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domingo, 30 de septiembre de 2018

LUCHA CONTRA LA CARNE O MORTIFICACIÓN CRISTIANA.




La tercera causa de pecado, la carne, es el más peligroso de nuestros tres enemigos, ya que el mundo y el demonio son, en definitiva, enemigos externos, de cuyos asaltos podemos resguardarnos más fácilmente; mientras que la carne es un enemigo interno, que siempre llevamos con nosotros, y que nos tiene declarada una guerra sin cuartel. Para combatirla, acudiremos al ejercicio de la mortificación cristiana.



1º Naturaleza de la mortificación.


   Llamamos mortificación cristiana al conjunto de virtudes o disposiciones que tienden a reprimir y hacer morir, tanto como sea posible, lo que en nosotros mismos es causa de pecado, es decir, la carne o viejo hombre. Se aplica a hacer morir a la naturaleza, no en lo que tiene de bueno, y que es obra de Dios, sino en lo que tiene de viciado y de desordenado, y que es consecuencia del pecado original.

   El fin de la mortificación es permitir en nosotros el crecimiento y pleno desarrollo del hombre nuevo. Por eso es, en realidad, una vivificación. «No morimos sino para vivir; todo el cristianismo y toda la perfección se resumen a esta muerte y a esta vida» (PADRE CHAMINADE). Morimos a una vida inferior, la vida de la naturaleza viciada, para vivir una vida superior, la vida divina de Cristo. Renunciamos a la triple concupiscencia, esto es, a las riquezas perecederas, a los goces envenenados de los sentidos, a las vanas grandezas de este mundo, para alcanzar en la unión eterna con Dios el único bien verdadero, la única verdadera dicha, la única verdadera grandeza.


2º Clases de mortificación.


   Como el hombre está compuesto de cuerpo y alma, el campo de la mortificación es doble:
ejercida sobre el cuerpo y los sentidos, la mortificación se llama exterior;
y ejercida sobre el alma y sus facultades, la mortificación se llama interior.


La mortificación interior es la más importante:

porque se ejerce inmediatamente sobre la PARTE MÁS NOBLE de nuestro ser, el alma, para purificarla del pecado y permitirle una mayor unión con Dios, su último fin;
y porque la mortificación interior es el PRINCIPIO de la mortificación exterior: sin ella, la mortificación exterior sería un formalismo farisaico, sin valor a los ojos de Dios y sin mérito para el alma.



Sin embargo, aunque menos importante, la mortificación exterior es absolutamente necesaria:

porque es la CONDICIÓN PRIMERA de la mortificación interior: quien no comienza por dominar el cuerpo y los sentidos, no logrará nunca dominar el alma y sus facultades, ya que las impresiones exteriores, que nos vienen por los sentidos, son las que alimentan la imaginación, despiertan y excitan las pasiones, disipan la mente y solicitan la voluntad al mal;
y porque la mortificación exterior es el COMPLEMENTO NECESARIO de la mortificación interior: ésta, para ser perfecta, debe extenderse al exterior, pues todo desorden del alma tiende a traducirse exteriormente, y debe ser reprimido hasta en su manifestación exterior.


De ahí se sigue que las dos formas de mortificación son inseparables: deben sostenerse y completarse mutuamente.


3º Obligación de la mortificación.


   La mortificación se impone a nosotros como una ley fundamental a título de hombres y de cristianos.


1º A título de hombres. Sólo es verdaderamente hombre el que lleva una vida naturalmente honesta y conforme a la recta razón. Ahora bien, es imposible llevar una vida honesta según la recta razón si, por medio de esfuerzos incesantes, y a veces heroicos, no reprimimos los instintos perversos de nuestra naturaleza viciada.

2º A título de cristianos. Cristianos, somos discípulos y miembros de Cristo; y por este doble título estamos obligados a la mortificación.

Discípulos de Jesucristo, debemos conformarnos con su doctrina: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, y sígame» (Mt. 16 24); «si el grano de trigo, después de echado en tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. Quien ama su vida la perderá; mas el que aborrece su vida en este mundo, la conserva para la vida eterna» (Jn. 12 24-25). Lo que Jesucristo promete a sus discípulos en esta vida no es la paz, sino LA ESPADA, símbolo de una lucha incesante; no son las diversiones, sino LA CRUZ, símbolo de todo lo que inmola más dolorosamente la naturaleza: «No penséis que Yo haya venido a traer la paz, sino la espada… Quien no carga con su cruz y me sigue, no es digno de Mí» (Mt. 10 34 y 38).

SAN PABLO formula la misma ley fundamental: «Los que son de Cristo tienen crucificada su propia carne con sus vicios y concupiscencias» (Gal. 5 24); «los que viven según la carne no pueden agradar a Dios… Si viviereis según la carne, moriréis; más si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8 8 y 13); «castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, habiendo predicado a los demás, venga yo a ser reprobado» (I Cor. 9 27).



Miembros de Jesucristo, debemos imitar su ejemplo. En Jesús, la naturaleza humana era de una rectitud perfectísima; y así, no pudiendo practicar la mortificación como nosotros, bajo forma de represión del viejo hombre, la practicó, para servirnos de modelo, bajo forma de renuncia a todas las satisfacciones de la vida presente, abrazando voluntariamente una vida llena de pobreza, sufrimientos y humillaciones. Caminando tras sus huellas, a nosotros nos toca ahora, según la expresión de San Pablo, continuar y acabar por nuestra parte su sacrificio en la cruz, y lo que falta a sus padecimientos (Col. 1 24): Jesucristo, no pudiendo ya sufrir ni merecer en su cuerpo natural, que está en la gloria, se complace en sufrir y merecer cada día en cada uno de los miembros de su cuerpo místico.


4º Excelencia de la mortificación.


   Desde el punto de vista negativo, la mortificación es el gran remedio contra el pecado y sus consecuencias; y desde el punto de vista positivo, es una condición fundamental para alcanzar la santidad.


1º La mortificación nos cura del pecado y de sus consecuencias. En efecto, todo pecado conlleva una triple consecuencia, al que la mortificación viene a poner remedio:
deja en nuestra alma una mancha que la afea a los ojos de Dios; ahora bien, la mortificación, bajo forma de penitencia, borra esa mancha por la virtud de la Sangre de Jesucristo;
tiende a fortalecer una mala inclinación del viejo hombre; ahora bien, la mortificación constituye una reacción saludable contra esta desviación, imponiéndose una pena en aquello en que antes se buscó un placer desordenado;
acrecienta nuestras deudas, que debemos pagar en esta vida o en la otra; ahora bien, toda mortificación ofrece a Dios una reparación por el gozo culpable buscado en el pecado.


2º La mortificación preserva del pecado en el futuro. Pues el ejercicio asiduo de la mortificación somete la carne al espíritu, nos asegura un imperio cada vez mayor sobre nuestras malas inclinaciones, y nos hace más fácil la victoria en el momento de la tentación. El soldado que no deja de ejercitarse en tiempo de paz podrá afrontar con éxito la lucha en tiempo de guerra.


3º La mortificación es una condición indispensable de progreso en santidad. La razón es que nuestros progresos en santidad son resultado de dos factores: la gracia de Dios y nuestra buena voluntad. Ahora bien:
por una parte, la voluntad se forja sobre todo mediante la mortificación, activa y pasiva;
y, por otra parte, los actos de mortificación, considerados como sacrificios o actos de religión por excelencia, tienen gran poder sobre el Corazón de Dios y constituyen el medio más eficaz para alcanzar de Él todas las gracias de santificación, como las Sagradas Escrituras y la experiencia lo demuestran.



5º Medios para cultivar el espíritu de mortificación.


   El espíritu de mortificación o de sacrificio es ante todo, como toda virtud sobrenatural, obra de la gracia; por eso hay que sacarlo cada día de su verdadera fuente, el Corazón de Jesús, por la intercesión de María, mediante la oración. Al mismo tiempo es necesario colaborar con la gracia de Dios, multiplicando los actos de mortificación. Estos actos pueden ser de diversas clases:

1º Mortificaciones queridas por Dios, o mortificaciones del deber de estado: es todo lo que hay de penoso y crucificante en lo que Dios nos impone por sus mandamientos o los deberes de estado. Cumplirlos con puntualidad, exactitud, buen humor y espíritu sobrenatural es, sin lugar a dudas, la penitencia más agradable a Dios y la que más nos santifica.



2º Mortificaciones permitidas por Dios, o mortificaciones de providencia: son las que proceden de los acontecimientos, circunstancias y medio en que nos toca vivir, y que Dios permite para nuestro bien: enfermedades del cuerpo, tentaciones, sequedades, desolaciones y demás pruebas de la vida espiritual, la intemperie de las estaciones, las casas en que se reside, las personas con que se convive, los acontecimientos adversos, las aflicciones de todo tipo, vengan de donde vengan. Este tipo de mortificación es muy agradable a Dios, porque es totalmente conforme a su santísima voluntad. «Un golpe que viene de la mano de Dios vale más que mil penitencias voluntarias» (PADRE FABER).



3º Mortificaciones de libre elección, o mortificaciones voluntarias, que nos imponemos nosotros mismos por amor a Dios, con miras a dominar al viejo hombre o asociarnos al sacrificio de Jesús: ayunos, abstinencias, guarda de los sentidos. Son provechosas cuando hacemos uso de ellas con discreción, con el permiso del director espiritual, y a condición de que nos ayuden a ofrecer las que Dios nos envía por nuestro deber de estado o por su providencia.



   Pero el medio por excelencia para cultivar el espíritu de mortificación es alimentar un gran amor a Dios, ya que, según San Agustín, «donde se ama no se siente la pena, o si se la siente, esa misma pena es amada». Y es que, por una parte, el amor de Dios va siempre acompañado del odio a nosotros mismos: «Quien no aborrece su misma vida, no puede ser mi discípulo» (Lc. 14 26), esto es, no podemos amar a Dios de veras sin odiar al viejo hombre, que es, en nosotros, el enemigo mortal de Dios; y, por otra parte, cuando el amor de Dios es perfecto, llega hasta el amor de la cruz: «Padeciendo se aprende a amar», le decía Nuestro Señor a Santa Gema Galgani.



Llegaremos a amar las cruces por Dios si, mediante una fe viva, aprendemos a ver en ellas:

• la mano de Dios, que nos ofrece o impone esa cruz como testimonio del amor de predilección que nos tiene: así ha tratado El en este mundo a sus seres más queridos: Jesús, María, los Santos;
• el crucifijo, o Jesús crucificado: viéndolo sufrir tanto por amor nuestro, ¿cómo no sufriríamos de buen grado por amor a Él?;
• el Sagrario, o Jesús Hostia: por su presencia permanente y la comunión diaria, prolonga en nosotros su vida de víctima, y comunica a nuestras más pequeñas cruces del día el valor y fecundidad de su sacrificio del Calvario;
• María, nuestra Madre: así como Ella salió al encuentro de Jesús cargado con la cruz, así también sale al encuentro de cada uno de nosotros, no para descargarnos de la cruz, sino para consolarnos, sostenernos y acompañarnos hasta el término de nuestra subida penosa del Calvario, es decir, hasta el término de nuestra vida;
• el cielo: cuanto más hayamos sufrido en esta vida, con Jesús y María, por Dios y por las almas, más gozaremos con ellos en el cielo.




Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires


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