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jueves, 14 de abril de 2022

DE LA ORACIÓN DEL HUERTO. Por Fray Luis de Granada.


 

   Acabados los misterios de la cena y el sermón de sobremesa, dicen los Evangelistas que se fue el Salvador al huerto de Getsemaní a hacer oración antes de entrar en la conquista de su Pasión.

   Donde puedes primeramente considerar cómo acabada esta misteriosa cena, y con ella los sacrificios del Testamento viejo, y ordenados los del nuevo, abrió el Salvador la puerta a todos los dolores y martirios de su Pasión, para que todos ellos juntos estuviesen primero en su alma que atormentasen su cuerpo.

   Y así dicen los Evangelios que tomó consigo tres discípulos suyos de los más amados y comenzó a temer y angustiarse, y les dijo aquellas tan dolorosas palabras: «Triste está mi alma hasta la muerte»; esto es, llena de tristeza moral bastante a causar la muerte, si Él no reservara la vida para más largos trabajos. Y apartándose un poco de ellos, fuese a hacer oración; y la tercera vez que oró, padeció su bendita alma la mayor tristeza y agonía que jamás en el mundo se padeció.

   Testigos de esto fueron aquellas preciosas gotas de sangre que de todo su cuerpo corrían; porque una tan extraña manera de sudor, nunca visto en el mundo, declara haber sido ésta una de las mayores tristezas y agonías del mundo. Porque ¿quién jamás oyó ni leyó sudor de sangre que bastase a correr hilo a hilo hasta la tierra?

   Y pues este sudor exterior era indicio de la agonía interior en que estaba su alma, así como desde que el mundo es mundo nunca se vio tal sudor, así nunca se vio tal dolor. 




   Las causas de esto fueron muchas.

   Porque una fue la perfectísima aprehensión de todos los dolores y martirios que le estaban aparejados, los cuales fueron allí tan distintamente representados, que con esto fue interiormente, si decir se puede, azotado, escupido, abofeteado, coronado, reprobado y crucificado; y así con esto padeció en la parte afectiva de su alma grandísimos dolores, conforme a la representación de todas estas imágenes.

   Hubo también otra causa principal, que fue la grandeza del dolor que padeció con la representación y memoria de todos nuestros pecados.

   Porque como Él por su inmensa caridad se quiso ofrecer a satisfacer por ellos, era razón que antes de esta manifestación padeciese este tan gran dolor.

   Y para esto puso ante sus ojos todas las maldades y abominaciones del mundo, así las hechas como las que estaban por hacer, así las de los que se han de salvar como las de los que se han de condenar, y de todas recibió tan gran dolor cuán grande era su caridad y el celo que tenía de la honra de su Padre.

Por donde, así como no se puede estimar este celo y amor, así tampoco este dolor.

   Porque si David por esta causa dice que se deshacía y marchitaba cuando veía las ofensas de los hombres contra Dios, ¿qué haría Aquel que tanto mayor caridad tenía que David, y tanto mayores males veía que David, pues tenía ante Sí todos los pecados de todos los siglos presentes, pasados y venideros?

   Éstos eran aquellos toros y canes rabiosos que despedazaban su alma santísima, mucho más crueles que los que atormentaban su cuerpo; de quien Él decía en el Salmo: «Cercándome a muchos novillos, y toros bravos están al derredor de Mí». Ésta, pues, era una muy principal causa de este dolor.

   Otra era el pecado y perdición de aquel pueblo, que había de ser tan espantosamente castigado por aquel tan gran pecado, lo cual, sin duda, sintió el Señor mucho más que su misma muerte. Y éste era el cáliz que el bendito Señor rehusaba, según la exposición de San Jerónimo, cuando suplicaba al Padre que, si fuese posible, ordenase otro medio por donde el mundo fuese redimido, sin que aquel antiguo pueblo suyo cometiese tan gran maldad y se perdiese.

   Pues, así, estas como otras consideraciones semejantes afligieron tanto su bendita alma en aquella oración, que le hicieron sudar este tan extraordinario sudor.

   Pues ¡oh buen Jesús, oh benigno Señor!, ¿qué aflicción es esta tan grande? ¿Qué carga tan pesada? ¿Qué dolencia es esa que así os hace sudar gotas de sangre?



      La dolencia, Señor, es nuestra; mas vos tomáis el sudor de ella.

      La dolencia es toda nuestra; mas vos recibís las medicinas.

   Vos padecisteis la dieta que nuestra gula merecía cuando por nosotros ayunasteis.

   Vos recibisteis la sangría que nuestros males merecían cuando vuestra preciosa sangre derramasteis.

   Vos también tomasteis la purga que a nuestros regalos se debía cuando la hiel y vinagre bebisteis; Vos ahora tomáis el sudor cuando, puesto en esa mortal agonía, sudáis gotas de viva sangre.

   Pues ¿qué os daremos, Señor, por esta manera de remedio, tan costoso para el remediador y tan sin costa para el remediado?

   Mira, pues, ¡oh hombre!, cuánto es lo que debes a este Señor. Mira cuál está por ti en este paso cercado de tantas angustias, batallando y agonizando con la presencia de la muerte, yendo y viniendo de los discípulos al Padre y del Padre a los discípulos, y hallando en ambas partes todas las puertas de consolación cerradas.

   Porque el Padre no oía la oración que por parte de la inocentísima carne de Cristo se le hacía; los discípulos en este tiempo dormían; Judas y los Príncipes de los Sacerdotes, armados de furor y de envidia, velaban, y sobre todos estos desamparados era mayor aún el de Sí mismo, porque ni de la parte superior de su alma ni de la Divinidad recibía alguna consolación.

   De manera que a este amantísimo Hijo dio el Padre a beber el cáliz de la pasión puro, sin mezcla de alguna consolación; por donde vino a decir aquellas palabras del Salmo: «Por Mí, Señor, pasaron tus iras, y tus espantos me conturbaron».

   Y dice muy bien: pasaron y no permanecieron, porque no mereció Él la ira como pecador, sino como fiador y Salvador de pecadores. Pues ¡oh! Cordero inocentísimo, ¿quién puso sobre vuestros hombros esa tan pesada carga, que sólo imaginarla os hace sudar gotas de sangre?

   ¿Quién os ha herido, Señor? ¿Qué sangre es esa que está goteando de vuestro rostro? No veo ahora verdugos que os atormenten; no parecen aquí señales de azotes, ni de clavos, ni de espinas, ni de Cruz; entiendo, Señor, que vuestra caridad quiere ser la primera en sacaros sangre sin hierro y sin cuchillo; para que se entienda que ella es la que abre camino a todos los otros perseguidores.

   En este paso doloroso tienes, hermano, no sólo materia de compasión, sino también ejemplo de oración. Porque aquí primeramente nos enseña el Salvador a acudir a Dios en todas nuestras necesidades, como a Padre de misericordias, el cual muchas veces nos envía estos trabajos, por darnos motivo de acudir a Él en ellos y experimentar su Providencia paternal en nuestro remedio.

   Enséñanos también aquí a perseverar en la oración y no desistir luego de nuestra demanda, cuando no somos luego despachados a nuestra voluntad, sino que perseveremos en ella, como lo hizo este Señor, que tres veces repitió una misma oración, porque muchas veces lo que al principio se niega al fin se viene a conceder.

   También aquí nos enseña a orar por una parte con grande confianza, y, por otra, con grande obediencia y resignación en la voluntad de Dios. 



   La confianza nos muestra cuando dice Padre mío, que es la palabra de mayor ternura y confianza que puede ser, la cual ha de tener el que ora. Y la resignación nos descubre cuando dijo: «No se haga lo que Yo quiero, sino lo que Vos queréis».


miércoles, 13 de abril de 2022

DE LA INSTITUCIÓN DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO. Por Fray Luis de Granada.


 

   Entre todas las muestras de caridad que nuestro Salvador nos descubrió en este mundo, con mucha razón se cuenta por muy señalada la institución del Santísimo Sacramento. Por lo cual dice San Juan que, habiendo el Señor amado a los suyos que tenía en el mundo, esto es, a sus escogidos, en el fin de la vida señaladamente los amó, porque en este tiempo les hizo mayores beneficios y les descubrió mayores muestras de su amor.

   Pues para entendimiento de estas palabras, que son fundamento así de este misterio como de todos los demás que se siguen, conviene presuponer que ninguna lengua criada es bastante para declarar la grandeza del amor que Cristo tenía a su Eterno Padre, y consecuentemente a los hombres que Él le encomendó.

   Porque como las mercedes y beneficios que este Señor, en cuanto hombre, había recibido de este soberano Padre fuesen infinitas, y la gracia otrosí de su alma, de donde procede la caridad, fuere también infinita, de aquí es que el amor que a todo esto respondía era tan grande, que no hay entendimiento humano ni angélico que lo pueda comprender.

   Pues como sea propio del amor desear padecer trabajos por el amado, de aquí nace que también se puede comprender la grandeza del deseo que Cristo tenía de beber el cáliz de la muerte, y padecer trabajos por la gloria de Dios y por la salud de los hombres, que Él tanto deseaba por su amor.

   Pues este divino amor, que hasta este día estuvo como detenido y represado para que no hiciese todo lo que Él deseaba y podía hacer, este día le abrieron las puertas y le dieron licencia para que ordenase e hiciese todo cuanto quisiese por la gloria de Dios y por la salud de los hombres.

   Habida, pues, esta licencia, la primera cosa que hizo fue abrir la puerta a todos los dolores y tormentos de su Pasión, para que todos juntos envistiesen primero en su alma santísima con la aprehensión y representación de ellos y después en todo su sacratísimo cuerpo. Los cuales fueron tales, que la imaginación y representación de ellos bastó para hacerle sudar gotas de viva sangre.

   Este mismo le entregó luego en manos de pecadores y le ató a una columna, y le coronó con espinas, y le hizo llevar una Cruz a cuestas, y en ella misma le crucificó.

   Éste le hizo entregar sus manos para que las atasen, y sus mejillas para que las abofeteasen, y sus barbas para que las pelasen, y sus espaldas para que las azotasen, y sus pies y manos para que los enclavasen, y su costado precioso para que lo alanceasen, y, finalmente, todos sus miembros y sentidos para que por nuestra causa los atormentasen.

   Y de aquí se ha de tomar la medida de los trabajos de Cristo, no de la furia de sus enemigos, porque ésta no igualaba con su amor, ni de la muchedumbre de nuestros pecados, pues para éstos bastaba una sola gota de su sangre, sino de la grandeza de este amor.



   Mas ante todas estas cosas este mismo amor le hizo ordenar un Sacramento admirable, el cual por doquiera que le miréis está echando de sí llamas y rayos de amor.

   Por donde el que desea saber qué tan grande sea este amor, ponga los ojos en este divino Sacramento y considere los efectos y propósitos para que fue instituido, porque éstos le darán nuevas ciertas de la grandeza de la caridad que ardía en el pecho de donde este Sacramento procedió. Porque todos los indicios y señales que hay de verdadero y perfecto amor, en este divino Sacramento se hallan.

   Porque, primeramente, la principal señal y obra del verdadero amor es desear unirse y hacerse una cosa con lo que ama. De donde viene a ser que el que ama, todos los sentidos tiene en la cosa que ama: el entendimiento, la memoria, la voluntad, la imaginación, con todo lo demás. De suerte que el amor es una alienación y destierro de sí mismo, que nace de estar el hombre todo trasladado y transportado en el amado.

   Pues este tan principal efecto de amor nos mostró Cristo en este Sacramento; porque uno de los fines para que lo instituyó fue para incorporarnos y hacernos una cosa consigo, y por esto lo instituyó en especie de manjar, porque, así como del manjar y del que lo come se hace una misma cosa, así también de Cristo y del que dignamente lo recibe, como Él mismo lo significó diciendo: «El que come mi carne, y bebe mi sangre, él está en Mí, y Yo en él.»

   Lo cual se hace por la participación de un mismo espíritu que mora en ambos, que es como estar en ambos un mismo corazón y un alma; de donde se sigue una misma manera de vida y después una misma gloria, aunque en grados diferentes.

   Pues ¿qué cosa más para apreciar y estimar que ésta?

   La segunda señal y obra de verdadero amor es hacer bien a la persona amada y darle parte de cuanto tiene, después que le ha dado su corazón y a sí mismo.   Porque el verdadero amor nunca está ocioso: siempre obra y siempre trabaja por hacer bien a quien ama.

   Pues ¿qué mayores bienes, qué mayores dádivas que las que nos da Cristo en este Sacramento?

   Porque en él se nos da la misma carne y sangre de Cristo, y el fruto que con el sacrifico de esa misma sangre se ganó.
   De manera que aquí se nos da el panal juntamente con la miel, que es Cristo con sus merecimientos y trabajos, de que aquí nos hace participantes por virtud de este Sacramento, según la disposición y aparejo del que lo recibe.

   De donde, así como en tocando nuestra alma en la carne que desciende de Adán, cuando Dios la infunde y la cría, luego es hecha participante de todos los males y miserias de Adán; así, por el contrario, en tocando por medio de este Santísimo Sacramento dignamente en la carne de Cristo, se hace participante de todos los bienes y tesoros de Cristo.

   Por lo cual se llama este Sacramento Comunión, porque por él nos comunica Dios no solamente su preciosa carne y sangre, mas también su parte de todos los trabajos y méritos que con el sacrificio de esa carne y sangre se alcanzaron.

   La tercera señal y obra de amor es desear vivir en la memoria del amado y querer que siempre se acuerde de él; y para eso se dan los que se aman, cuando se apartan, algunos memoriales y prendas que despiertan esta memoria.

   Pues por esto ordenó también el Señor este Sacramento, para que en su ausencia fuese memorial de su sacratísima Pasión y de su Persona. Y así, acabándolo de instituir, dijo: «Cada vez que celebrares este misterio, celebradlo en memoria de Mí»; esto es, para acordaros de lo mucho que os amé, de lo mucho que os quise y de lo mucho que por vuestra causa padecí.






   Pues quien esta memoria con tales prendas

   Mas no se contenta el verdadero amor con sola la memoria, sino, sobre todo, pide retomo de amor; porque toda otra paga tiene por pequeña en comparación de ésa, y a veces llega este deseo a tanto, que viene a buscar maneras de bocados y artificios para causar este amor cuando entiende que no lo hay.

   Pues hasta aquí llegó el soberano amor de Dios; que deseando ser amado de nosotros, ordenó este misterioso bocado con tales palabras consagrado, que quien dignamente lo recibe luego es herido y tocado de este amor. Pues ¿qué cosa más admirable que ésta?

   La cuarta señal y obra de amor, cuando es tierno, es desear dar placer y contentamiento al que ama, y buscarle cosas acomodadas para esto, como hacen los padres a los hijos chiquitos, que les procuran y traen algunas cositas que sirvan para su gusto y recreación.

   Pues esto mismo hizo aquí este soberano amador de los hombres ordenando este Sacramento, cuyo efecto propio es dar una espiritual refección y consolación a las almas puras y limpias, las cuales reciben con él tan grande gusto y suavidad, que, como dice Santo Tomás, no hay lengua que lo pueda explicar.

   Y mira, ruégote, en qué tiempo se puso el Señor a aparejarnos este bocado de tanta suavidad, que fue la noche de su Pasión, cuando a Él se le estaban aparejando los mayores trabajos y dolores del mundo.

   De manera que cuando a Él se aparejaban los dolores, nos aparejaba Él estos sabores; cuando a Él se aparejaba la hiel, nos aparejaba Él esta miel; cuando para Él se ordenaban estos tormentos, nos ordenaba Él estos regalos, sin que la presencia de la muerte y de tantos trabajos como le estaban aguardando, fuesen parte para ocupar su corazón de tal manera que lo retrajese de hacernos este grande beneficio.

   Verdaderamente con mucha razón se dice que es fuerte el amor como la muerte, pues las muchas aguas, y los grandes ríos de pasiones y dolores, no bastaron no sólo para apagar, mas ni aun para oscurecer la llama de este divino amor.

   La última señal y obra de amor es desear la presencia del amado por no poder sufrir el tormento de su ausencia. Esto verá claro quien leyere los extremos que hacía la madre de Tobías por la ausencia de su hijo, y lo que hizo el Patriarca Jacob por la vista de José, pues a cabo de ciento y treinta años de edad partió con toda su casa y familia para Egipto, por ver, antes que muriese, con sus ojos, lo que tanto amaba su corazón.
   Porque la condición del verdadero amor es querer tener presente lo que ama y gozar siempre de su compañía. Pues por esta causa este divino amador instituyó este admirable Sacramento, en que realmente está Él mismo en sustancia, para que, estando este Sacramento en el mundo, se quedase Él también con nosotros en el mundo, aunque se partiese para el Cielo. Lo cual es manifiesto argumento de su amor y de lo que Él deseaba nuestra compañía, porque la grandeza de este amor no sufría esta ausencia tan larga.

   Y hacer Él esto con nosotros fue la mayor honra, el mayor provecho, el mayor consuelo y mayor remedio que nos pudiera quedar en este mundo, para que en Él tuviésemos en quien poner los ojos, a quien llamar en nuestras necesidades, a quien hablar cara a cara cuando nos fuese menester, cuya presencia despertase nuestra devoción, acrecentase más nuestra reverencia, esforzase más nuestra confianza y encendiese más nuestro amor.

   Engrandecía Moisés al pueblo de Israel diciendo que no había en el mundo nación tan grande, que tuviese dioses tan cerca de sí cuanto lo estaba nuestro Dios a todas nuestras oraciones. Si esto decía él aun antes de la institución de este divino Sacramento, ¿qué dijera ahora cuando en Él y por Él tenemos a Dios presente, que nos ve y le vemos, y con quien rostro a rostro platicamos?

   Verdaderamente mucho hizo el Señor en ordenar este Sacramento para que le recibiésemos dentro de nosotros; pero mucho hizo también en querer que le tuviésemos perpetuamente en nuestra compañía en los lugares sagrados.   Dichosos los cristianos que todos los días pueden visitar estos lugares y asistir a la presencia de este Señor, y hablar cara a cara con Él. Pero mucho más los Sacerdotes y Religiosos que moran en los templos, y día y noche pueden gozar de esta misma presencia y tratar familiarmente con Dios.



   ¿Ves, pues, cómo toda las señales y obras de perfecto amor concurren en este divino Sacramento, y todas en sumo grado de perfección? Por donde no queda lugar para dudar de la grandeza de este amor, pues con tantos y tan evidentes argumentos se nos declara. En lo cual conocerás que no es Dios menos grande en amar que en todas las otras obras suyas.

   Porque, así como es grande en galardonar, y en consolar, y en castigar, así también lo es en el amar. Pues ¿qué mayor tesoro, qué mayor consolación puede ser que ésta?

   Porque cierto es que, hablando en todo rigor, el mayor bien que nuestro Señor puede hacer a una criatura es amarla. Porque el amor dice los teólogos que es el primer don y la primera dádiva que se da, de la cual nacen todas las otras dádivas como arroyos de su fuente o como efectos de su causa.

   Pues siendo esto así, ¿qué mayor riqueza ni consolación pueden tener los siervos de Dios, que saber que de esta manera son amados de Dios? Porque dado caso que de esto no se puede tener evidencia si Dios no lo revelase, pero todavía se pueden tener grandes conjeturas, cuales las tienen los que perseveran mucho tiempo sin pecado mortal, y esto basta para recibir, con esta manera de noticia, grandísima consolación, y no sólo consolación, sino también grandísimos estímulos y motivos, así para amar a Dios como para esperar en Él.

   Porque si con ninguna cosa se enciende más un fuego que con otro fuego, ¿con qué se podrá más encender en nuestros corazones su amor que con tal fuego de amor?

   Y si ninguna cosa esfuerza más la confianza que saber que nos ama el que puede remediarnos, ¿cómo no tendremos confianza en quien nos tiene tan grande amor? ¿Qué negará el que a sí mismo se dio y el que tanto nos amó, pues la primera de las dádivas es el amor?

   Mas hay aun aquí otra cosa que declara mucho la grandeza de este amor. Porque ya que esta dádiva era tan grande, si la diera Él a quien la mereciera, o a quien la agradeciera, o a quien supiera aprovecharse dignamente de ella, no fuera tanto más darla a muchos que tan mal la conocen y tan poco la agradecen y tan mal se saben de ella aprovechar, esto es, de caridad y misericordia singular.

   Quisiste, Señor, declarar la grandeza de tu caridad al mundo y supístelo muy bien hacer, porque para esto buscaste una tan ingrata y tan indigna criatura como yo, para que tanto más resplandeciese la grandeza de tu gracia, cuanto más indigna era esta persona.

   Los pintores, cuando pintan una imagen blanca, suelen ponerla en un campo negro, para que salga mejor lo blanco par de lo prieto. Pues así Tú, Señor, usaste de esta tan maravillosa gracia con una tan indigna criatura como es el hombre, para que la indignidad de esta criatura descubriese más la grandeza de tu gracia.

   Pues, ¡oh Rey de gloria!, ¿qué tiene este hombre porque tanto le amas y tanto quieres ser amado de él? ¡Oh cosa de grande admiración! Si todo tu ser y gloria dependiera del hombre, así como toda la del hombre pende de Ti, ¿qué más hicieras de lo que hiciste para ser amado de él?

   Cosa es por cierto maravillosa que, estando toda mi salud, toda mi gloria y bienaventuranza en Ti, huya yo de Ti; y teniendo Tú tan poca necesidad de mí, hagas tanto por amor de mí.

   Ni es menos argumento de esta caridad la especie en que este Señor quiso quedar acá con nosotros, porque si en su propia forma quedara, quedara para ser venerado; mas quedando en forma de pan, queda para ser comido y venerado: para que con lo uno se ejercitase la fe y con lo otro la caridad.

   Y llamase pan de vida, porque es la misma vida en figura de pan; por eso esto otro pan poco a poco va dando vida a quien lo come, después de muchas digestiones; mas el que dignamente come este pan, en un momento recibe vida, porque come la misma vida.

   De manera que, si tienes horror de este manjar porque es vivo, allégate a él porque es pan; y si lo tienes en poco porque es pan estímalo mucho porque es vivo.


martes, 12 de abril de 2022

Del lavatorio de los pies. Por Fray Luis de Granada.


 

    El dejo con que el Salvador del mundo acabó la vida y se despidió de sus discípulos, antes que entrase en la conquista de su Pasión, fue lavarles Él mismo los pies con sus propias manos y ordenarles el Santísimo Sacramento del Altar y predicarles un sermón lleno de toda la suavidad, doctrina y consolación que podía ser.

   Porque tal gracia y tal despedida como esta pertenecía a la suavidad y caridad grandes de este Señor.

   Pues el primero de estos misterios escribe el Evangelista San Juan diciendo: «Que antes del día de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora en que había de pasar de este mundo al Padre, habiendo Él amado a los suyos que tenía en el mundo, en el fin señaladamente los amó.

   Y hecha la cena, como el demonio hubiese ya puesto en el corazón de Judas que le vendiese, sabiendo Él que todas las cosas había puesto el Padre en sus manos y que había venido de Dios, y volvía a Dios, se levantó de la cena y quitó sus vestiduras, y tomando un lienzo, se ciñó con él, y echó agua en un baño, y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y limpiarlos con el lienzo con que estaba ceñido.» Hasta aquí son palabras del Evangelista San Juan. 






   Pues como haya muchas cosas señaladas que considerar en este hecho tan notable, la primera que luego se nos ofrece es este ejemplo de humildad inestimable del Hijo de Dios, cuyas grandezas comenzó el Evangelista a contar al principio de este Evangelio, para que más claro se viese la grandeza de esta humildad, comparada con tan grande majestad.

   Como si dijera: Este Señor, que sabía todas las cosas; Este, que era Hijo de Dios y que de Él había venido y a Él se volvía; Éste, en cuyas manos el padre había puesto todas las cosas, el cielo, la tierra, el infierno, la vida, la muerte, los Ángeles, los hombres y los demonios, y, finalmente, todas las cosas; Éste, tan grande en la majestad, fue tan grande en la humildad que ni la grandeza de su poder le hizo despreciar este oficio, ni la presencia de la muerte olvidarse de este regalo, ni la alteza de su majestad dejar de abatirse a este tan humilde servicio, que es uno de los más bajos que suelen hacer los siervos. Y así como tal se desnudó y ciñó, y echó agua en una bacía, y Él con sus propias manos, con aquellas manos que criaron los cielos, con aquellas en que el Padre había puesto todas las cosas, comenzó a lavar los pies de unos pobres pescadores y (lo que más es) los pies del peor de todos los hombres: que eran los de aquel traidor que le tenía vendido.

   ¡Oh inmensa bondad! ¡Oh suprema caridad! ¡Oh humildad inefable del Hijo de Dios!

   ¿Quién no quedará atónito cuando vea al Criador del mundo, la gloria de los Ángeles, el Rey de los Cielos y el Señor de todo lo criado postrado a los pies de los pescadores, y más de Judas?

   No se contentó con bajar del Cielo y hacerse hombre, sino descendió más bajo, como dice el Apóstol, a deshacerse y humillarse de tal manera que, estando en forma de Dios, tomase no sólo forma de hombre, sino también de siervo, haciendo el oficio propio de los siervos.

   Se maravillaba el Fariseo que convidó a Cristo, de ver que se dejase tocar los pies de una mujer pecadora, pareciéndole ser esto cosa indigna de la dignidad de un Profeta.
   Pues si por tan indigna cosa tienes, oh Fariseo, que un Profeta deje tocar sus pies de una mujer pecadora, ¿qué hicieras si creyeras que este Señor era Dios y que con todo eso dejaba tocar sus pies de esa pecadora?

   Y si esto te pusiera grande admiración, dime, te ruego, ¿qué hicieras si, creyendo que este Señor era Dios, como lo era, vieras que no sólo dejaba tocar sus pies de pecadoras, sino que Él mismo, postrado en tierra, lavaba los pies de los pescadores?

   ¿Cuánto mayor es cosa Dios que un Profeta? ¿cuánto mayor lavar Él los pies ajenos que dejarse tocar los suyos propios?

   Pues ¿cuánto más atónito y pasmado quedaras si esto vieras y lo creyeras? Creo cierto que los mismos Ángeles quedaron espantados y maravillados de esta tan extraña humildad.

   «Quitóse, dice el Evangelista, las vestiduras», etc. ¡Oh ingratitud y miseria del linaje humano! Dios quita todos los impedimentos para servir al hombre; pues ¿por qué no los quitará el hombre para servir a Dios? Si el Cielo así se inclina a la tierra, ¿por qué no se inclinará la tierra al Cielo? Si el abismo de la misericordia así se inclina al de la miseria, ¿por qué no se inclinará el de la miseria al de la misma misericordia?

   Él mismo fue el que se ciñó y el que echó agua en el baño, y el que lavó los pies de los discípulos; para que por aquí entiendan los amadores de la virtud y los que tienen cargo de almas que no han de cometer a otros los oficios de piedad, sino ellos por sí mismos han de poner las manos en todo.   Porque si el hombre desea el galardón en sí, y no en otro, por sí mismo ha de hacer las obras de virtud y no por otro.

   Mira también cuán a propósito vino este acto cuando el Señor lo hizo. Porque comenzaron entonces los discípulos a disputar cuál de ellos era el mayor, la cual disputa habían ya otra vez tenido entre sí; y no se curó con la amonestación que el Señor entonces les hizo de palabra, y por esto acudió ahora a curarla con otra medicina más eficaz, que es con la obra, haciendo entre ellos y para ellos esta obra de tanta humildad, además de las que tenía hechas y de las que le quedaban por hacer.

   Porque sabía muy bien este Señor la necesidad que los hombres tienen de esta virtud y la repugnancia grande que por su parte hay para ella; y por esto acudió a curarla con esta tan fuerte medicina.

   Mas no sólo nos dejó aquí ejemplo de humildad, sino también de caridad; porque lavar los pies no sólo es servicio, sino también regalo, el cual hizo el Salvador a los pies de sus amigos víspera del día que habían de ser enclavados y lavados con sangre los suyos; para que veas cuán dura es la caridad para sí y cuán blanda para los otros.

   Pues este ejemplo de caridad y humildad deja el Señor en su testamento por manda a todos los suyos, encomendándoles en aquella hora postrimera que se tratasen ellos entre sí como Él los había tratado, y se hiciesen aquellos regalos y beneficios que Él entonces les había hecho.







   Pues ¿qué otra ley, qué otro mandamiento se pudiera esperar de aquel pecho tan lleno de caridad y misericordia, más propio que éste? ¿Qué otro mandamiento dejara un padre a la hora de su muerte a hijos que mucho amase, sino que se amasen ellos entre sí e hiciesen para consigo lo que Él hacía con ellos?

   Éste fue el mandamiento que el Santo José dio a sus hermanos cuando los envió a su padre, diciendo «No tengáis pasiones en el camino; caminad en paz y no os hagáis mal unos a otros».

   Mandamiento fue éste de verdadero hermano que de verdad amaba a sus hermanos y deseaba su bien.

   Pues para mostrar el Señor este mismo amor para con los hombres, pone aquí este mandamiento, que por excelencia se llama el mandamiento, en el cual nos mandó la cosa que más convenía para nuestra paz, para nuestro bien y para nuestro regalo; tanto, que si este mandamiento se guardase en el mundo, sin duda vivirían en él los hombres como en un paraíso.

   Donde advertirás también cuáles sean los mandamientos que nos manda   Dios nuestro Señor. Porque tales son y tan provechosos para los hombres que, si bien se considera, más debemos nos a Él por las cosas que nos manda que Él ha nos por la guarda de lo que manda, pues aun quitando, aparte del galardón del Cielo, ninguna cosa se nos podía mandar en este mundo que fuese más para nuestro provecho.