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miércoles, 17 de julio de 2019

CONFESIÓN.




Divinidad De la confesión.

El día de la resurrección, Jesucristo se presentó en medio de sus discípulos y les dijo: La paz sea con vosotros. Y les, repitió: La paz sea con vosotros. Así como mi Padre me envió, así os envió yo también a Vosotros. Y después que hubo pronunciado estas palabras, alentó hacia ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; quedan perdonados los pecados a aquellos a quienes los perdonáreís; y quedan retenidos a los que se los retuviereis.


Cuenta S. Mateo que Jesucristo dijo a sus discípulos: Os empeño mi palabra, que todo lo que atáreis sobre la tierra, será ese mismo atado en el cielo; y todo lo que desatáreis sobre la tierra, será eso mismo desatado en el cielo.

De aquí se infiere que para perdonar o retener los pecados, para; atar o desatar las conciencias, es necesario conocer las fallas que se han cometido. Y ¿cómo conocerlas sin la confesión? ....
Las palabras formales de Jesucristo establecen la confesión del modo más claro y más evidente; esta, por consiguiente, es divina....

Por esto S. Pablo, escribiendo a los de Corinto, les dice: Dios nos ha confiado el ministerio de la reconciliación:(II, 18). Y él es el que nos ha encargado a nosotros el predicar la reconciliación: (II. Cor., 19).


Si la confesión no reconociera una fundación divina, nadie se confesaría. El uso de la confesión prueba la divinidad de su origen La confesión es un dogma católico fundado en palabras precisas de Jesucristo: es la creencia de toda la Iglesia, de todos los siglos, de todos los Padres, de todos los Concilios, de todos los Teólogos y de todos los Santos......

Hasta el mismo famoso Voltaire dice: La confesión es una institución divina que sólo ha tenido principio en la misericordia infinita de su Autor; la obligación de arrepentirse se remonta al día en que el hombre fué culpable; mas, para manifestar arrepentimiento, es preciso empezar por declarar los pecados.



“TESOROS”
DE
CORNELIO Á LÀPIDE.



domingo, 7 de julio de 2019

DE LAS DISPOSICIONES NECESARIAS PARA ENTRAR EN RELIGIÓN—Por San Alfonso María de Ligorio.




   El que se siente llamado por Dios a una religión observante (y digo observante, porque mejor sería permanecer en el mundo que entrar en una Orden relajada) no debe olvidar que el fin e instituto de toda religión observante es seguir de cerca, y en cuanto lo consienta nuestra flaqueza, las huellas y ejemplos de la vida sacrosanta de Jesucristo, el cual llevo en el mundo vida de mortificación y desprendimiento, cargada de trabajos y desprecios. Por consiguiente, el que se decide a entrar en una religión observante es menester que también se determine a padecer y negarse a sí mismo en todas las cosas, como lo declara el mismo Jesucristo a los que quieren entrar a su servicio: Si alguno quiere venir en pos de mí, dice, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga (Mt. 16, 24). El que desee entrar en religión debe estar persuadido de que ha de padecer y sufrir mucho, porque de lo contrario se expone, una vez en religión, a dejarse vencer de la tentación cuando sienta caer sobre sus hombros todo el peso de la vida pobre y mortificada que se lleva en el claustro.

   Muchos hay que, al entrar en una religión observante, no se acuerdan de buscar en ella la paz de la conciencia y la santidad de vida, y solo se detienen pensando en las ventajas de la vida común, como la soledad, el descanso, el alejamiento y desembarazo de los parientes, al verse libre de los pleitos y otros cuidados, y, finalmente, de no tener que preocuparse de la casa, del alimento y de los vestidos.

   Sin duda que el religioso debe estar muy agradecido a su instituto, porque se libra de mil cuidados y le proporciona tantos medios de servir a Dios con mucha paz y perfección, suministrándole innumerables medios de adelantar cada dia en la virtud, como son los buenos ejemplos que recibe de sus hermanos de religión, los avisos de los Superiores, que se desvelan por su espiritual aprovechamiento, y los ejercicios espirituales, tan a propósito para alcanzar la salvación.

   Todo es muy cierto; pero, esto, no obstante, si se quiere no perder tantos provechos y ventajas, hay que abrazarse generosamente con todos los trabajos y padecimientos inherentes a la vida religiosa; y el que no los acepta con amor y generosidad, se verá privado de aquella paz y pleno contento que Dios tiene reservados para los que por complacerlo se vencen y mortifican. Al que venciere, dice, le daré a gustar el maná escondido. (Apocalipsis, 2, 17). Porque la paz que Dios da a gustar a sus leales servidores esta oculta a las miradas de las gentes del mundo, y por eso, al ver la vida mortificada que llevan, lejos de envidiar su suerte les tienen lástima y los llaman desventurados, por no encontrar placer en la vida. “Estos tales, dice SAN BERNARDO, ven la cruz, pero no ven el óleo que suaviza su peso; ven que los siervos de Dios se mortifican, pero no aciertan a comprender los gustos y contentos con que el Señor los regala”.

   No hay duda de que padecen las almas que se dedican a la piedad; pero también es cierto que, como dice SANTA TERESA, “cuando uno se determina a padecer, está acabado el trabajo”. Abrazándose con ellas, las mismas penas se convierten en francas alegrías. Cierto dia dijo el Señor a Santa Brigada: “Has de saber, hija mía, que mis caudales y tesoros están cercados de espinas; basta determinarse a soportar las primeras punzadas, para que todo se trueque en dulzuras”. Y ¿Quién acertará a comprender, sino el que las prueba, las inefables delicias que Dios da a gozar a sus escogidos en la oración, en la comunión, en la soledad? ¿Quién podrá rastrear las luces interiores, los grandes incendios de amor, los tiernos abrazos, la paz de la conciencia y los gustos anticipados del cielo que da el Señor a las almas, sus amantes?

   “Vale más, dice SANTA TERESA, una gota de celestial consuelo que un mar de alegrías y placeres mundanos”. Nuestro Dios, que por naturaleza es agradecido, aun en este valle de lágrimas sabe dar a gustar por anticipado algo de las dulzuras de la gloria a los que padecen por complacerlo, que de esta suerte se cumplen aquellas palabras de David: Qui fingis laborem in precepto. Al darnos a la vida interior nos exige el Señor que estemos dispuestos a soportar toda suerte de angustias, de trabajos y hasta la misma muerte, y al parecer solo nos convida con fatigas y sinsabores, y en realidad no es así, porque basta entregarse del todo a Dios para que la vida espiritual traiga consigo al alma aquella paz que, como dice San Pablo, sobrepuja a todo encarecimiento (Fil. 4, 7), y que vence a la que el mundo puede brindar a los mundanos. Y la experiencia atestigua que los religiosos viven más felices en sus pobres celdas que los monarcas en sus regias moradas. Gustad y ved, dice el Salmista, cuan suave es el Señor. (Sal. 33, 9). El que no lo experimente no lo acertara a comprender.

   Con todo, hay que convencerse de que no gozará jamás de paz verdadera el que al entrar en religión no se determina a padecer y a vencerse en todo lo que contraría a la naturaleza. Al que venciere, dice el Señor, le daré a gustar maná escondido. El que desee entrar en una religión observante no gozara de paz verdadera si no está determinado a vencerse en todo, a purificar su corazón de todas sus malas inclinaciones y a desear lo que Dios quiere y como Dios lo quiere.

   Por consiguiente, debe desprenderse de todo, y señaladamente de cuatro cosas:

1ª, de las comodidades;

2ª, de los parientes;

3ª, de su propia estima; y

4ª, de su propia voluntad.


LA VOCACIÓN RELIGIOSA”
“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.

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