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domingo, 30 de septiembre de 2018

LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN CRISTIANA.




La tercera causa de pecado, la carne, es el más peligroso de nuestros tres enemigos, ya que el mundo y el demonio son, en definitiva, enemigos externos, de cuyos asaltos podemos resguardarnos más fácilmente; mientras que la carne es un enemigo interno, que siempre llevamos con nosotros, y que nos tiene declarada una guerra sin cuartel. Para combatirla, acudiremos al ejercicio de la mortificación cristiana.



1º Naturaleza de la mortificación.


   Llamamos mortificación cristiana al conjunto de virtudes o disposiciones que tienden a reprimir y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en nosotros mismos es causa de pecado, es decir, la carne o viejo hombre. Se aplica a hacer morir a la naturaleza, no en lo que tiene de bueno, y que es obra de Dios, sino en lo que tiene de viciado y de desordenado, y que es consecuencia del pecado original.

   El fin de la mortificación es permitir en nosotros el crecimiento y pleno desarrollo del hombre nuevo. Por eso es, en realidad, una vivificación. «No morimos sino para vivir; todo el cristianismo y toda la perfección se resumen a esta muerte y a esta vida» (PADRE CHAMINADE). Morimos a una vida inferior, la vida de la naturaleza viciada, para vivir una vida superior, la vida divina de Cristo. Renunciamos a la triple concupiscencia, esto es, a las riquezas perecederas, a los goces envenenados de los sentidos, a las vanas grandezas de este mundo, para alcanzar en la unión eterna con Dios el único bien verdadero, la única verdadera dicha, la única verdadera grandeza.


2º Clases de mortificación.


   Como el hombre está compuesto de cuerpo y alma, el campo de la mortificación es doble:
ejercida sobre el cuerpo y los sentidos, la mortificación se llama exterior;
y ejercida sobre el alma y sus facultades, la mortificación se llama interior.


La mortificación interior es la más importante:

porque se ejerce inmediatamente sobre la PARTE MÁS NOBLE de nuestro ser, el alma, para purificarla del pecado y permitirle una mayor unión con Dios, su último fin;
y porque la mortificación interior es el PRINCIPIO de la mortificación exterior: sin ella, la mortificación exterior sería un formalismo farisaico, sin valor a los ojos de Dios y sin mérito para el alma.



Sin embargo, aunque menos importante, la mortificación exterior es absolutamente necesaria:

porque es la CONDICIÓN PRIMERA de la mortificación interior: quien no comienza por dominar el cuerpo y los sentidos, no logrará nunca dominar el alma y sus facultades, ya que las impresiones exteriores, que nos vienen por los sentidos, son las que alimentan la imaginación, despiertan y excitan las pasiones, disipan la mente y solicitan la voluntad al mal;
y porque la mortificación exterior es el COMPLEMENTO NECESARIO de la mortificación interior: ésta, para ser perfecta, debe extenderse al exterior, pues todo desorden del alma tiende a traducirse exteriormente, y debe ser reprimido hasta en su manifestación exterior.


De ahí se sigue que las dos formas de mortificación son inseparables: deben sostenerse y completarse mutuamente.


3º Obligación de la mortificación.


   La mortificación se impone a nosotros como una ley fundamental a título de hombres y de cristianos.


1º A título de hombres. Sólo es verdaderamente hombre el que lleva una vida naturalmente honesta y conforme a la recta razón. Ahora bien, es imposible llevar una vida honesta según la recta razón si, por medio de esfuerzos incesantes, y a veces heroicos, no reprimimos los instintos perversos de nuestra naturaleza viciada.

2º A título de cristianos. Cristianos, somos discípulos y miembros de Cristo; y por este doble título estamos obligados a la mortificación.

Discípulos de Jesucristo, debemos conformarnos con su doctrina: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame» (Mt. 16 24); «si el grano de trigo, después de echado en tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. Quien ama su vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna» (Jn. 12 24-25). Lo que Jesucristo promete a sus discípulos en esta vida no es la paz, sino LA ESPADA, símbolo de una lucha incesante; no son las diversiones, sino LA CRUZ, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la naturaleza: «No penséis que Yo haya venido a traer la paz, sino la espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de Mí» (Mt. 10 34 y 38).

SAN PABLO formula la misma ley fundamental: «Los que son de Cristo tienen crucificada su propia carne con sus vicios y concupiscencias» (Gal. 5 24); «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios… Si viviereis según la carne, moriréis; más si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8 8 y 13); «castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a los demás, venga yo a ser reprobado» (I Cor. 9 27).



Miembros de Jesucristo, debemos imitar su ejemplo. En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectísima; y así, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, bajo forma de represión del viejo hombre, la practicó, para servirnos de modelo, bajo forma de renuncia a todas las satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una vida llena de pobreza, sufrimientos y humillaciones. Caminando tras sus huellas, a nosotros nos toca ahora, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar por nuestra parte su sacrificio en la cruz, y lo que falta a sus padecimientos (Col. 1 24): Jesucristo, no pudiendo ya sufrir ni merecer en su cuerpo natural, que está en la gloria, se complace en sufrir y merecer cada día en cada uno de los miembros de su cuerpo místico.


4º Excelencia de la mortificación.


   Desde el punto de vista negativo, la mortificación es el gran remedio contra el pecado y sus consecuencias; y desde el punto de vista positivo, es una condición fundamental para alcanzar la santidad.


1º La mortificación nos cura del pecado y de sus consecuencias. En efecto, todo pecado conlleva una triple consecuencia, al que la mortificación viene a poner remedio:
deja en nuestra alma una mancha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de penitencia, borra esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo;
tiende a fortalecer una mala inclinación del viejo hombre; ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desviación, imponiéndose una pena en aquello en que antes se buscó un placer desordenado;
acrecienta nuestras deudas, que debemos pagar en esta vida o en la otra; ahora bien, toda mortificación ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.


2º La mortificación preserva del pecado en el futuro. Pues el ejercicio asiduo de la mortificación somete la carne al espíritu, nos asegura un imperio cada vez mayor sobre nuestras malas inclinaciones, y nos hace más fácil la victoria en el momento de la tentación. El soldado que no deja de ejercitarse en tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en tiempo de guerra.


3º La mortificación es una condición indispensable de progreso en santidad. La razón es que nuestros progresos en santidad son resultado de dos factores: la gracia de Dios y nuestra buena voluntad. Ahora bien:
por una parte, la voluntad se forja sobre todo mediante la mortificación, activa y pasiva;
y, por otra parte, los actos de mortificación, considerados como sacrificios o actos de religión por excelencia, tienen gran poder sobre el Corazón de Dios y constituyen el medio más eficaz para alcanzar de Él todas las gracias de santificación, como las Sagradas Escrituras y la experiencia lo demuestran.



5º Medios para cultivar el espíritu de mortificación.


   El espíritu de mortificación o de sacrificio es ante todo, como toda virtud sobrenatural, obra de la gracia; por eso hay que sacarlo cada día de su verdadera fuente, el Corazón de Jesús, por la intercesión de María, mediante la oración. Al mismo tiempo es necesario colaborar con la gracia de Dios, multiplicando los actos de mortificación. Estos actos pueden ser de diversas clases:

1º Mortificaciones queridas por Dios, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo que hay de penoso y crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos o los deberes de estado. Cumplirlos con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobrenatural es, sin lugar a dudas, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.



2º Mortificaciones permitidas por Dios, o mortificaciones de providencia: son las que proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permite para nuestro bien: enfermedades del cuerpo, tentaciones, sequedades, desolaciones y demás pruebas de la vida espiritual, la intemperie de las estaciones, las casas en que se reside, las personas con que se convive, los acontecimientos adversos, las aflicciones de todo tipo, vengan de donde vengan. Este tipo de mortificación es muy agradable a Dios, porque es totalmente conforme a su santísima voluntad. «Un golpe que viene de la mano de Dios vale más que mil penitencias voluntarias» (PADRE FABER).



3º Mortificaciones de libre elección, o mortificaciones voluntarias, que nos imponemos nosotros mismos por amor a Dios, con miras a dominar al viejo hombre o asociarnos al sacrificio de Jesús: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos. Son provechosas cuando hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de que nos ayuden a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.



   Pero el medio por excelencia para cultivar el espíritu de mortificación es alimentar un gran amor a Dios, ya que, según San Agustín, «donde se ama no se siente la pena, o si se la siente, esa misma pena es amada». Y es que, por una parte, el amor de Dios va siempre acompañado del odio a nosotros mismos: «Quien no aborrece su misma vida, no puede ser mi discípulo» (Lc. 14 26), esto es, no podemos amar a Dios de veras sin odiar al viejo hombre, que es, en nosotros, el enemigo mortal de Dios; y, por otra parte, cuando el amor de Dios es perfecto, llega hasta el amor de la cruz: «Padeciendo se aprende a amar», le decía Nuestro Señor a Santa Gema Galgani.



Llegaremos a amar las cruces por Dios si, mediante una fe viva, aprendemos a ver en ellas:

• la mano de Dios, que nos ofrece o impone esa cruz como testimonio del amor de predilección que nos tiene: así ha tratado El en este mundo a sus seres más queridos: Jesús, María, los Santos;
• el crucifijo, o Jesús crucificado: viéndolo sufrir tanto por amor nuestro, ¿cómo no sufriríamos de buen grado por amor a Él?;
• el Sagrario, o Jesús Hostia: por su presencia permanente y la comunión diaria, prolonga en nosotros su vida de víctima, y comunica a nuestras más pequeñas cruces del día el valor y fecundidad de su sacrificio del Calvario;
• María, nuestra Madre: así como Ella salió al encuentro de Jesús cargado con la cruz, así también sale al encuentro de cada uno de nosotros, no para descargarnos de la cruz, sino para consolarnos, sostenernos y acompañarnos hasta el término de nuestra subida penosa del Calvario, es decir, hasta el término de nuestra vida;
• el cielo: cuanto más hayamos sufrido en esta vida, con Jesús y María, por Dios y por las almas, más gozaremos con ellos en el cielo.




Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires


jueves, 27 de septiembre de 2018

VÍNCULOS ENTRE LA VIRGEN MARÍA Y EL SACERDOTE.




   María es llamada muy justamente Reina del Clero y Madre del Sacerdocio. Estos títulos le convienen muy verdaderamente, y en el sentido de la teología más rigurosa.

   No sólo Ella nos ha dado a Aquel que es de hecho el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, sino que además Ella nos lo ha dado en su misma condición de Sacerdote. Dios la llamó a colaborar en la ordenación sacerdotal de Jesucristo, de la cual dependen y participan todas las demás ordenaciones en la Iglesia, hasta el fin de los siglos.

   Por eso, en virtud de su ordenación sacerdotal, todo sacerdote contrae con la Santísima Virgen toda una serie de vínculos, que hacen que su sacerdocio, como el Sacerdocio católico en general, sea esencialmente mariano, y ello por cuatro motivos principales:

• primero, porque el Corazón de María es el templo donde se realiza toda ordenación sacerdotal;
• segundo, porque la Santísima Virgen colabora en toda ordenación sacerdotal;
• tercero, porque a la Santísima Virgen le compete formar a los candidatos al sacerdocio;
• y cuarto, porque a la Santísima Virgen le compete hacerlo víctima de su propio sacerdocio.


Para comprender convenientemente estos puntos, hay que recordar previamente que Nuestro Señor Jesucristo es constituido sacerdote por la Encarnación, y sólo por ella; es decir, que el sacerdocio no le compete en cuanto Dios, sino sólo en cuanto hombre, gracias a la naturaleza humana que recibió de María Santísima. Por esta naturaleza humana, Jesucristo pasa a ser de nuestra raza, y queda establecido como Mediador perfecto y único entre Dios y los hombres. Pues bien, de esta verdad se siguen las siguientes consecuencias:


1º La Santísima Virgen fue el Templo de la ordenación sacerdotal de Cristo.


   En efecto, la ordenación sacerdotal de Nuestro Señor Jesucristo se celebró en el purísimo seno de la Virgen María. Para esta ordenación divina se requería un templo santo, cuyo esplendor no quedase empañado por ninguna sombra. María fue el santuario virginal, amorosamente preparado por el Espíritu Santo, donde se celebró el rito inefable de la consagración de Jesús como Sumo Pontífice. Y como el sacerdocio católico no es sino una participación del sacerdocio de Cristo, forzoso es decir que también él encuentra su origen en el Corazón de la Madre de Dios.


Así, pues, mientras el sacerdote es ordenado en el templo material donde el obispo lo consagra, se halla también en el interior de otro templo, espiritual esta vez, que es el mismísimo seno de la Santísima Virgen; templo que supera al primero en hermosura, en tesoros de gracia, en amplitud, en recogimiento, en adoración, en alabanza de Dios.



2º La Santísima Virgen colaboró en la ordenación sacerdotal de Cristo.


   En efecto, María no fue un templo inerte, como un copón de metal precioso, o como una iglesia edificada con piedras materiales; Ella fue un santuario vivo, que cooperó libremente a esta sublime ceremonia. Dios quiso que María concurriese por su caridad a dar el Mediador al mundo. Al recibir la embajada del Ángel, Ella vio, en una luz profética, por medio de qué sacerdocio debía ser redimida la humanidad culpable; vio la perpetuidad de ese sacrificio en la Eucaristía hasta el fin de los tiempos; vislumbró toda la secuencia de sacerdotes de la Nueva Alianza cuyo sacerdocio debería encontrar su fuente en el sacerdocio principal de su Hijo.

   Todo eso dependía entonces de su dócil y amorosa aceptación; todo eso lo quiso María al asociarse a los designios de Dios. La ordenación de Cristo sólo se realizó cuando María hubo dado su consentimiento; sólo después de pronunciar Ella su «fiat», la unción divina se derramó sobre la naturaleza humana creada en ese mismo instante por el Espíritu Santo para unirla hipostáticamente a la persona del Hijo único del Padre.

   De este modo, por un nuevo título, el Sacerdocio de Cristo depende de Ella; y por consiguiente, también el sacerdocio católico, que se deriva totalmente del Sacerdocio de Cristo, encuentra su origen en el «fiat» de la Madre de Dios.


Así pues, Ella, la Mediadora de todas las gracias, se reserva para sí la gracia selecta de las vocaciones sacerdotales; Ella es la que elige cuidadosamente a los candidatos sobre los que ha de recaer el privilegio de ser los sacerdotes de su Hijo; de su consentimiento depende que lleguen a la ordenación quienes son revestidos del sacerdocio. ¡Qué motivo para ellos de profundo agradecimiento a la Madre de Dios! ¡Qué confianza en el amor de preferencia que la Santísima Virgen tiene hacia ellos!



3º La Santísima Virgen preparó el Sujeto de la ordenación, Cristo Jesús.


No quedan ahí las cosas, sino que además la Santísima Virgen aportó el sujeto de la ordenación. Ya que de Ella tomó el Verbo esta humanidad en la cual se derramó, para impregnarla sustancialmente, el óleo de la divinidad. El Dios hecho hombre es Sacerdote según la carne, y esta carne santísima la recibió El de la Virgen María.

   Otras madres pueden alegrarse de haber dado sacerdotes a la Iglesia, pero estos hijos no los han engendrado como sacerdotes; el carácter sacerdotal sobrevino después, de manera adventicia, a la naturaleza que recibieron de sus madres. Al contrario, la Virgen María no es la Madre de un Hijo que luego fue hecho sacerdote, independientemente de Ella, después de su nacimiento; sino que Ella engendró a Jesús en su condición misma de Sacerdote. Gracias a María, el hombre nacido de ella recibió, por su unión a la divinidad, poderes extraordinarios, exclusivos de Dios: el poder de perdonar los pecados, el poder de enseñar las verdades sobrenaturales recibidas del Padre, el poder de redimir y santificar a las almas.


Lo mismo que la Santísima Virgen hizo con Nuestro Señor, lo hace con todos los sacerdotes de su Hijo. Después de haber elegido cuidadosamente a los candidatos en los que Jesús debe ser configurado mediante el carácter sacerdotal, ella los engendra a este sacerdocio; Ella los reviste, por así decir, de los poderes divinos exclusivos de su Hijo; Ella los forma, los adiestra, los acompaña en su actividad sacerdotal. Siempre encontrará el sacerdote junto a él a esta su Madre querida, siendo su Asociada siempre fiel en la obra de la redención de las almas, como lo había sido ya con su Hijo Jesús.



4º La Santísima Virgen preparó la Víctima de la ordenación.


   Finalmente, debe decirse que María no sólo formó al sujeto de la divina ordenación, sino también a la víctima de ese sacerdocio. En efecto, para ser víctima hay que tener algo que ofrecer, que sacrificar, que inmolar. Jesucristo recibió de María ese algo que ofrecer, a saber, su misma naturaleza humana, su cuerpo y su sangre, capaz de sufrir y de morir, capaz por lo tanto de ser destruida e inmolada en honor de Dios, para adorar la divina Majestad, expiar los pecados, agradecer los bienes divinos e impetrar las gracias de Dios. Esta era la única Hostia capaz de aplacar a la justicia divina. Y por eso Jesucristo comenzó su sacrificio, es decir, comenzó a ser víctima, en el seno de María.

   De este modo, la Santísima Virgen no sólo fue el templo de la ordenación sacerdotal de Cristo, sino también el altar donde ese mismo Cristo empezó a inmolarse: «Al entrar en el mundo, Cristo dice: Sacrificios y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije: Heme aquí presente. En el comienzo del libro está escrito de mí; quiero hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb. 10 5-8).


Esta misma hostia, proporcionada por la Virgen, es la que se ofreció en el Cenáculo y en la Cruz, en la acción suprema de la inmolación, y cuya oblación se renueva cada día en nuestros altares por el ministerio de los sacerdotes. Por eso los Santos Padres aclaman a María como «el tallo glorioso de que brotó nuestra Eucaristía».

También por eso la Iglesia nos hace cantar que la hostia eucarística nos ha sido dada por María: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine: Salve, cuerpo verdadero, nacido de la Virgen María».

Por idénticas razones, le corresponde a la Santísima Virgen formar y adiestrar a los sacerdotes católicos a su victimado, a la inmolación de su propio sacerdocio, a esa ciencia tan sublime de la Cruz: lo que Ella fue para Jesús, lo sigue siendo para el sacerdote de Jesús.



Conclusión.


   Se ve entonces qué lazos estrechos vinculan al sacerdote con María. Ya que Ella fue el santuario donde se celebró la ordenación del gran Pontífice, fuente de todo sacerdocio; ya que Dios hizo depender de su consentimiento este sacrificio inefable; ya que, en fin, Ella proporcionó el sujeto de la ordenación y la hostia santa del sacrificio, hay que decir que el sacerdocio católico es esencialmente dependiente de María; que encuentra sus orígenes en María; y que, por consiguiente, Ella es llamada merecidamente Madre del Sacerdocio y Reina del Clero.

   Por eso mismo, todo sacerdote católico, para conformarse al plan divino y hacer fecundo para las almas el poder que ha recibido, debe recurrir a María Santísima, y hacer depender de Ella su sacerdocio. Si quiere ser fiel a la gracia de su vocación, la devoción a la Santísima Virgen no ha de ser para él tan sólo un episodio en la obra de su santificación, sino que ha de ser la forma misma de su vida espiritual. De esta misma devoción a María debe esperar, de parte de la Santísima Virgen, dos importantísimas gracias:

La primera es la gracia de morar siempre en ese templo interior que es el Corazón de María. Ahí fue ordenado sacerdote; esa es y debe seguir siendo su atmósfera propia. En el interior de María ha de aprender a recogerse, refugiarse y perderse, para llegar a ser un auténtico sacerdote.

La segunda es la gracia de seguir beneficiándose de los cuidados maternos de María, para que Ella, con su colaboración efectiva, prosiga en su alma la obra de formación sacerdotal. A Ella debe acudir para pedir al Señor las disposiciones interiores, verdaderamente sacerdotales, que lo hagan asemejarse cada vez más a Jesucristo Sacerdote.




   Rueguen instantemente las almas piadosas a la Madre del Sacerdocio, para que derrame abundantemente las gracias de vocación sobre las nuevas generaciones; para que Ella suscite sacerdotes fervorosos, firmes en la doctrina de la fe, devorados por el celo de la caridad, dispuestos a ofrecerse cada día en holocausto en unión con Cristo, víctima eucarística; y para que en cada joven clérigo Ella prepare con cuidado materno el sujeto de la ordenación, como lo hizo con Jesucristo.


Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentor
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.

sábado, 22 de septiembre de 2018

Las Siete Excelencias de la Sotana




Congregación del Clero.

   Es verdad que  “el hábito no hace al monje” pero también es verdad que lo ayuda, y mucho más, en los tiempos posmodernos en que vivimos, en los cuales, se ha perdido profundamente el sentido de lo religioso, hasta tal grado que, ver un sacerdote con sotana, llama la atención –y en el peor de los casos- incita a la persecución. La sotana, como decía el padre Meinvielle, es una bandera, y podemos aventurarnos a decir que es más que una bandera, es la vestimenta que separa del mundo a quién se ha consagrado a Dios, y es quien le recuerda su deber como religioso. Además, no sólo protege al monje, sino que da un testimonio a quienes lo vean portándola.

Las Siete Excelencias de la Sotana.

Estudio que la Congregación del Clero ha publicado (29/07/2009), en «Annus Sacerdotalis», página oficial del Año Sacerdotal 2009-2010.


1º – La sotana es el recuerdo constante del sacerdote.

Ciertamente que, una vez recibido el orden sacerdotal, no se olvida fácilmente. Pero nunca viene mal un recordatorio: algo visible, un símbolo constante, un despertador sin ruido, una señal o bandera. El que va de paisano es uno de tantos, el que va con sotana, no. Es un sacerdote y él es el primer persuadido. No puede permanecer neutral, el traje lo delata. O se hace un mártir o un traidor, si llega el caso. Lo que no puede es quedar en el anonimato, como un cualquiera. Y luego… ¡Tanto hablar de compromiso! No hay compromiso cuando exteriormente nada dice lo que se es. Cuando se desprecia el uniforme, se desprecia la categoría o clase que éste representa.



2º – La sotana facilita la presencia de lo sobrenatural en el mundo.

No cabe duda que los símbolos nos rodean por todas partes: señales, banderas, insignias, uniformes… Uno de los que más influjo produce es el uniforme. Un policía, un guardián, no hace falta que actúe, detenga, ponga multas, etc. Su simple presencia influye en los demás: conforta, da seguridad, irrita o pone nervioso, según sean las intenciones y conducta de los ciudadanos.

Una sotana siempre suscita algo en los que nos rodean. Despierta el sentido de lo sobrenatural. No hace falta predicar, ni siquiera abrir los labios. Al que está a bien con Dios le da ánimo, al que tiene enredada la conciencia le avisa, al que vive apartado de Dios le produce remordimiento.

Las relaciones del alma con Dios no son exclusivas del templo. Mucha, muchísima gente no pisa la Iglesia. Para estas personas, ¿qué mejor forma de llevarles el mensaje de Cristo que dejándoles ver a un sacerdote consagrado vistiendo su sotana? Los fieles han levantado lamentaciones sobre la desacralización y sus devastadores efectos. Los modernistas claman contra el supuesto triunfalismo, se quitan los hábitos, rechazan la corona pontificia, las tradiciones de siempre y después se quejan de seminarios vacíos; de falta de vocaciones. Apagan el fuego y luego se quejan de frío. No hay que dudarlo: la desotanización lleva a la desacralización.



3º – La sotana es de gran utilidad para los fieles.

El sacerdote lo es no sólo cuando está en el templo administrando los sacramentos, sino las veinticuatro horas del día. El sacerdocio no es una profesión, con un horario marcado: es una vida, una entrega total y sin reservas a Dios. El pueblo de Dios tiene derecho a que lo asista el sacerdote. Esto se les facilita si pueden reconocer al sacerdote de entre las demás personas, si éste lleva un signo externo. El que desea trabajar como sacerdote de Cristo debe poder ser identificado como tal para el beneficio de los fieles y el mejor desempeño de su misión.



4º – La sotana sirve para preservar de muchos peligros.

¡A cuántas cosas se atreverán los clérigos y religiosos si no fuera por el hábito! Esta advertencia, que era sólo teórica cuando la escribía el ejemplar religioso P. Eduardo F. Regatillo, S. I., es demasiadas veces una terrible realidad.

Primero, fueron cosas de poco bulto: entrar en bares, sitios de recreo, alternar con seglares, pero poco a poco se ha ido cada vez a más.

Los modernistas quieren hacernos creer que la sotana es un obstáculo para que el mensaje de Cristo entre en el mundo. Pero al suprimirla, han desaparecido las credenciales y el mismo mensaje. De tal modo que ya algunos piensan que al primero que hay que salvar es al mismo sacerdote que se despojó de la sotana supuestamente para salvar a otros.

Hay que reconocer que la sotana fortalece la vocación y disminuye las ocasiones de pecar para el que la viste y los que lo rodean. De los miles que han abandonado el sacerdocio después del Concilio Vaticano II, prácticamente ninguno abandonó la sotana el día antes de irse: lo habían hecho ya mucho antes. 



5º – La sotana supone una ayuda desinteresada a los demás.

El pueblo cristiano ve en el sacerdote el hombre de Dios que no busca su bien particular sino el de sus feligreses. La gente abre de par en par las puertas del corazón para escuchar al padre que es común del pobre y del poderoso. Las puertas de las oficinas y de los despachos por altos que sean se abren ante las sotanas y los hábitos religiosos. ¿Quién le niega a una monjita el pan que pide para sus pobres o sus ancianitos? Todo esto viene tradicionalmente unido a unos hábitos. Este prestigio de la sotana se ha ido acumulando a base de tiempo, de sacrificios, de abnegación. Y ahora, ¿se desprenden de ella como si se tratara de un estorbo? 



6º – La sotana impone la moderación en el vestir.

La Iglesia preservó siempre a sus sacerdotes del vicio de aparentar más de lo que se es y de la ostentación dándoles un hábito sencillo en que no caben los lujos. La sotana es de una pieza (desde el cuello hasta los pies), de un color (negro) y de una forma (túnica). Los armiños y ornamentos ricos se dejan para el templo, pues esas distinciones no adornan a la persona sino al ministro de Dios para que dé realce a las ceremonias sagradas de la Iglesia.

Pero, vistiendo de paisano, le acosa al sacerdote la vanidad como a cualquier mortal: las marcas, calidades de telas, de tejidos, colores, etc. Ya no está todo tapado y justificado por el humilde sayal. Al ponerse al nivel del mundo, éste lo zarandeará, a merced de sus gustos y caprichos. Habrá de ir con la moda y su voz ya no se dejará oír como la del que clamaba en el desierto cubierto por el palio del profeta tejido con pelos de camello.



7º – La sotana es ejemplo de obediencia al espíritu y legislación de la Iglesia.

Como uno que comparte el Santo Sacerdocio de Cristo, el sacerdote debe ser ejemplo de la humildad, la obediencia y la abnegación del Salvador. La sotana le ayuda a practicar la pobreza, la humildad en el vestuario, la obediencia a la disciplina de la Iglesia y el desprecio a las cosas del mundo. Vistiendo la sotana, difícilmente se olvidará el sacerdote de su papel importante y su misión sagrada o confundirá su traje y su vida con la del mundo.

Estas siete excelencias de la sotana podrán ser aumentadas con otras que le vengan a la mente a usted. Pero, sean las que sean, la sotana por siempre será el símbolo inconfundible del sacerdocio, porque así la Iglesia, en su inmensa sabiduría, lo dispuso y ha dado maravillosos frutos a través de los siglos.


Nota:

Conviene recordar: Muchos sacerdotes y religiosos mártires han pagado con su sangre el odio a la fe y a la Iglesia desatado en las terribles persecuciones religiosas de los últimos siglos. Muchos fueron asesinados sencillamente por vestir la sotana. El sacerdote que viste su sotana es para todos un modelo de coherencia con los ideales que profesa, a la vez que honra el cargo que ocupa en la sociedad cristiana.
Si bien es cierto que el hábito no hace al monje, también es cierto que el monje viste hábito y lo viste con honor. ¿Qué podemos pensar del militar que desprecia su uniforme? ¡Lo mismo que del cura que desprecia su sotana!