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domingo, 27 de enero de 2019

EL LIBERALISMO ES PECADO (II PARTE)




Felix Sardà y Salvany   



DE LA ESPECIAL GRAVEDAD DEL PECADO DEL LIBERALISMO.


   Enseña la teología católica que no todos los pecados graves son igualmente graves, aun dentro de su esencial condición que los distingue de los pecados veniales. 

   Hay grados en el pecado, aun dentro de la categoría de pecado mortal, como hay grados en la obra buena dentro de la categoría de obra buena y ajustada a la ley de Dios. Así el pecado directo contra Dios, como la blasfemia, es pecado mortal más grave de sí que el pecado directo contra el hombre, como es el robo. Ahora bien, a excepción del odio formal contra Dios y de la desesperación absoluta, que rarísimas veces se cometen por la criatura, como no sea en el infierno, los pecados más graves de todos son los pecados contra la fe. 

   La razón es evidente. La fe es el fundamento de todo orden sobrenatural; el pecado es pecado en cuanto ataca cualquiera de los puntos de este orden sobrenatural; es, pues, pecado máximo el que ataca el fundamento máximo de dicho orden. Un ejemplo lo aclarará. Se ocasiona una herida al árbol cortándole cualquiera de sus ramas; se le ocasiona herida mayor cuando es más importante la rama que se le destruye; se le ocasiona herida máxima o radical si se le corta por su tronco o raíz. 

   San Agustín, citado por Santo Tomás, hablando del pecado contra la fe, dice con fórmula incontestable: Hoc est peccatum quo tenentur cuncta peccata: “Pecado es éste en que se contienen todos los pecados”. 

   Y el mismo Ángel de las Escuelas discurre sobre este punto, como siempre, con su acostumbrada claridad. “Tanto, dice, es más grave un pecado, cuanto por él se separa más el hombre de Dios. Por el pecado contra la fe se separa lo más que puede de Él, pues se priva de su verdadero conocimiento; por donde, concluye el santo Doctor, el pecado contra la fe es el mayor que se conoce”.

   Pero es mayor todavía cuando el pecado contra la fe no es simplemente carencia culpable de esta virtud y conocimiento, sino que es negación y combate formal contra dogmas expresamente definidos por la revelación divina.

   Entonces el pecado contra la fe, de suyo gravísimo, adquiere una gravedad mayor, que constituye lo que se llama herejía. Incluye toda la malicia de la infidelidad, más la protesta expresa contra una enseñanza de la fe, o la protesta expresa a una enseñanza que por falsa y errónea es condenada por la misma fe. Añade al pecado gravísimo contra le fe la terquedad y contumacia en él, y una cierta orgullosa preferencia: la da razón propia sobre la razón de Dios. 

   De consiguiente, las doctrinas heréticas y las obras hereticales constituyen el pecado mayor de todos, a excepción de los arriba dichos, de los que, como ya dijimos, sólo son capaces por lo común el demonio y los condenados. De consiguiente, el Liberalismo, que es herejía, y las otras liberales, que son obras hereticales, son el pecado máximo que se conoce en el código de la ley cristiana. De consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita.

   No lo comprende así el moderno Naturalismo; pero siempre lo creyeron así las leyes de los Estados cristianos hasta el advenimiento de la presente era liberal, y sigue enseñándolo así la ley de la Iglesia, y sigue juzgando y condenando así al tribunal de Dios. Sí, la herejía y las obras hereticales son los peores pecados de todos, y por tanto el Liberalismo y los actos liberales son ex genere sue, el mal sobre todo mal. 


DE LOS DIFERENTES GRADOS QUE PUEDE HABER Y HAY DENTRO DE LA UNIDAD ESPECÍFICA DEL LIBERALISMO.

   El Liberalismo como sistema de doctrina puede apellidarse escuela; como organización de adeptos para difundirlas y propagarlas, secta; como agrupación de hombres dedicados a hacerlas prevalecer en la esfera del derecho público, partido. Pero, ya se considere al Liberalismo como escuela, como secta, ya como partido, ofrece dentro de su unidad lógica y específica varios grados o matices que conviene al teólogo cristiano estudiar y exponer. 

   Ante todo, conviene hacer notar que el Liberalismo es uno, es decir, constituye un organismo de errores perfecta y lógicamente encadenados, motivo por el cual se le llama sistema. En efecto, partiendo en él del principio fundamental de que el hombre y la sociedad son perfectamente autónomos o libres con absoluta independencia de todo otro criterio natural o sobrenatural que no sea el suyo propio, síguese por una perfecta ilación de consecuencias todo lo que en nombre de él proclama la demagogia más avanzada. 

La Revolución no tiene de grande sino su inflexible lógica. Hasta los actos más despóticos, que ejecuta en nombre de la libertad, y que a primera vista tachamos todos de monstruosas inconsecuencias, obedecen a una lógica altísima y superior. Porque reconociendo la sociedad por única ley social el criterio de los más, sin otra norma o regulador, ¿cómo puede negarse perfecto derecho al Estado para cometer cualquier atropello contra la Iglesia siempre y cuando, según aquel su único criterio social, sea conveniente cometerlo? 

   Admitido que los más son los que tienen siempre razón, queda admitida por ende como única ley la del más fuerte, y por tanto muy lógicamente se puede llegar hasta la última brutalidad. Mas a pesar de esta unidad lógica del sistema, los hombres no son lógicos siempre, y esto produce dentro de aquella unidad la más asombrosa variedad o gradación de tintas. Las doctrinas se derivan necesariamente y por su propia virtud unas de otras; pero los hombres al aplicarlas son por lo común ilógicos e inconsecuentes. Los hombres, llevando hasta sus últimas consecuencias sus principios, serían todos santos cuando sus principios fuesen buenos, y serían todos demonios del infierno cuando sus principios fuesen malos. 

   La inconsecuencia es la que hace, de los hombres buenos y de los malos, buenos a medias y malos no rematados. Aplicando estas observaciones al asunto presente del Liberalismo diremos: que liberales completos se encuentran relativamente pocos gracias a Dios; lo cual no obsta para que los más, aún sin haber llegado al último límite de depravación liberal, sean verdaderos liberales, es decir, verdaderos discípulos o partidarios o sectarios del Liberalismo, según que el Liberalismo se considere como escuela, secta o partido. 

   Examinemos estas variedades de la familia liberal. Hay liberales que aceptan los principios, pero rehúyen las consecuencias, a lo menos las más crudas y extremadas. Otros aceptan alguna que otra consecuencia o aplicación que les halaga, pero haciéndose los escrupulosos en aceptar radicalmente los principios. Quisieran unos el Liberalismo aplicado tan sólo a la enseñanza; otros a la economía civil; otros tan sólo a las formas políticas. Sólo los más avanzados predican su natural aplicación a todo y para todo. 

   Las atenuaciones y mutilaciones del credo liberal son tantas cuantos son los interesados por su aplicación perjudicados o favorecidos; pues generalmente existe el error de creer que el hombre piensa con la inteligencia, cuando lo usual es que piense con el corazón, y aun muchas veces con el estómago. 

   De aquí los diferentes partidos liberales que pregonan Liberalismo de tantos o cuantos grados, como expende el tabernero el aguardiente de tantos o cuantos grados, a gusto del consumidor. De aquí que no haya liberal para quien su vecino más avanzado no sea un brutal demagogo, o su vecino menos avanzado un furibundo reaccionario. Es asunto de escala alcohólica y nada más. Pero así los que mojigatamente bautizaron en Cádiz su Liberalismo con la invocación de la Santísima Trinidad, como los que en estos últimos tiempos le han puesto por emblema ¡Guerra a Dios! están dentro de tal escala liberal, y la prueba es que todos aceptan, y en caso apurado invocan, este común denominador. 

   El criterio liberal o independiente es uno en ellos, aunque sean en cada cual más o menos acentuadas las aplicaciones. ¿De qué depende esta mayor o menor acentuación? De los intereses muchas veces; del temperamento no pocas; de ciertos lastres de educación que impiden a unos tomar el paso precipitado que toman otros; de respetos humanos tal vez o de consideraciones de familia; de relaciones y amistades contraídas, etc., etc. Sin contar la táctica satánica que a veces aconseja al hombre no extremar una idea para no alarmar, y para lograr hacerla más viable y pasadera; lo cual, sin juicio temerario, se puede afirmar de ciertos liberales conservadores, en los cuales el conservador no suele ser más que la máscara o envoltura del franco demagogo. 

   Más en la generalidad de los liberales a medias, la caridad puede suponer cierta dosis de candor y de natural bonomía o bobería, que si no los hace del todo irresponsables, como diremos después, obliga no obstante a que se les tenga alguna compasión.

   Quedamos, pues, curioso lector, en que el Liberalismo es uno solo; pero liberales los hay, como sucede con el mal vino, de diferente color y sabor.



DEL LLAMADO LIBERALISMO CATÓLICO O CATOLICISMO LIBERAL.

   De todas las inconsecuencias y antinomias que se encuentran en las gradaciones medias del Liberalismo, la más repugnante de todas y la más odiosa es la que pretende nada menos que la unión del Liberalismo con el Catolicismo, para formar lo que se conoce en la historia de los modernos desvaríos con el nombre de Liberalismo católico o Catolicismo liberal. 

   Y no obstante han pagado tributo a este absurdo preclaras inteligencias y honradísimos corazones, que no podemos menos de creer bien intencionados. Ha tenido su época de moda y prestigio, que, gracias al cielo, va pasando o ha pasado ya. Nació este funesto error de un deseo exagerado de poner conciliación y paz entre doctrinas que forzosamente y por su propia esencia son inconciliables enemigas. 


   El Liberalismo es el dogma de la independencia absoluta de la razón individual y social;
   El  Catolicismo es el dogma de la sujeción absoluta de la razón individual y social a la ley de Dios.


   ¿Cómo conciliar el sí y el no de tan opuestas doctrinas? A los fundadores del Liberalismo católico pareció cosa fácil. Discurrieron una razón individual ligada a la ley del Evangelio, pero coexistiendo con ella una razón pública o social libre de toda traba en este particular. Dijeron: El Estado como tal Estado no debe tener Religión, o debe tenerla solamente hasta cierto punto que no moleste a los demás que no quieran tenerla. Así, pues, el ciudadano particular debe sujetarse a la revelación de Jesucristo; pero el hombre público puede portarse como tal, de la misma manera que si para él no existiese dicha revelación. De esta suerte compaginaron la fórmula célebre de: La Iglesia libre en el Estado libre, fórmula para cuya propagación y defensa se juramentaron en Francia varios católicos insignes, y entre ellos un ilustre Prelado; fórmula que debía ser sospechosa desde que la tomó Cavour para hacerla bandera de la revolución italiana contra el poder temporal de la Santa Sede; fórmula de la cual, a pesar de su evidente fracaso, no nos consta que ninguno de sus autores se haya retractado aún. 

   No echaron de ver estos esclarecidos sofistas, que, si la razón individual venía obligada a someterse a la ley de Dios, no podía declararse exenta de ella la razón pública o social sin caer en un dualismo extravagante, que somete al hombre a la ley de dos criterios opuestos y de dos opuestas conciencias. Así que la distinción del hombre en particular y en ciudadano, obligándole a ser cristiano en el primer concepto, y permitiéndole ser ateo en el segundo, cayó inmediatamente por el suelo bajo la contundente maza de la lógica íntegramente católica. 

   El Syllabus, del cual hablaremos luego, acabó de hundirla sin remisión. Queda todavía de esta brillante pero funestísima escuela, alguno que otro discípulo rezagado, que ya no se atreve a sustentar paladinamente la teoría católico-liberal, de la que fue en otros tiempos fervoroso panegirista, pero a la que sigue obedeciendo aún en la práctica; tal vez sin darse cuenta a sí propio de que se propone pescar con redes que, por viejas y conocidas, el diablo ha mandado ya recoger. 



EN QUE CONSISTE PROBABLEMENTE LA ESENCIA O INTRÍNSECA RAZÓN DEL LLAMADO CATOLICISMO LIBERAL.


   Si bien se considera, la íntima esencia del Liberalismo llamado católico, por otro nombre llamado comúnmente Catolicismo liberal consiste probablemente, tan sólo en un falso concepto del acto de fe. Parece, según dan razón de la suya los católico-liberales, que hacen estribar todo el motivo de su fe, no en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza sobrenatural sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera. No quieren reconocer el magisterio de la Iglesia, como único autorizado por Dios para proponer a los fieles la doctrina revelada y determinar su sentido genuino, sino que, haciéndose ellos jueces de la doctrina, admiten de ella lo que bien les parece, reservándose el derecho de creer la contraria, siempre que aparentes razones parezcan probables ser hay falsa lo que ayer creyeron como verdadero. 

   Para refutación de lo cual baste conocer la doctrina fundamental De Fide, expuesta sobre esta materia por el santo Concilio Vaticano. Por lo demás se llaman católicos, porque creen firmemente que el Catolicismo es la única verdadera revelación del Hijo de Dios; pero se llaman católicos liberales o católicos libres, porque juzgan que esta creencia suya no les debe ser impuesta a ellos ni a nadie por otro motivo superior que el de su libre apreciación. De suerte que, sin sentirlo ellos mismos, encuéntrense los tales con que el diablo les ha sustituido arteramente el principio sobrenatural de la fe por el principio naturalista del libre examen. Con lo cual, aunque juzgan tener fe de las verdades cristianas, no tiene tal fe de ellas, sino simple humana convicción, lo cual es esencialmente distinto. 

   Síguese de ahí que juzgan su inteligencia libre de creer o de no creer, y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la incredulidad, pues, no ven un vicio, o enfermedad, o ceguera voluntaria del entendimiento, y más aún del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada uno, tan dueño en eso de creer, como en lo de no admitir creencia alguna. Por lo cual es muy ajustado a este principio el horror a toda presión moral o física que venga por fuera a castigar o prevenir la herejía, y de ahí su horror a las legislaciones civiles francamente católicas. 

   De ahí el respeto sumo con que entienden deben ser tratadas siempre las convicciones ajenas, aun las más opuestas a la verdad revelada; pues para ellos son tan sagradas cuando son erróneas como cuando son verdaderas, ya que todas nacen de un mismo sagrado principio de libertad intelectual. 

   Con lo cual se erige en dogma lo que se llama tolerancia, y se dicta para la polémica católica contra los herejes un nuevo código de leyes, que nunca conocieron en la antigüedad los grandes polemistas del Catolicismo. Siendo esencialmente naturalista el concepto primario de la fe, síguese de eso que ha de ser naturalista todo el desarrollo de ella en el individuo y en la sociedad. De ahí el apreciar primaria, y a veces casi exclusivamente, a la Iglesia por las ventajas de cultura y de civilización que proporciona a los pueblos; olvidando y casi nunca citando para nada su fin primario sobrenatural, que es la glorificación de Dios y salvación de las almas. Del cual falsa concepto aparecen enfermas varias de las apologías católicas que se escriben en la época presente.   

   De suerte que, para los tales, si el Catolicismo por desdicha hubiese sido causa en algún punto de retraso material para los pueblos, ya no sería verdadera ni laudable en buena lógica tal Religión. Y cuenta que así podría ser, como indudablemente para algunos individuos y familias ha sido ocasión de verdadero material ruina el ser fieles a su Religión, sin que por eso dejase de ser ella cosa muy excelente y divina. 

   Este criterio es el que dirige la pluma de la mayor parte de los periódicos liberales, que si lamentan la demolición de un templo, sólo saben hacer notar en eso la profanación del arte, si abogan por las órdenes religiosas, no hacen más que ponderar los beneficios que prestaron a las letras; si ensalzan a la Hermana de la Caridad, no es sino en consideración a los humanitarios servicios con que suaviza los horrores de la guerra; si admiran el culto, no es sino en atención a su brillo exterior y poesía; si en la literatura católica respetan las Sagradas Escrituras, es fijándose tan sólo en su majestuosa sublimidad. De este modo de encarecer las cosas católicas únicamente por su grandeza, belleza, utilidad o material excelencia, síguese en recta lógica que merece iguales encarecimientos el error cuando tales condiciones reuniere, como sin duda las reúne aparentemente en más de una ocasión alguno de los falsos cultos. 

   Hasta a la piedad llega la maléfica acción de este principio naturalista, y la convierte en verdadero pietismo, es decir, en falsificación de la piedad verdadera. Así lo vemos en tantas personas que no buscan en las prácticas devotas más que la emoción, lo cual es puro sensualismo del alma y nada más. Así aparece hoy día en muchas almas enteramente desvirtuado el ascetismo cristiano, que es la purificación del corazón por medio del enfrentamiento de los apetitos y desconocido el misticismo cristiano, que no es la emoción, ni el interior consuelo, ni otra alguna de esas humanas golosinas, sino la unión con Dios por medio de la sujeción a su voluntad santísima Y por medio del amor sobrenatural. 


   Por eso es Catolicismo liberal, o mejor, Catolicismo falso, gran parte del Catolicismo que se usa hoy entre ciertas personas. No es Catolicismo, es mero Naturalismo, es Racionalismo puro, es Paganismo con lenguaje y formas católicas, si se nos permite la expresión.


jueves, 24 de enero de 2019

MEDITANDO CON SAN ALFONSO: LAS PENAS DEL INFIERNO.




   Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, sumo Bien, y se entrega a las criaturas. «Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas» (Jer. 2 13). Y porque, al ofender a Dios, el pecador se dio a las criaturas, justamente será después atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su mayor culpa es la maldad del pecado, que consiste en apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, esto es, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.


1º La pena de sentido.


   Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios. ¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lc. 16 28), como lo llamó el rico Epulón, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiese servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado. (Apoc. 18 7).

   La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Job 10 21). Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasase cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues bien, el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Sal. 48, 20).

   El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. San Basilio explica que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar; o como dice San Alberto Magno, «apartará del calor el resplandor». Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (Jud. 1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos: un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios, y el horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

   El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable estar encerrado en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues bien, el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34 3).

  
   Dice San Buenaventura que, si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y aún dice algún insensato: «Si voy al infierno, no iré solo…». ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos. «Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura». Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, «como ovejas en tiempo de invierno» (Sal. 48, 15), «como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios» (Apoc. 19, 15).

   Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

   Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Job 15 21). A menudo el sueño huye de nosotros cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro… ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!…

  La gula será castigada con hambre devoradora (Sal. 58 15), mas no habrá allí ni un pedazo de pan. El condenado padecerá abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua tan solo pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.




2º El fuego del infierno y otros tormentos que lo acompañan.


   La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7 19). El Señor lo mencionará especialmente en el día del juicio: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno» (Mt. 25 41).

   Aun en este mundo, el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, «en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas»; «o como si fueran de hielo», añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. «Muy diferentes son –dice Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios». La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías llama «espíritu de ardor» (Is. 4, 4) al fuego del infierno.

   El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Todo cuanto vea, toque o respire será fuego. Estará sumergido en fuego como el pez en el agua.

   Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle. El cuerpo será pura llama; el corazón arderá en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Sal. 20 10).

   Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, ni estar junto a un brasero encendido en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen «aquel fuego que devora», como dice Isaías (Is. 33 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

   «Sigue, pues, insensato –dice San Pedro Damián hablando del voluptuoso–; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas, y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder». Y añade San Jerónimo que «aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan»; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Job 24 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, «los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno». 

   Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. 

   Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y que él gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y él menospreció. 

   El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido al perder a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable.
 
   La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10). El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, sin hallar jamás un momento de reposo.



3º La pena de daño.


   Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios. Decía San Bruno: «Multiplíquense los tormentos, con tal de que no se nos prive de Dios». Y San Juan Crisóstomo: «Si dijeras mil infiernos de fuego, nada dirías comparable al dolor aquél». Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, «no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso».

   Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos. En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido… Y «puesto que los réprobos pierden el Bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una pena en cierto modo infinita».

   «En este mundo solamente los justos temen esa pena», dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos». Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.
   «El alma, al salir de este mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el sumo Bien; más si está en pecado, Dios la rechaza». Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene, y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios; pero el pecado la aparta y arroja lejos de El (Is. 1, 2).

   Así pues, todo el infierno se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: «Apartaos de Mí, malditos» (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando mil infiernos –dice San Juan Crisóstomo–, podrá nadie hacerse una idea de lo que significa la pena de ser aborrecido de Cristo».

   Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: «Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte» (II Rey. 14, 32). Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: «No volváis a presentaros ante mí»; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre que, al llegar a su casa, murió… ¿Qué será, entonces, cuando Dios despida al réprobo para siempre?… «Esconderé de él mi rostro, y hallará todos los males y aflicciones» (Deut. 31, 17). «No sois ya míos, ni Yo vuestro», dirá Cristo a los condenados (Os. 1, 9) el día del juicio.

   ¡Y si, al menos, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse, ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. «Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios»: así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

   El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y, maldiciéndole, maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los Ángeles y Santos, y con odio implacable a su Ángel custodio, a sus Santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.




Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.