaron a correr a toda brida.

   Célebre es el caso que sucedió a la Beata Oringa de Valdarno, en la Toscana. Su padre había prometido darla a un joven por esposa; al saberlo ella, huyó de la casa paterna para consagrarse a Dios. En el camino se le atravesó el río Amo, que le impidió proseguir su viaje. Hizo oración; partióse el río en dos, formándose a entrambos lados una como muralla de cristal, y por en medio pasó la joven a pie enjuto.

   Por consiguiente, hermano mío amadísimo, si Dios te manda abandonar el mundo, sé muy cauto y no cometas la imprudencia de declarar semejante determinación a tus padres. Pide a Dios su santa bendición, obedece cuanto antes al divino llamamiento, sin que ellos lo entiendan, si no quieres exponerte al peligro de perder tu vocación; porque, ordinariamente hablando, los parientes, como queda dicho, y sobre todo los padres, ponen mil trabas a la ejecución de semejantes designios. Y hay padres y madres que, no obstante ser muy temerosos de Dios, alucinados por la pasión y por sus propios intereses, se fatigan e inventan mil medios para estorbar, sin escrúpulo alguno y bajo especiosos pretextos, la vocación de sus hijos.

   En la vida del P. Pablo Séñeri, el Joven, se lee que su madre, a pesar de llevar vida de mucha oración y recogimiento, no dejó piedra por mover para impedir que su hijo entrase en religión, a la cual Dios lo llamaba, Se lee asimismo en la Vida del Sr. Caballero, obispo de Troya, que su padre, no obstante su virtud y piedad, tentó, aunque sin fortuna, mil medios para estorbarlo que entrase en la Congregación de Píos Operarios, y llegó hasta entablar proceso formal delante del Tribunal Eclesiástico. ¡Cuántos padres y cuántas madres, a pesar de ser personas, devotas y de mucha oración, se han olvidado en semejantes casos de su oración y de su piedad, y han obrado como si estuvieran, poseídas del demonio! Es que el infierno pone en pie de guerra todas sus fuerzas y se arma con todo su poder para impedir que los que son llamados por Dios a la vida religiosa lleven a la práctica sus designios.

   Por esto conviene ocultar semejante determinación a los amigos, los cuales no tendrán escrúpulo ni reparo, si no de aconsejaros lo contrario, a lo menos de publicar vuestro secreto; viniendo por aquí vuestros padres en conocimiento de los designios que meditáis.

“LA VOCACIÓN RELIGIOSA”
“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.

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viernes, 24 de marzo de 2017

ARCHICOFRADÍA DE ACÓLITOS: “San Esteban” Diácono y mártir




EL SISTEMA DE PROMOCIÓN DE LA COFRADÍA Y LOS RANGOS O GRADOS DENTRO DE LA ARCHICOFRADÍA


   Postulante. El Postulante es el que tiene el deseo de ingresar a la Cofradía. El comienza aprendiendo las respuestas en latín y los movimientos del Ceroferario en la Misa Solemne y los del acólito 2 en la Misa Rezada. El periodo de probación depende de la capacidad individual aunque seis meses pueda ser recomendable. Cuando sea admitido a la Cofradía, que lo sea como Acólito Menor.

   Acólito Menor. Los requisitos para tener el rango de Acólito Menor son los siguientes: Debe saber de memoria las respuestas en latín, saber detalladamente como acolitar de Ceroferario en la Misa Solemne y Acólito 2 en la Misa Rezada y debe haber aprobado un examen acerca de estas funciones. El Acólito Menor lleva una cuerda roja simple con una medalla de estaño y al ingresar recibe un certificado de inscripción.


   Acólito Mayor. El Acólito Mayor debe saber cómo acolitar una Misa Rezada solo, como también las funciones de los Acólitos 1 y 2 y las del Turiferario en la Misa Solemne y debe haber aprobado un examen acerca de estas funciones. El Acólito Mayor recibe, en lugar de la cuerda simple, una cuerda roja pero con borlas, pero retiene la medalla de estaño.

   Maestro de Ceremonias. El MC debe haber probado su confiabilidad como también su fidelidad a la regla de puntualidad, inteligencia y reverencia cuando acolita, debe tener un conocimiento completo de todas las funciones de los ministros tanto en las Misas Rezadas como en las Cantadas y debe haber aprobado un examen acerca de las funciones del Ceremoniario en la     Misa Solemne. El MC cambia su medalla de estaño por una de oro aunque conserva su cuerda roja con borlas.

   Presidente. El Presidente lleva una medalla de dos colores, dorado y negro, con la cuerda roja y borlas.



“EL MANUAL DEL ACÓLITO”


                             
                                 

ARCHICOFRADÍA DE ACÓLITOS: “San Esteban” Diácono y mártir




LOS MIEMBROS

   Alistarse a la Cofradía es abierto a cualquier niño o varón, sin límite de edad, quien puede acolitar la Misa, y quien ha mostrado pruebas de un deseo de conformarse al objetivo de la Cofradía. Se recomienda que un acólito, después de su admisión sirva en el Santuario al menos por 6 meses antes de ser admitido como miembro de la Cofradía. El rector local de la Iglesia decidirá si un candidato es elegible, y está autorizado a llevar a cabo la ceremonia de ingreso según el rito prescrito en la página 57 y a conferir al acólito la medalla de la Cofradía. La medalla y la cuerda, y también el manual de la Cofradía, pueden ser obtenidos del Secretariado General.



 


   A los postulantes y miembros se les recomienda recibir la Sagrada Comunión lo más frecuente posible, particularmente cuando acolitan la Misa. Los miembros deben usar siempre la medalla de la Cofradía cada vez que acolitan.

   A los miembros se les recomienda usar siempre un misal cuando asisten a la Misa salvo si forman parte de la ceremonia.




CONSTITUCIÓN Y ORGANIZACIÓN

   La Archicofradía está dividida en cabildos o capítulos locales/parroquiales. A la cabeza de cada cabildo está el Director que es un sacerdote.

   El Director se encarga de todo el cabildo, dirige las reuniones habituales, y preside a la ceremonia de ingreso o de promoción de los miembros de la Cofradía. El Director debe nombrar un Presidente laico del cabildo quien dirigirá las reuniones y ensayos en su ausencia.

   El Presidente debe ser un acólito que conoce completamente las rúbricas, tiene la habilidad de coordinar a los demás acólitos y es capaz de acolitar como Maestro de Ceremonias en las ceremonias más complicadas de la Iglesia. El Presidente también es el responsable para preparar un programa regular de acolitar y debe supervisar directamente a los acólitos en sus entrenamientos y en sus observancias de las Reglas de la Cofradía.
   Todo miembro al ingresar promete observar las reglas siguientes:


REGLAS


 1. Servir en el Altar con reverencia, inteligentemente y puntualmente.

2. Rezar el acto de preparación antes, y la acción de gracias después, de acolitar.

3. Observar silencio en la sacristía y una gran reverencia en el Santuario.

4. Rezar cada día la oración de la Cofradía.


“EL MANUAL DEL ACÓLITO”


ARCHICOFRADÍA DE ACÓLITOS: “San Esteban” Diácono y mártir




OBJETIVO

   El objetivo de la Cofradía es la santificación del acólito enseñándole que servir en el Santuario es un gran privilegio religioso, instruyéndole la manera de observar los ritos y ceremonias de la Iglesia según las rúbricas y los decretos de la Sagrada Congregación de los Ritos y según las interpretaciones de las autoridades más aceptadas, y animándolo a comprender el significado y el objeto de las ceremonias en la cual él toma parte.

HISTORIA

   La Cofradía fue formada en marzo 11 del 1905 por el Padre Hamilton MacDonald, capellán del Convento del Sagrado Corazón, Hammersmith, con el permiso del arzobispo de Westminster, el Cardenal Bourne, y fue ben decida por Su Santidad el Papa San Pío X el noviembre siguiente.  



 El 4 de diciembre de 1906, el Santo Padre levantó a la Cofradía en una archicofradía prima primaria con la facultad de afiliarse a ella misma otras cofradías semejantes fuera de la arquidiócesis de Westminster en las islas británicas.


   Él 19 de febrero de 1934, Su Santidad el Papa Pío XI, extendió este privilegio por todo el imperio británico.


“EL MANUAL DEL ACÓLITO”


RESPUESTA A UN JOVEN QUE PIDE CONSEJO ACERCA DEL ESTADO DE VIDA QUE DEBE ELEGIR – Por San Alfonso María de Ligorio.




Su carta de usted me da a entender que desde hace algún tiempo se siente inspirado por Dios a abrazar la vida religiosa. A la vez me dice que se han despertado algunas dudas en su espíritu, y especialmente aquélla de que si podrá santificarse en el siglo sin hacerse religioso.

   Le responderé brevemente; porque si usted desea más larga respuesta, puede leer con provecho el librito que con el título: Avisos sobre la vocación religiosa he publicado.

   Aquí solamente le diré en pocas palabras que el negocio de la elección de estado es de capital importancia, por depender de él la salvación eterna. El que abraza el estado a que Dios lo llama, fácilmente se salvará; pero el que desoye la voz del Señor, será difícil, mejor diré, será moralmente imposible que se salve. La mayor parte de los réprobos están en el infierno por no haber correspondido al llamamiento de Dios.

   Por tanto, si usted quiere elegir aquel género de vida en el cual asegure mejor su salvación, que es lo único que nos debe importar, considere que su alma es inmortal, y que Dios lo ha puesto en el mundo, no a buen seguro para atesorar riquezas, ni conquistar honores, ni llevar vida cómoda y regalada, sino únicamente para alcanzar la vida eterna por medio de la práctica de la virtud. Tenéis por fin, dice San Pablo a los romanos, la vida eterna. En el día del juicio de nada le servirá el haber puesto en buen pie su casa y haberse aventajado sobre los demás en el mundo; lo único que entonces le aprovechará será el haber servido y amado a Jesucristo, que lo ha de juzgar.

   Cree usted que permaneciendo en el siglo podrá también santificarse. Sin duda que lo podrá, señor mío, pero con no poca dificultad. Pero si Dios lo llama a usted a la vida religiosa y quiere permanecer en el mundo, su santificación, como he dicho, será moralmente imposible; porque en el siglo se verá privado de las luces y auxilios que Dios le dispensará en la religión y sin unos y otros no logrará usted salvarse.

   Para alcanzar la santidad hay que emplear los medios que a ella le conducen, como son la huida de las ocasiones peligrosas, el desprendimiento de los bienes de la tierra, la unión con Dios y la vida de recogimiento. Además, para no cansarse en el camino emprendido, debe frecuentar los sacramentos, hacer todos los días oración mental, leer algún libro piadoso y ejercitarse en otras prácticas devotas, sin las cuales no es fácil conservar el fervor. Ahora bien, ejercitarse en todas estas obras de piedad en medio del bullicio y tráfago del mundo es harto difícil, por no decir imposible. Los cuidados de la familia, las necesidades de la casa, los lamentos y quejas de los parientes, los pleitos, las persecuciones de que está lleno el mundo, tendrán su ánimo tan preocupado y tan cargado de temores, que apenas le será posible encomendarse a Dios por la noche, y esto en medio de mil distracciones. Bien quisiera usted hacer oración, y leer un libro espiritual, y comulgar con frecuencia y visitar todos los días el Santísimo Sacramento, pero tan buenos propósitos se los estorbarán los negocios del mundo, y lo poco que haga será con mucha imperfección, por tenerlo que hacer entre sinnúmero de ocupaciones y con el espíritu disipado. De suerte que su vida será muy desasosegada, y su muerte también muy turbada e inquieta.

   Los amigos del mundo, por su parte, no tendrán reparo en inspirarle temor a la vida religiosa, pintándosela como insoportable y llena de sinsabores. Por otra parte, el mundo le brindará con sus riquezas, placeres y diversiones: piénselo bien y no se deje engañar, porque el mundo es un traidor, que sabe prometer, pero no sabe cumplir. Le ofrece bienes de la tierra; y aunque le diese todo lo que ofrece, ¿serían poderosos todos ellos para calmar las ansias de su alma? No, porque sólo Dios puede darle la paz verdadera. El alma ha sido creada únicamente para Dios, para amarlo en esta vida y después gozarlo en la eterna, y por esto sólo Él puede satisfacer los deseos de su corazón. Todos los placeres y riquezas del mundo no son poderosos para damos la verdadera paz; al contrario, el que mayor caudal de estos bienes posee en el mundo, anda más turbado y afligido, como confiesa Salomón, quien después de haber gozado tanto, exclama: Todo es vanidad y aflicción de espíritu
 
 Si el mundo con todos sus tesoros pudiera llenar los senos del corazón humano, los ricos, los grandes, los reyes, que nadan en la abundancia, que gozan de placeres, que son por todos honrados, serían plenamente felices; pero la experiencia nos enseña lo contrario; nos enseña que mientras más encumbrados y enaltecidos están, tanto mayores son las angustias, los pesares y las aflicciones que experimentan. Un pobre lego capuchino, vestido con burdo sayal y ceñido con ceñidor de cuerda, que come pobremente y duerme sobre la paja en celda estrecha, vive más feliz y contento que un príncipe que viste telas recamadas de oro y posee tesoros sin cuento. Se sentará todos los días a opípara mesa, dormirá en mullido lecho bajo ricos pabellones, pero los cuidados y las angustias de espíritu ahuyentarán el sueño de sus párpados. “¡Cuán loco es, exclama San Felipe Neri, el que por amar al mundo no ama a Dios!"

   Pero si los mundanos llevan una vida de sobresaltos y congojas, mayores los experimentarán en la hora de la muerte, cuando el Sacerdote que los asista les intime la orden de partir de esta vida, diciéndoles: “Alma cristiana, sal de este mundo”, abrázate con el crucifijo, porque el mundo ya se acabó para ti. El mal está en que los mundanos apenas si piensan en Dios ni en la otra vida, donde han de vivir por toda la eternidad. Casi todos sus pensamientos van a parar en las cosas de la tierra, y por eso llevan vida desgraciada y mueren con muertes desastrosas.

   Por tanto, si usted quiere acertar en la elección de estado, procure que no se le caiga de la consideración la hora de la muerte, y, puesto en aquel duro trance, mire bien el género de vida que hubiera querido llevar. Entonces ya no podrá corregir el yerro, si tiene ahora la mala fortuna de equivocarse, menospreciando el divino llamamiento por seguir su libertad y sus caprichos. Considere que todo lo de este mundo pasa y desaparece, como dice San Pablo por estas palabras: La escena de este mundo pasa en un momento. Todo se acaba, y la muerte nos sale al encuentro, de suerte que a cada paso que damos nos acercamos a ella y nos aproximamos a la eternidad, para la cual hemos nacido. Porque escrito está: Irá el hombre a la casa de su eternidad. Cuando estemos más descuidados nos sorprenderá la muerte, y en aquel duro lance todos los bienes del mundo nos parecerán vana ilusión, mentira, engaño, vanidad. ¿De qué le aprovechará entonces al hombre —pregunta Jesucristo— haber ganado todo el mundo, si pierde su alma?  Sólo servirá para acabar con muerte desgraciada una vida infeliz.

   Por el contrario, un joven que ha abandonado el mundo para seguir las huellas de Cristo, vivirá feliz y contento, pasando sus días en una celda solitaria, lejos del bullicio del mundo y de los frecuentes peligros que se corren en él de perder a Dios. Verdad es que en el monasterio no tendrá ni conciertos, ni bailes, ni comedias, ni otras mundanas diversiones, pero tendrá a Dios, que lo recreará con mil regalos y le dará a gustar aquella paz que se puede gozar en este valle de lágrimas, lugar de trabajos y padecimientos, donde hemos sido puestos para conquistar, a fuerza de paciencia, aquella otra verdadera y cumplida paz que Dios nos tiene deparada en la gloria. Cuando se vive alejado de las diversiones del mundo, una amorosa mirada dirigida de cuando en cuando al crucifijo, un Dios mío y todas las cosas, pronunciado con fervor, un Dios mío, que se escapa del corazón, proporciona al alma más consuelo que todos los pasatiempos y banquetes del mundo, que después de gustados traen en pos de sí no pocos dejos de amargura.

Y si por haber abrazado el estado religioso vivirá contento durante la vida, mayor contento experimentará en la hora de la muerte. ¡Qué consuelos no experimentará entonces al recordar que ha gastado su vida en la oración, la lectura espiritual, la mortificación y otros ejercicios devotos, y especialmente si en la religión ha empleado sus mejores años, salvando almas por medio del ministerio de la predicación y confesión! Todo esto aumentará a la hora de la muerte la confianza que tiene puesta en Jesucristo, el cual, como muy agradecido, sabe premiar con largueza a los que han trabajado por aumentar su gloria.

   Pero vengamos ya a tratar más de propósito la elección que debe usted hacer. Ya que el Señor lo mueve a dejar el mundo para darse todo a Él en la religión, tiene sobrados motivos para alegrarse y temblar a la vez. Alégrese, pues, y dé gracias a Dios, porque el ser llamado a una vida más perfecta, es una gracia especialísima que el Señor no dispensa a todos. No ha hecho otro tanto —dice el salmista— con las demás naciones. Pero a la vez tiemble, porque si no obedece a la voz divina, pone en gran peligro su eterna salvación. No puedo detenerme a referirle aquí los muchos ejemplos de jóvenes, que por no haber hecho caso de la vocación divina, han llevado vida desgraciada, acabándola con muerte desastrosa. Tenga por cierto que si, a pesar de la inspiración que usted siente de abrazar la vida religiosa, permanece en el mundo, llevará una vida sin paz ni sosiego, preludio de la muerte inquieta que lo aguarda, pues en aquel trance se sentirá despedazado por los remordimientos, a causa de haber desoído la voz de Dios, que lo llamaba al claustro.

   Al fin de su carta me pregunta usted que, si en el caso de no tener bastante ánimo para entrar en religión, sería mejor casarse, como quieren sus padres, o hacerse sacerdote secular.

   A lo primero le diré que no puedo aconsejarle que abrace el estado del matrimonio,

porque San Pablo tampoco lo aconseja a nadie, a no ser en el caso de remediar una habitual incontinencia, y cierto estoy que usted no se halla en semejante caso.

   En cuanto a hacerse sacerdote secular, advierta que el sacerdote en el siglo tiene todas las cargas del sacerdocio, y además las distracciones y peligros de los seglares, puesto que, viviendo en medio del mundo, no puede evitar los tropiezos y dificultades que le causan los negocios de su casa o de sus parientes, ni puede verse libre de los peligros que rodean su alma. Lo cercarán las tentaciones en su propia casa, puesto que no podrá impedir que entren en ella mujeres, ya sean de la familia, ya sean criadas, ya otras mujeres extrañas. Debería usted vivir en una habitación retirada, para no pensar más que en las cosas         del divino servicio; mas este género de vida     es muy difícil en la práctica, y por lo mismo son muy contados los sacerdotes que, viviendo en su propia casa, aspiran a la perfección.

Por el contrario, si usted entra en un Instituto religioso donde reina la observancia regular, se verá libre de los cuidados que ocasiona el pensar en la comida y en el vestido, porque de todo le proveerá la religión; allí vivirá lejos de los parientes, que de continuo lo molestarían con los negocios y asuntos de la casa; allí no encontrará mujeres que puedan turbar su espíritu; allí, alejado del ruido del mundo, nada le impedirá vivir recogido y dedicado a la oración.

Le hablo de una religión donde “reine la observancia regular”; porque si usted quisiera entrar en un Instituto del cual ha desaparecido el fervor, mejor sería que permaneciera en su casa, cuidando como mejor pudiera de la salvación de su alma; puesto que dando su nombre a un Instituto que ha caído en la relajación, se expone al peligro de condenarse; pues dado caso que entrase resuelto a dedicarse a la oración y a no pensar más que en Dios, arrastrado, sin embargo, por los malos ejemplos de los compañeros, y ridiculizado por ellos y tal vez hasta perseguido, por no querer llevar su manera de vida, acabaría por abandonar todas sus devociones y seguir los derroteros que le señalaren los demás, como lo prueba la experiencia.

En fin, si Dios se digna concederle la gracia de la vocación, esfuércese por conservarla, encomendándose sin descanso a Jesús y a María en sus oraciones, y no olvide que, si se determina a entregarse totalmente a Dios, el demonio se esforzará cada día más por hacerlo caer en pecado, y sobre todo para hacerle perder la vocación.

Termino ofreciéndole todos mis respetos y pidiendo al Señor lo haga todo suyo.


“LA VOCACIÓN RELIGIOSA”

“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.


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AVISOS A UNA JOVEN QUE VACILA ACERCA DEL ESTADO QUE HA DE ELEGIR – Por San Alfonso María de Ligorio.




   Hermana mía en Jesucristo: Me dice usted que está deliberando acerca del género de vida que debe abrazar. Advierto que usted vacila, porque por una parte el mundo la convida a escoger el estado del matrimonio, y por otra la invita Jesucristo a tomar el velo de religiosa en un monasterio observante.

   Piénselo bien, porque de la elección que haga depende su eterna salvación. Por esto, le recomiendo muy encarecidamente que pida a Dios todos los días su santa gracia, y comience ya a hacerlo hoy mismo en que comienza a leer estas páginas, a fin de que el Señor le dé la luz y la fortaleza que necesita para elegir aquel estado en que mejor asegure su salvación, y no tenga que arrepentirse de la elección hecha, durante toda su vida y por toda la eternidad, cuando le falte el tiempo de enmendar su yerro.

   Piense bien cuál sea para usted el partido más ventajoso y el que le haga más feliz y dichosa, si el tener por esposo a un hombre del mundo, o a Jesucristo, Hijo de Dios y Rey del Cielo; vea cuál de los dos le parece mejor, y elija entre ambos. Trece años tenía la virgen Santa Inés cuando, por su extremada belleza, se vio pretendida de muchos jóvenes, entre los cuales se encontraba el hijo del Prefecto de Roma; mas ella, dirigiendo una mirada a Jesucristo, que la quería para sí, contestó: “He hablado a un esposo mejor que tú y que todos los reyes de la tierra; justo es que no lo cambie por otro”. Y en efecto, antes que consentir en cambio tan desigual, prefirió gustosa perder la vida, en tan temprana edad, muriendo mártir por amor de Jesucristo. La misma respuesta dio la virgen Santa Domitila al Conde Aurelio, gran señor de Roma, y antes que abandonar a Jesucristo prefirió ser martirizada y quemada viva. ¡Cuán alegres y gozosas estarán ahora en el Cielo y lo estarán por toda la eternidad estas santas vírgenes por haber hecho tan buena elección! Suerte tan feliz y dichosa tiene el Señor deparada a todas las doncellas que por entregarse a Jesucristo han abandonado el mundo.

   Examine, pues, las consecuencias que se han de seguir de la elección que usted haga entre el mundo y Jesucristo. El mundo le ofrece los bienes de la tierra: honores, riquezas, placeres, pasatiempos. Jesucristo, por el contrario, le presenta azotes, espinas, oprobios, cruz; que éstos fueron los bienes que disfrutó mientras vivió en el mundo. Pero en cambio, Jesucristo le ofrece dos inapreciables bienes que no puede darle el mundo, a saber: la paz del corazón en esta vida y el paraíso en la otra.

   Además, antes de resolverse a abrazar el uno o el otro estado, debe tener muy en cuenta que su alma es eterna; es decir, que después de esta vida, que tan presto se acaba, vendrá la muerte, que le abrirá las puertas de la eternidad, y al entrar en ella le dará el Señor el premio o el castigo que haya merecido por las obras llevadas a cabo durante su vida. De suerte que la morada que le toque habitar en el punto de la muerte, ya sea feliz, ya desgraciada, en ella permanecerá por toda la eternidad: si tiene la dicha de salvarse, gozará para siempre de todos los encantos y alegrías del paraíso; si por desgracia se condena, padecerá los eternos tormentos del infierno. No pierda, pues, de vista que todas las cosas de este mundo pronto se acaban. ¡Dichoso el que se salva, desventurado el que se condena! No se le caiga jamás de la memoria aquella admirable sentencia de nuestro Salvador: ¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si al cabo pierde su alma? Esta máxima ha determinado a tantos jóvenes a encerrarse en los claustros y a sepultarse en desiertas cuevas, y a tantas doncellas a abandonar el mundo para consagrarse a Dios y acabar sus vidas con santa muerte.

   Considere, por otra parte, la mísera suerte que ha cabido a tantas nobilísimas damas, a tantas princesas y reinas que en el mundo ha habido; no les han faltado ni honores, ni alabanzas, ni servidores, ni aduladores viles; pero si han tenido la desgracia de condenarse, ¿qué les aprovecharán ahora en el infierno tantas riquezas atesoradas, tantos placeres gozados, tantos honores disfrutados? Les servirán de tormento y angustias de conciencia que despedazarán su corazón eternamente, mientras Dios sea Dios, sin poder hallar remedio alguno a su eterna ruina.

   Examinemos ahora muy despacio los bienes que el mundo promete en esta vida a sus seguidores, y los bienes que da el Señor a los que lo aman y por su amor todo lo abandonan.

   El mundo promete mucho a sus amadores; pero ¿quién ignora que es un traidor, que promete y no sabe cumplir? Demos que cumpla sus promesas; ¿qué bienes podemos de él esperar? Bienes de la tierra; pero no puede dar la paz, ni el contento que promete, porque todos sus bienes halagan a la carne y a los sentidos, pero no pueden calmar las aspiraciones del alma y del corazón. Nuestra alma ha sido creada por Dios, únicamente para amarlo en esta vida y después gozarlo en la otra; por lo cual todos los bienes del mundo, todos sus placeres y grandezas giran en torno de nuestro corazón, pero no entran en él, que sólo Dios puede colmar. Por eso Salomón llamaba a los bienes del mundo vanidad y mentira, más aptos para afligir que para contentar nuestra alma. Vanidad de vanidades, los llamó, y aflicción de espíritu. En efecto, la experiencia demuestra que mientras más riquezas poseen los ricos más angustiados viven y afligidos.

   Si el mundo colmase las ansias del corazón con los bienes que da, las princesas y las reinas, a quienes no faltan diversiones, comedias, fiestas, banquetes, soberbios palacios, lujosas carrozas, ricos vestidos, joyas de inestimable valor, pajes y lacayos que las sirven y les hacen la corte, vivirían en perpetua paz y contento. Pero ¡ah! ¡Cómo se engañan los que así piensan! Preguntadles si gozan de paz verdadera; decidles si viven contentas. ¡Qué paz y qué contento! — Os responderán todas —, mi vida es la vida de una desgraciada; no sé lo que es paz, ignoro lo que sea tener contento. El mal proceder de sus maridos, los disgustos que a cada paso les dan los hijos, los celos, los temores, las necesidades de la casa les dan a beber de continuo tragos de sinsabores y amarguras.

   De la mujer casada puede decirse que es mártir de paciencia, si es que la tiene; que de no atesorar esta virtud en su corazón, padecerá un martirio en este mundo y en la eternidad otro más espantoso. Aun cuando no padeciese otros trabajos, bastarán los remordimientos de conciencia para atormentarla de continuo; porque apegada como está a los bienes de la tierra, no le deja tiempo para pensar en su alma, no frecuenta los Sacramentos, apenas si se acuerda de encomendarse a Dios, y privada de estos medios, que tanto ayudan para bien vivir, caerá con frecuencia en el pecado y de continuo será despedazada por los remordimientos de conciencia. De donde resulta que todas las alegrías que le prometía el mundo se convierten en amarguras y serios temores de caer en la eterna condenación. ¡Desventurada de mí! —exclamará—, ¿cuál será mi suerte al entrar en la eternidad, viviendo como vivo alejada de Dios, sumergida en el pecado, caminando siempre de mal en peor? Quisiera recogerme a hacer oración, pero los cuidados de la familia y las gentes de la casa, que siempre están en movimiento, me lo prohíben; quisiera asistir a los sermones, confesar y comulgar con frecuencia; quisiera ir a menudo a la iglesia, pero me lo estorba mi marido; a veces no puedo ir acompañada como fuera menester; añádase a esto los cuidados que me agobian, la crianza de los hijos, las continuas visitas y otros mil obstáculos que me tienen atada en casa; apenas si los días festivos a las altas horas de la mañana puedo ir a Misa. ¡Desventurada de mí! ¿Por qué habré cometido la locura de casarme? ¿No me hubiera sido mejor entrar en un monasterio para trabajar en mi santificación?

   Pero ¿de qué sirven todas estas quejas y amargos lamentos, sino para aumento de sus angustias, al ver que ya no puede remediar su mala elección, estando como está presa con mil lazos al mundo? Y si acaba la vida agobiada por el peso de tantas amarguras, su muerte será también triste y angustiosa. Rodearán su lecho de muerte sus criados, su esposo y sus hijos, que derramarán amargas lágrimas, que lejos de servirle de consuelo le causarán mayor aflicción, y así afligida, pobre de merecimientos y sobrecogida por el temor de su eterna salvación, tendrá que comparecer ante el Tribunal de Jesucristo, que la ha de juzgar.

   Muy otra será la suerte de la religiosa que ha abandonado el mundo para consagrarse a Jesucristo. Será feliz en compañía de tantas esposas del Señor, en una celda solitaria, lejos del bullicio del mundo y de los continuos y próximos peligros que corren de perder a Dios las personas que viven en el siglo. En la hora de la muerte la consolará el recuerdo de haber pasado sus mejores años dedicados a la oración, mortificación y otros ejercicios santos, como visitar al Santísimo Sacramento, confesarse y comulgar con frecuencia, hacer actos de humildad, esperanza y amor a Jesucristo; y si bien el demonio no cesará de atormentarla con el recuerdo de los pecados cometidos durante su juventud, su divino Esposo, por cuyo amor abandonó el mundo, sabrá consolarla, y llena de confianza morirá abrazada a Jesús crucificado, que la llevará consigo al paraíso para vivir en su compañía por toda la eternidad.

   Ya que, hermana mía, va usted a elegir estado, escoja aquél que hubiera deseado elegir en la hora de la muerte. En aquella hora tremenda, al ver que todo se acaba, todos exclaman; ¡Ojalá hubiera trabajado por santificarme! ¡Ojalá hubiera abandonado el mundo para consagrarme a Dios! Pero entonces, lo hecho hecho está; no tienen más remedio que rendir el alma y presentarse ante el Tribunal de Cristo, que les dirá: Venid, benditos de mi Padre, venid a gozar conmigo para siempre. O bien oirán estas otras palabras: Apartaos de mí e id para siempre al infierno.

   Ahora está usted a tiempo de elegir entre el mundo y Jesucristo; si toma el partido del mundo, no se olvide que tarde o temprano se ha de arrepentir; por eso, piénselo bien. De entre las mujeres que viven en el mundo, muchas se condenan; en los monasterios rara es la que se pierde eternamente. Encomiéndese a Jesús crucificado y a María Santísima, a fin de que le den la luz y la gracia necesarias de elegir el camino que mejor la lleve a su salvación eterna.

   Si quiere hacerse religiosa, ha de estar resuelta a santificarse, porque si piensa llevar en el monasterio, a ejemplo de algunas religiosas, vida tibia e imperfecta, de nada le serviría entrar en religión; porque después de vivir vida infeliz, la acabaría con muerte desgraciada.

   En fin, de sentir usted repugnancia invencible por la vida del claustro, no puedo aconsejarle que abrace el estado del matrimonio, puesto que San Pablo a nadie lo aconseja, fuera del caso de pura necesidad, en el cual por fortuna no se halla usted; entonces permanezca al menos en su casa, trabajando en su santificación. Le ruego que durante nueve días rece la siguiente oración.

   ¡Oh Señor mío Jesucristo, que habéis muerto para salvarme!, os suplico, por los méritos de vuestra preciosísima sangre, que me deis la luz y la fuerza necesaria de elegir el estado que más convenga a mi salvación. Y Vos, oh María, Madre mía, alcanzadme esta gracia con vuestra poderosa intercesión.



“LA VOCACIÓN RELIGIOSA”

“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.


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Cuanto importa seguir la vocación al estado religioso – Por San Alfonso María de Ligorio.




   Está fuera de duda que nuestra eterna salvación depende principalmente de la elección de estado. El Padre Granada dice que esta elección es “la rueda maestra de la vida”. Y así como descompuesta la rueda maestra de un reloj queda todo él desconcertado, así también, respecto de nuestra salvación, si erramos en la elección de estado, “toda nuestra vida, dice San Gregorio Nacianceno, andará desarreglada y descompuesta”.

   Por consiguiente, si queremos salvamos, menester es que, al tratar de elegir estado, sigamos las inspiraciones de Dios, porque solamente en aquel estado a que nos llama, recibiremos los necesarios auxilios para alcanzar la salvación eterna. Ya lo dijo San Cipriano: “La virtud y gracia del Espíritu Santo se comunica a nuestras almas, no conforme a nuestro capricho, sino según las disposiciones de su adorable Providencia”. Que por esto escribió San Pablo: Cada uno tiene de Dios su propio don. Es decir, como explica Cornelio a Lapide: “Dios da a cada uno la vocación que le conviene y lo inclina a tomar el estado que mejor corresponde a su salvación”. Esto está muy conforme con el orden de la predestinación, que describe el mismo Apóstol cuando dice: Y a los que ha predestinado, también los ha llamado; y a quienes ha llamado, también los ha justificado; y a quienes ha justificado, también los ha glorificado.

   Fuerza es confesar que en esto de la vocación el mundo bien poco o nada entiende, y por esto muchos apenas se cuidan de abrazar aquel género de vida a que los llama el Señor; prefieren vivir en el estado que se han escogido, llevando por guía sus propios antojos, y así viven como viven, esto es: perdidamente, y a la postre se condenan.

   Esto no obstante, de la elección de estado pende principalmente nuestra salvación eterna. A la vocación va unida la justificación, y de la justificación depende la glorificación, es decir: la eterna gloria; el que trastorne este orden y rompa esta cadena de salvación, se perderá. Trabajará mucho y se fatigará, pero en medio de sus fatigas y trabajos estará siempre oyendo aquella voz de San Agustín: “Corres bien, pero fuera de camino”, es decir: fuera de la senda que el Señor te había trazado para llegar al término final de tu carrera. Dios no acepta los sacrificios que le ofrecemos siguiendo nuestros gustos. De Caín y de las ofrendas suyas, dice la Escritura, no hizo caso el Señor. Además amenaza con tremendos castigos a los que menosprecian su voz por seguir los consejos de su amor propio. ¡Ay de vosotros, hijos rebeldes y desertores, dice por Isaías, que forjáis designios sin contar conmigo y emprendéis proyectos, y no según mi deseo!

   Es que el llamamiento de Dios a vida más perfecta es una de las gracias mayores y más señaladas que puede conceder a un alma, y por eso, con sobrada razón, se indigna contra el que las menosprecia. ¿No se daría por ofendido el príncipe que al llamar a su palacio a un vasallo para hacerle su ministro y favorito, el súbdito no obedeciese y menospreciase la oferta? Y Dios, al verse desairado, ¿no se dará también por ofendido? Harto lo siente, y este su sentimiento lo dio a entender cuando dijo por Isaías: ¡Desdichado aquél que contraria los planes de su Hacedor! La palabra Vae de la Escritura, que aquí traducimos por desdichado, envuelve una amenaza de eterna condenación. Comenzará el castigo para el alma rebelde en este mundo, en el cual vivirá en perpetua turbación, porque como dice Job: ¿Quién jamás resistió a Dios que quedase en paz? Se verá, además, privado de los auxilios especiales y abundantes que necesita para llevar vida compuesta y arreglada. Ésta es doctrina del teólogo Habert, que dice así: “No sin gran trabajo alcanzará la salvación y vivirá en el seno de la Iglesia como miembro dislocado del cuerpo humano, que penosamente y con mucha imperfección podrá desempeñar su oficio”. Por donde se puede concluir, con el mencionado teólogo, “que aunque absolutamente hablando se pueda salvar esta alma, con dificultad, sin embargo, entrará en la senda de la salvación y escogerá los medios que a ella le conduzcan”. Del mismo parecer son los Santos Bernardo y León. Y San Gregorio, escribiendo al Emperador Mauricio, el cual por general decreto había prohibido a los soldados entrar en religión, le dijo que su ley era injusta, por cerrar a muchos las puertas del paraíso, puesto que en la religión se salvarían muchos que, de permanecer en el siglo, a buen seguro se condenarían.

   Célebre es el caso que refiere el P. Lancicio. Estudiaba en el Colegio Romano un joven de claro talento. Al hacer los Santos Ejercicios, preguntó al confesor si era pecado no corresponder a la vocación religiosa. Respondióle el confesor que de suyo no era pecado mortal, porque el entrar en religión es de consejo y no de precepto; pero que de no seguir la voz de Dios se ponía en grave riesgo de condenarse eternamente, como aconteció a tantos otros que por esta causa se perdieron. El joven, con esta respuesta, se creyó dispensado de responder a la voz de Dios; se trasladó a la ciudad de Macerata a proseguir los estudios; poco a poco abandonó la oración y la comunión, acabando por entregarse a las más vergonzosas pasiones. Al salir una noche de la casa de una mujer infame, cayó herido de muerte por un rival suyo; a la noticia del caso acudieron algunos sacerdotes al lugar del suceso; ya era tarde: acababa de expirar a las puertas del colegio, queriendo dar a entender con esto el Señor que lo castigaba con muerte tan afrentosa por haber menospreciado su llamamiento.

   Admirable es también el caso que refiere el P. Pinamonti en su obrita La Vocación triunfante. Meditaba un novicio los medios que debía emplear para abandonar la vocación, cuando se le apareció Jesucristo sentado en trono de majestad, el cual, con rostro airado y ademán severo, mandaba que borrasen del libro de la vida el nombre del novicio infiel. El joven, en presencia de Jesucristo, quedó aterrado y determinó perseverar en la religión.

   ¡Cuántos ejemplos parecidos a éstos se leen en los libros! ¡A cuántos desventurados jóvenes veremos condenados en el día del juicio por no haber obedecido al divino llamamiento! Estos tales, como rebeldes a la luz divina, según dice el Espíritu Santo, no conocieron los caminos de Dios, y en justo castigo se verán privados de ella; y por no haber seguido el camino que les había trazado el Señor, andarán ciegos y desconcertados por los senderos que sus gustos les abrieron, hasta llegar a caer en el fondo del precipicio. Os comunicaré mi espíritu dice el Señor en el libro de los Proverbios, esto es, la vocación; mas ya que estuve Yo llamando y vosotros no respondisteis, añade el Señor, y menospreciasteis mis consejos, Yo también miraré con risa vuestra perdición y me mofaré de vosotros cuando os sobrevenga lo que temíais. Es decir, que Dios no escuchará los clamores de aquéllos que han despreciado su voz. “Los que menospreciaron la voluntad de Dios, que les invitaba a seguirle, dice San Agustín, sentirán el peso de sus venganzas”.          .

   Por tanto, cuando el Señor llama un alma a estado de mayor perfección, si no quiere arriesgar su eterna salvación, debe obedecer, y obedecer sin demora. De otra suerte, se expone a oír las quejas y reproches que Jesucristo dirigió a aquel joven que, invitado por Jesús a seguirle, le contestó: Yo te seguiré, Señor, pero déjame primero ir a despedirme de los de mi casa. A lo cual Jesús le replicó: Ninguno que después de haber puesto mano en el arado vuelve los ojos atrás, es apto para el reino de los cielos.

   Las luces que el Señor nos comunica son pasajeras y no permanentes; por esto nos aconseja Santo Tomás que respondamos sin tardanza a los divinos llamamientos. Se pregunta en la Suma Teológica si es laudable entrar en religión sin pedir consejo a muchos y sin deliberar largamente, y responde afirmativamente, dando por razón que en los negocios de bondad dudosa es necesario el consejo y la madura deliberación; mas no en esto de la vocación, que es a todas luces bueno, puesto que el mismo Jesucristo lo aconseja en el Evangelio, pues de todos es sabido que la vida religiosa es la práctica de los consejos que nos dio el divino Maestro.

   Es cosa sorprendente ver cómo las gentes del siglo, cuando una persona trata de entrar en religión y llevar vida más perfecta y libre de los peligros que se corren en el mundo, dicen que tales resoluciones hay que tomarlas muy despacio y con calma, y que no se deben llevar a la práctica hasta quedar plenamente convencido de que la vocación viene de Dios, y no del demonio. ¿Por qué no piensan y hablan de la misma manera cuando se trata de aceptar una dignidad, un obispado, por ejemplo, donde hay tanto peligro de perderse? Entonces se callan y no dicen que se deben tomar las debidas precauciones para cerciorarse si la vocación viene o no de parte de Dios.

   Los santos en este punto son de muy contrario parecer. Santo Tomás dice que, aunque la vocación religiosa la inspirase el mismo demonio, aun en este caso habría que seguir su consejo, por ser excelente, no obstante venir de nuestro capital enemigo. Y San Juan Crisóstomo, citado por el mismo Santo Doctor, dice que cuando Dios nos favorece con semejantes inspiraciones exige de nosotros tan pronta obediencia, que ni por un instante siquiera vacilemos en seguirle. La razón es porque Dios, cuando ve a un alma rendida a su voluntad y mandamiento, se complace en derramar sobre ella a manos llenas sus gracias y bendiciones; y por el contrario, las dilaciones y tardanzas le desagradan tanto, que luego le encogen la mano y le obligan a alejarse con sus luces y gracias, dejando al alma casi abandonada y sin fuerzas para seguir los impulsos del llamamiento divino.

   Por esto dice San Juan Crisóstomo que cuando el demonio es impotente para hacer abandonar a uno la resolución de consagrarse a Dios, se esfuerza por estorbarle que la lleve luego a la práctica, seguro de sacar no poco provecho cuando consigue que se prolongue la estancia en el mundo un solo día y hasta una sola hora; porque confía que durante ese día y esa hora se le han de presentar nuevas ocasiones harto propicias para lograr más largas dilaciones, y el alma, por su parte, cada vez más débil y menos asistida de la gracia divina, cede al fin a los impulsos del demonio y abandona la vocación. ¿Quién podrá decir las almas que han sido infieles a los divinos llamamientos por no haber respondido luego a la voz de Dios? Por esto San Jerónimo, dirigiéndose a los que se sienten llamados a abandonar el mundo, les dice: “Apresuraos, os lo suplico, daos prisa; y mejor que desatar, romped las amarras que detienen en la ribera vuestra barquilla”. Quiere decir el Santo: así como el hombre que está en una barca, amarrada a la orilla con peligro de zozobrar o chocar contra las rocas de la costa, procura más bien cortar la maroma que irle soltando todos los nudos, así también el alma que vive en el siglo debe procurar romper los lazos que a él le unen, para librarse cuanto antes de los peligros frecuentes en el mundo de perderse y naufragar.

   Oigamos lo que dice San Francisco de Sales en sus obras acerca de la vocación religiosa; todo ello servirá para corroborar lo que vamos diciendo y lo que adelante diremos. “Señal de verdadera y buena vocación es sentirse alentado a seguirla en la parte superior del alma, aunque no se experimente algún gusto sensible. Por tanto, no debe creerse que no tiene verdadera vocación el alma que, aun antes de abandonar el mundo, ha dejado de sentir aquellos afectos sensibles que al principio experimentaba, y que en cambio siente tanto disgusto y frialdad, que le hacen vacilar, dándolo todo por perdido. Basta que la voluntad permanezca firme y dispuesta a seguir el divino llamamiento, y aún menos: basta que sienta alguna inclinación hacia la vida religiosa. Para saber si Dios llama a uno a la religión, no hay que esperar a que el mismo Dios le hable, o le envíe un ángel del cielo que le declare su voluntad. Tampoco es menester someter nuestra vocación a un examen de diez doctores para saber si debemos o no seguirla; lo que sí importa mucho es corresponder y cultivar el primer movimiento de la inspiración divina, y luego, no turbarse ni desalentarse por los disgustos y frialdad que sobrevengan; obrando así, Dios se encargará de que redunde todo en su mayor gloria.

   No hay por qué inquietarse, para llegar a entender de qué parte viene la inspiración; el Señor llama a sus siervos por mil diversos caminos; a veces se vale de un sermón, otras veces de la lectura de buenos libros; a unos llama después de haber oído algunas palabras del Evangelio, como San Antonio y San Francisco; llama a otros enviándoles trabajos y aflicciones, que les dan ocasión de abandonar el mundo. Aunque estos últimos se vuelvan a Dios por haber sido menospreciados del mundo, sin embargo, se entregan a Él con determinada y resuelta voluntad, y a veces sucede que éstos llegan a alcanzar más subida perfección, que los que entran al servicio de Dios con más clara y manifiesta vocación”.

   Refiere el P. Piatti que un gallardo y apuesto joven de noble familia cabalgaba cierto día en brioso caballo, haciendo gala y demostración de buen jinete para agradar a la dama a quien visitaba. En el momento en que con más gallardía se paseaba, lo despidió el caballo de la silla, dejándolo caer en un fangal, de donde se levantó cubierto de lodo. Quedó el mancebo tan corrido y avergonzado, que en aquel mismo instante determinó hacerse religioso. “¡Oh mundo traidor! —Exclamó— te has burlado de mí, y yo me burlaré de ti; me has jugado una mala pasada, yo te pagaré con otra; ya no haré las paces contigo; ahora mismo te abandono, y me hago religioso”. En efecto, entró en religión, viviendo en ella con mucho fervor y santidad.


“LA VOCACIÓN RELIOSA” Editorial ICTION Buenos Aires 1981. 

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