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lunes, 28 de diciembre de 2020

MEDITACIONES DE ADVIENTO—NAVIDAD: LOS SANTOS INOCENTES, MÁRTIRES. —28 de diciembre.


 


CUATRO UTILIDADES DEL NACIMIENTO DE CRISTO

 

 

   Un niño nos ha nacido para que imitemos su pureza y su humildad; para que nos conmovamos por su amabilidad, para que tengamos con- fianza en su mansedumbre.

 

 

   1º) Nos ha nacido este niño en el sacramento de la pureza. Por lo cual dice San Mateo (1, 21): Porque él salvará a su pueblo. Y San Bernardo: “He aquí a Cristo, que realiza la purificación de los delitos, he aquí que viene a purificar nuestra miseria.” Y San Agustín: “¡Oh infancia bienaventurada, por la cual fue reparada la vida de nuestra especie! ¡Oh lloriqueos gratísimos y deleitables, por los cuales escapamos al crujir de los dientes y a los llantos eternos! ¡Oh felices pañales, por los cuales han sido limpiadas las sordideces de nuestros pecados!”

 

 

   2º) Nos ha nacido para ejemplo de humildad. Por eso dice San Bernardo: “Pongamos empeño en hacernos como este niño; aprendamos de él, que es manso y humilde de corazón, pues no sin motivo Dios, que es tan grande, se ha hecho niño pequeñito. Por lo cual es impudencia intolerable que, habiéndose anonadado la majestad, se hincha y se engría el gusanillo.”

 

 

   3º) Nos ha nacido para acrecentamiento de la caridad: Fuego viene a poner en la tierra (Lc 12, 49). Y añade San Bernardo: “El Señor grande y digno de toda alabanza se ha hecho niño y amable. Un niño, dice, ha nacido. Porque él es todo amable para nosotros; él es padre, hermano, señor, servidor, recompensa y ejemplo.” Y en otro lugar: “Cuanto menor se hizo en la humanidad, tanto mayor se mostró en la bondad. Cuanto mayor bondad nos ofreció, tanto más enciende nuestro amor.”

 

 

   4º) Ha nacido para consuelo de nuestra esperanza y seguridad. Por eso dice el Apóstol: Lleguemos confiadamente al trono de la gracia, esto es, a Cristo, en el cual reina la gracia, a fin de alcanzar misericordia, es decir, perdón de los pecados precedentes, y de hallar gracia para ser socorridos a tiempo conveniente (Hebr 4, 16). Y San Agustín exclama: “Oh día dulcísimo del nacimiento de Cristo, en el cual los mismos infieles se mueven a compunción, y el pecador se siente conmovido por la misericordia, el arrepentido espera el perdón, el cautivo no desespera de la libertad, y el herido espera el remedio. En este día nace el Cordero que quita los pecados del mundo; en su nacimiento se goza más dulcemente el que tiene la conciencia tranquila, y teme más profundamente el que la tiene mala; el que es bueno pide más amorosamente; el pecador suplica devotísimamente; dulce día y verdaderamente dulce para los penitentes, día que trae consigo el perdón. Os prometo, hijitos, y estoy seguro de que, si alguno se arrepintiere de corazón en este día, y no volviere otra vez al vómito del pecado, se le dará todo lo que pidiere.”

 

 

 

(De Humanitate Christi)

 

  

 

Santo Tomás de Aquino.

 


sábado, 26 de diciembre de 2020

MEDITACIÓN II: Jesús nace niño.


 

 

   Considera como la primera señal que dio el Ángel a los pastores para hallar al Mesías recién nacido, fue la de encontrarle en forma de niño: Invenietis infantem pannis involutum (Luc. II, 12).

 

 

   La pequeñez de los niños es un grande atractivo de amor; pero un atractivo mucho mayor debe ser para nosotros la pequeñez de Jesús, que, siendo un Dios inmenso, se ha hecho chiquito por nuestro amor, como dice san Agustín (22 In Joan.). Adán compareció sobre la tierra en edad perfecta; mas el Verbo eterno quiso manifestarse infante, para atraerse de esta manera con mayor fuerza de amor nuestros corazones. Jesús no viene al mundo para infundir terror, sino para ser amado; y por eso en su primera aparición quiere hacerse ver tierno y pobre niño. «Mi Señor es grande, y digno en gran manera de ser loado», decía san Bernardo (Serm. XLVII in Cant.); pero viéndole después el Santo hecho pequeñito en el establo de Belén, añadía exclamando con ternura: Chiquito es el Señor, y por ello muy digno de ser amado. ¡Ah! y quien considere con fe a un Dios niño llorar, y dar vagidos sobre la paja en una gruta, ¿cómo es posible que no le ame, y no invite a todos a amarle, como invitaba san Francisco de Asís diciendo: Amemos al Niño de Belén: amemos al Niño de Belén? ÉL es infantito, no habla, sí que solo gime; pero ¡oh Dios! que aquellos gemidos son voces todas de amor, con las que nos convida a amarle, y nos pide el corazón. Considero por otra parte que los niños se atraen los afectos también, porque se reputan inocentes, aunque nazcan manchados de la culpa original. Mas Jesús nace niño inocente, santo, sin mancha alguna. Mi amado, decía la sagrada Esposa, es todo rubicundo por el amor y cándido por la inocencia, puro de toda culpa, elegido entre miles: Dilectus meus candidus et rubicundus, electus ex millibus (Cant. V, 10). Solo en este Niño halló el eterno Padre sus delicias, porque, como dice san Gregorio, solamente en este no halló culpa. Consolémonos, pues, nosotros miserables pecadores, porque este divino Infante ha venido del cielo a comunicarnos esta su inocencia por medio de su pasión. Los méritos suyos, si nosotros supiésemos estimarlos, pueden mudarnos de pecadores en santos e inocentes; pongamos en ellos nuestra confianza, pidamos por los mismos al eterno Padre siempre la gracia, y lo alcanzaremos todo.

 

 

Afectos y súplicas.

 

 

   Eterno Padre, yo miserable pecador, reo del infierno, no tengo qué ofreceros en satisfacción de mis pecados; os ofrezco, pues, las lágrimas, las penas, la sangre, la muerte de este niño que es vuestro Hijo, y por él os suplico piedad. Si yo no tuviese este Hijo que ofreceros, sería perdido, no tendríais más que esperar de mí; pero Vos para esto me lo habéis dado, a fin de que ofreciéndoos los méritos suyos espere mi salvación. ¡Señor! grande ha sido mi ingratitud; pero es más grande vuestra misericordia. ¿Y qué mayor misericordia podía esperar, que tener de Vos en don a vuestro mismo Hijo, por mi Redentor y por víctima de mis pecados? Por amor, pues, de Jesucristo perdonadme todas las ofensas que os he hecho; de las cuales me arrepiento con todo el corazón, por haber ofendido a Vos, bondad infinita. Y por amor de Jesucristo os pido la santa perseverancia. ¡Ah! mi Dios, si yo os volviese a ofender, después que me habéis esperado con tanta paciencia, me habéis socorrido con tantas luces y me habéis perdonado con tanto amor, ¿no merecería un infierno a propósito para mí? ¡Ah! Padre mío, no me abandonéis. Yo tiemblo al pensar en las traiciones que os he hecho: ¿cuántas veces he prometido amaros, y después os he dado las espaldas? ¡Ah! mi Creador, no permitáis que tenga yo que llorar la desgracia de verme nuevamente privado de vuestra amistad. No permitáis que me separe de Vos, no permitáis que me separe de Vos. Lo repito y quiero repetirlo hasta el último aliento de mi vida; y Vos dadme la gracia para siempre de repetiros esta misma súplica: Ne me permitías separan a te. Jesús mío, mí amado niño, encadenadme con vuestro amor. Os amo, y quiero siempre amaros. No permitáis que yo tenga que separarme más de vuestro amor.

 

 

   Amo también a Vos, Madre mía; amadme asimismo Vos. Y sí me amáis, esta es la gracia que me habéis de alcanzar, que ya no deje más de amar a Dios.

 

 

 

 

MEDITACIONES PARA TODOS LOS DÍAS DE ADVIENTO.

 

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

OBISPO, DOCTOR DE LA IGLESIA.


MEDITACIÓN I: Del Nacimiento de Jesús.


 

   El nacimiento de Jesucristo trajo una alegría general a todo el mundo. Él fue aquel Redentor deseado por tantos años y con tantos suspiros; que por esto fue llamado el Deseado de las gentes, y el deseo de los collados eternos. Hele; ya ha venido, y ha nacido en una pequeña cueva. Aquel gozo grande, que el Ángel anunció a los pastores, hoy lo anuncia también a nosotros, y nos dice: Ecce evangelizo vobis gaudium magnum, gozo que será para todo el pueblo; porque hoy os es nacido el Salvador del mundo. ¡Qué gran fiesta se hace en un reino cuando nace al monarca su primogénito! Pues, mayor fiesta debemos hacer nosotros, viendo nacido al Hijo de Dios que ha venido del cielo a visitarnos, movido de las entrañas de su misericordia. Nosotros estábamos perdidos, y he aquí que él ha venido a salvarnos: el Pastor ha venido a salvar sus ovejuelas de la muerte, dando su vida por amor de ellas. El Cordero de Dios ha venido a sacrificarse por alcanzarnos la divina gracia, y para hacerse nuestro libertador, nuestra vida, nuestra luz, y aun nuestro alimento en el santísimo Sacramento. Dice san Agustín, que por eso Jesucristo al nacer quiso ser puesto en el pesebre donde hallaban pasto los animales; para darnos a entender, que él se hizo hombre a fin de hacerse él mismo nuestra comida para la eternidad. Jesús, en efecto, nace todos los días en el Sacramento por medio del sacerdote y de la consagración. El altar es el pesebre, y allí vamos nosotros a alimentarnos de sus carnes. Alguno habrá que desee tener el santo Niño en los brazos, como le tuvo el santo viejo Simeón; pues cuando comulgamos nos enseña la fe que no solo en los brazos, sí que dentro de nuestro pecho está aquel mismo Jesús que estuvo en el pesebre de Belén; para esto él ha nacido, para darse todo a nosotros: Parvulus natus est nobis, et Filius datus est nobis.

 

 

 

Afectos y súplicas.

 

 

   Señor, yo soy la oveja que, por andar tras de mis placeres y caprichos, me he perdido miserablemente; mas Vos, o Pastor y juntamente Cordero divino; sois aquel que habéis, venido del cielo a salvarme, sacrificándoos cual víctima sobre la cruz en satisfacción de mis pecados. Si yo, pues, quiero enmendarme, ¿qué debo temer? ¿Por qué no debo confiarlo todo de Vos, mi Salvador, que habéis nacido de intento para salvarme? ¿Qué mayor señal de misericordia podíais darme, o dulce Redentor mío, para inspirarme confianza, que daros Vos mismo? Yo os he hecho llorar en el establo de Belén; pero si Vos habéis venido a buscarme, yo me arrojo confiado a vuestros pies; y aunque os vea afligido y envilecido en ese pesebre, reclinado sobre la paja, os reconozco por mi Rey y Soberano. Oigo ya esos vuestros dulces vagidos, queme convidan a amaros, y me piden el corazón.

 

 

   Aquí le tenéis, Jesús mío. Hoy lo presento a vuestros pies; mudadlo, inflamadlo Vos, que a este fin habéis venido al mundo, para inflamar los corazones con el fuego de vuestro santo amor. Oigo también que desde ese pesebre me decís: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Y yo respondo: ¡Ah Jesús mío! y si no amo a Vos, que sois mi Dios y Señor, ¿a quién he de amar? No, amado Señor mío, yo todo me entrego a Vos, y os amo con todo el corazón. Yo os amo, yo os amo, yo os amo. ¡Oh sumo bien, oh único amor de mi alma! Ea, aceptadme por vuestro en este día, y no permitáis que haya de dejar de amaros.

 

 

   Reina mía, María, os pido por aquel consuelo que tuvisteis la primera vez que mirasteis nacido a vuestro hijo, y le distéis los primeros abrazos, intercedáis con él, para que me acepte por hijo, y me encadene para siempre con el don de su santo amor.

 

 

MEDITACIONES PARA TODOS LOS DÍAS DE ADVIENTO.

 

SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

OBISPO, DOCTOR DE LA IGLESIA.


viernes, 18 de diciembre de 2020

EXPECTACIÓN DEL PARTO DE LA SANTÍSIMA VIRGEN.


 

Nuestra Señora de la Expectación.

 

 

Esperar al Señor que ha de venir es el tema principal del santo tiempo de Adviento que precede a la gran fiesta de Navidad. La liturgia de este período está llena de deseos de la venida del Salvador y recoge los sentimientos de expectación, que empezaron en el momento mismo de la caída de nuestros primeros padres. En aquella ocasión Dios anunció la venida de un Salvador. La humanidad estuvo desde entonces pendiente de esta promesa y adquiere este tema tal importancia que la concreción religiosa del pueblo de Israel se reduce en uno de sus puntos principales a esta espera del Señor. Esperaban los patriarcas, los profetas, los reyes y los justos, todas las almas buenas del Antiguo Testamento. De este ambiente de expectación toma la Iglesia las expresiones anhelantes, vivas y adecuadas para la preparación del misterio de la “nueva Natividad” del salvador Jesús.

 

En el punto culminante de esta expectación se halla la Santísima Virgen María. Todas aquellas esperanzas culminan en Ella, la que fue elegida entre todas las mujeres para formar en su seno el verdadero Hijo de Dios.

 

Sobre Ella se ciernen los vaticinios antiguos, en concreto los de Isaías; Ella es la que, como nadie, prepara los caminos del Señor.

 

Invócala sin cesar la Iglesia en el devotísimo tiempo de Adviento, auténtico mes de María, ya que por Ella hemos de recibir a Cristo.

 

Con una profunda y delicada visión de estas verdades y del ambiente del susodicho período litúrgico, los padres del décimo concilio de Toledo (656) instituyeron la fiesta que se llamó muy pronto de la Expectación del Parto, y que debía celebrarse ocho días antes de la solemnidad natalicia de nuestro Redentor, o sea el 18 de diciembre.

 

La razón de su institución la dan los padres del concilio: no todos los años se puede celebrar con el esplendor conveniente la Anunciación de la Santísima Virgen, al coincidir con el tiempo de Cuaresma o la solemnidad pascual, en cuyos días no siempre tienen cabida las fiestas de santos ni es conveniente celebrar un misterio que dice relación con el comienzo de nuestra salvación. Por esto, “Speciáli constitutióne sáncitur, ut ante octávum diem, quo natus est Dóminus, Genitrícis quóque ejus dies habeátur celebérrimus, et præclárus” (Se establece por especial decreto que el día octavo antes de la Natividad del Señor se tenga dicho día como celebérrimo y preclaro en honor de su santísima Madre).

 

En este decreto se alude a la celebración de tal fiesta en “muchas otras Iglesias lejanas” y se ordena que se retenga esta costumbre; aunque, para conformarse con la Iglesia romana, se celebrará también la fiesta del 25 de marzo. De hecho, fue en España una de las fiestas más solemnes, y consta que de Toledo pasó a muchas otras iglesias, tanto de la Península como de fuera de ella. Fue llamada también “día de Santa María”, y, como hoy, de “Nuestra Señora de la O”, por empezar en la víspera de esta fiesta las grandes antífonas de la O en las Vísperas.

 

Además de los padres que estuvieron presentes en el décimo concilio de Toledo, en especial del entonces obispo de aquella sede, San Eugenio III, intervino en su expansión —y también a él se debe el título concreto de Expectación del Parto— aquel otro gran prelado de la misma sede San Ildefonso, que tanto se distinguió por su amor a la Señora.

 

La fiesta de hoy tenía en los antiguos breviarios y misales su rezo y misa propios. Los textos del oficio, de rito doble mayor, tienen, además de su sabor mariano, el carácter peculiar del tiempo de Adviento, a base de las profecías de Isaías y de otros textos apropiados como los himnos. Nuestro Misal conserva todavía para la presente fecha una misa, toda a base de textos del Adviento. Es un resumen del ardiente suspiro de María, del pueblo de Israel, de la Iglesia y del alma por el Mesías que ha de venir. Sus textos —casi coinciden con la misa del miércoles de las témporas de Adviento, y todavía más con la misa votiva de la Virgen, propia de este período—son de Isaías (introito, epístola y comunión) y del evangelio de la Anunciación. Las oraciones son las propias de la Virgen en el tiempo de Adviento.

 

Precisamente en la víspera de este día dan comienzo las antífonas mayores de la O, llamadas así, por empezar todas ellas con antífonas mayores del Magnificat: O Sapientia, O Adonai, O Emmanuel..., veni!

 


ROMUALDO Mª DÍAZ CARBONELL OSB.

 

 





 

ORACIÓN

 

 

   Oh Dios, que quisisteis por el anuncio del Ángel que vuestro Verbo se hiciera carne en el seno de la bienaventurada Virgen María, concedednos os suplicamos, que cuantos la creemos verdaderamente como Madre de Dios, podamos ser socorridos por su intercesión ante Vos. Por el mismo J. C. N. S. Amén.

 

 


lunes, 7 de diciembre de 2020

PÍO IX, BULA INEFFABILIS DEUS. LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA.


 


   Al definir, en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción, el Papa Pío IX hizo brillar con nuevo y definitivo lustre todos los demás privilegios de María Santísima. En efecto, la Inmaculada Concepción confiere, por así decir, una sublime santidad a todos los misterios de María. Así como Cristo debía ser el Santo de Dios (Lc. 1, 35), y este su carácter de Santo hace que todos sus misterios sean santos y fuentes de santidad, del mismo modo también la Santísima Virgen, destinada en los planes de Dios a ser la Madre del Verbo encarnado y su colaboradora oficial en la obra de la Redención, debía ser Santa, y esta su santidad hace que, a su vez, todos sus misterios se vean bañados en la luz de la más excelsa pureza.

 

 

   Según esto, la Inmaculada Concepción implica una doble santidad en María:

 

• una negativa, que es la que define formalmente el Papa Pío IX;

• y otra positiva, de la que la Inmaculada Concepción es inseparable, y a la que claramente alude el Papa Pío IX en su bula de la definición dogmática.

 

 




 

1º Santidad negativa de María, o exención del pecado original y de sus consecuencias.

 

 

   La santidad negativa de María consiste en la ausencia total del pecado original y de sus consecuencias inseparables. Esta santidad la proclama el Papa Pío IX múltiples veces, antes de definirla como dogma de fe.

 

 

En efecto, afirma el Papa que María Santísima se vio absolutamente libre por siempre de toda mancha de pecado (nº 1); que fue enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original (nº 2); que no estuvo jamás sujeta a la maldición, más fue hecha partícipe, juntamente con su Hijo, de la perpetua bendición (nº 18); que fue tierra absolutamente intacta, virginal, sin mancha, inmaculada, siempre bendita, y libre de toda mancha de pecado…; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás carcomió el gusano del pecado (nº 21); y que salió ilesa de los igníferos dardos del Maligno (ib.). Es más, usando el lenguaje mismo de los Santos Padres, no duda el inmortal Pontífice en encomiar a la Virgen Santísima llamándola inmaculada, y bajo todos los conceptos inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha y bajo todos los aspectos incontaminada, santa y muy ajena a toda culpa, toda pura, toda inviolada, y como el ideal de pureza e inocencia (nº 24). Y para poner un broche de oro a esta verdad, el Papa la define, por pedido de toda la Iglesia, como dogma de fe: Con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y con la Nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios, y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles (nº 30).

 

 

   En virtud, pues, de este privilegio, María nunca vio su alma empañada con el pecado original. Como en ella la raíz era inmaculada, inmaculados debían de ser también el tronco, las ramas, las hojas, las flores, y sobre todo los frutos: No puede el árbol bueno producir frutos malos, ni el árbol malo producirlos buenos, había dicho ya el Maestro. Aplicando esta sentencia a María, hay que decir que, suprimido en ella el pecado original por privilegio singular, no pudo tampoco incurrir en ninguna de sus consecuencias, a saber, en pecado mortal o venial ninguno, ni de malicia ni de fragilidad.

 

 

Según esto, podemos formarnos una primera idea del alma de María: un entendimiento iluminado con las luces más puras; una voluntad recta, en todo conforme con la de Dios; una libertad más perfecta que la de los ángeles y de Adán en el estado de inocencia, de la que hizo continuamente un uso excelente; nada de ignorancia ni de concupiscencia, que son los dos mayores males de la naturaleza humana y la fuente de todos los demás; por lo tanto, pasiones siempre ordenadas, que colaboraron siempre con la razón y con la gracia; una carne tan pura, tan santa, que mereció ser un día la carne del Hombre Dios; ninguna mala inclinación, ningún hábito vicioso por dentro, ninguna tentación por fuera; un extremado horror a todo mal, aun el más leve; un sacrificio absoluto a sus voluntades, un olvido total de sí misma: tales fueron las primeras líneas de la santidad negativa de María Santísima, ya desde su misma Concepción.

 

 


 

2º Santidad positiva de María Inmaculada, o plenitud de gracia.

 

 

   Si la santidad positiva de la Inmaculada Concepción, o plenitud de gracia, no está claramente comprendida en la definición del dogma, puede deducirse directamente del texto de la Bula de Pío IX, que expresa netamente la creencia universal de la Iglesia católica.

 

 

Afirma el Papa: Desde el principio y antes de los tiempos eligió y destinó para su unigénito Hijo una Madre, de la cual se hiciese hombre y naciese en la dichosa plenitud de los tiempos. Y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en Ella sola se complació con señaladísima benevolencia. Por eso, muy por encima de todos los espíritus angélicos y de la universalidad de los santos, la colmó de la abundancia de todos los favores celestiales, sacada del tesoro de la divinidad, y ello de manera tan admirable, que, absolutamente libre por siempre de toda mancha de pecado, y toda hermosa y perfecta, gozase de tal plenitud de inocencia y santidad, que no se puede concebir en modo alguno otra mayor después de Dios, y nadie puede imaginar fuera de Dios (nº 1).

 

 

   Para no poder concebir mayor inocencia y santidad después de Dios, es necesario que la Santísima Virgen gozara, no sólo de la inmunidad de pecado, sino de una santidad eminente en gracia y en virtudes, acompañada necesariamente de la perfecta integridad de la naturaleza. Por lo mismo, el texto citado prueba la santidad positiva de María.

 

 

   Prosiguiendo con la comparación comenzada, hemos de decir que la raíz en María no sólo era inmaculada, sino positivamente santa; y si santa era la raíz, santos habían de ser los frutos. Esto es, no sólo no pudo haber en María malas obras, sino que todo en ella debió ser santo: todas sus acciones, palabras, pensamientos, intenciones y afectos debieron verse siempre revestidos de la más elevada santidad. Y nótese que no fue la gracia de María como la de los niños recién bautizados: Ella la recibió en plenitud, de modo que no se puede imaginar después de Dios otra santidad mayor que la de María. Ni fue como la gracia del mismo Adán en su justicia original: Ella fue confirmada en esa gracia.

 

 

   De todo esto sigue dando testimonio la Bula de definición de la Inmaculada Concepción, que en varios de sus pasajes afirma que el privilegio de la santidad negativa fue acompañado de la más eximia santidad positiva:

 

 

Era convenientísimo que tan venerable Madre brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad (nº 2); y también: Con este singular y solemne saludo [del Ángel], jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu (nº 18); y también: La gloriosísima Virgen, en quien hizo cosas grandes el Poderoso, brilló con tal abundancia de todos los dones celestiales, con tal plenitud de gracia y con tal inocencia, que resultó como un inefable milagro de Dios (nº 19).

 

 


 


3º La doble santidad de María Inmaculada se ordenaba a su divina Maternidad.

 

 

   Pero hay más. Esta Concepción Inmaculada, esta plenitud total de la gracia, era un requisito para el gran privilegio de la Maternidad divina. Así lo enseña claramente el Papa Pío IX en su Bula dogmática:

 

 

Era, por cierto, convenientísimo que tan venerable Madre brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad [santidad positiva] y que reportase un total triunfo de la antigua serpiente, siendo enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original [santidad negativa];

        pues a Ella Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama como a Sí mismo, después de engendrarlo en su seno igual a Sí, de tal manera que el Hijo común de Dios Padre y de la Virgen fuese naturalmente uno solo y el mismo;

puesto que a Ella el mismo Hijo en persona determinó convertirla sustancialmente en su Madre;

y porque de Ella el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien El mismo procede (nº 2).

 

 

   Según esto, a tres se podrían resumir los argumentos con que los autores solían probar la conveniencia de la Inmaculada Concepción y santidad de María en orden a su divina Maternidad.

 

 

El primero considera la persona de Dios Padre. Ya que Dios Padre y María Virgen tienen en común a un mismo Hijo, era sumamente conveniente que el seno de María, donde el Verbo debía nacer en el tiempo, fuese un fidelísimo reflejo del seno del Padre, donde el Verbo es engendrado desde toda la eternidad.

 

 

El segundo considera la persona de Dios Hijo. Por la maternidad divina, María Santísima se convertía en el Templo de Dios, de manera infinitamente más perfecta que el templo material del Antiguo Testamento; ahora bien, Jesucristo no tuvo menos celo por esta Casa que David por el templo material, respecto del cual decía: Señor, he amado la gloria de tu casa, y del lugar de vuestra morada (Sal. 25). Además, siendo Jesucristo el único hombre que pudo crearse una Madre a su gusto, o poco respeto le habría tenido a Ella, dejándola en el pecado común del género humano cuando podría haberla librado de él y embellecido y adornado con todas sus gracias, o habría tenido menos sentido de las conveniencias que nosotros, que esto no hubiésemos hecho.

 

 

El tercero considera la persona del Espíritu Santo. Puesto que todas las operaciones de este divino Espíritu son siempre santísimas, ¿cómo podría, al realizar su obra maestra por excelencia, la Encarnación del Verbo, dejar de santificar totalmente la carne de que debía ser formado el cuerpo santísimo de Cristo? Y como redunda en el Hijo el honor y alabanza dirigidos a la Madre (nº 29), de haber dejado con mancha al Tabernáculo de que debía salir el Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo no habría glorificado plenamente al Hijo, según aquella palabra de Nuestro Señor: El Espíritu Santo me glorificará (Jn 16, 14).

 

 


 

Conclusión.

 

 

   Por su Inmaculada Concepción, la Santísima Virgen pasa a ser –en expresión de San Luis María– el verdadero Paraíso terrenal del nuevo Adán, del que el antiguo paraíso terrenal no fue más que la figura. Y por eso:

 

 

Hay en este Paraíso terrenal riquezas, hermosuras, rarezas y dulzuras inexplicables, que el nuevo Adán, Jesucristo, ha depositado en él… Este santísimo lugar está compuesto de tierra virgen e inmaculada, de la que ha sido formado y alimentado el nuevo Adán, sin mancha ni suciedad alguna, por la operación del Espíritu Santo que allí habita. En este Paraíso terrenal está verdaderamente el árbol de la vida que ha producido a Jesucristo, el fruto de la vida… En este lugar divino hay árboles plantados por la mano de Dios y regados con su divina unción, que han producido y producen todos los días frutos de gusto divino; hay jardines esmaltados con hermosas y diferentes flores de las virtudes, que despiden una fragancia que aromatiza hasta a los ángeles. Hay en este lugar verdes praderas de esperanza, torres inexpugnables de fortaleza, encantadoras mansiones de confianza… Hay en este lugar un aire puro e incontaminado; un hermoso día, de la humanidad santa, sin noche; un hermoso sol, de la Divinidad, sin sombras; un horno ardiente y continuo de caridad, donde todo el hierro que se echa es abrasado y transformado en oro; hay un río de humildad que brota de la tierra, y que, dividiéndose en cuatro brazos, que son las cuatro virtudes cardinales, riega todo este lugar de embeleso (Verdadera Devoción, nº 261).

 

 

 

Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.