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martes, 27 de octubre de 2020

PECADO MORTAL



 

   ¿Qué es el Pecado y sobre todo el Pecado Mortal?


 

   El pecado es una desobediencia a la ley de Dios... ¿Qué es el pecado? dice S. Crisóstomo: es el abandono de la voluntad al demonio, es una locura a que se entregan espontáneamente. (Moral).

 

   ¿Qué es el pecado? Es la completa degradación del hombre, su soberana miseria, el mal supremo del hombre y de Dios; porque está absolutamente opuesto al bien supremo.

 

 

   El pecado no es una sustancia, no es un sér, porque todo ser es bueno. El pecado es la privación del sér...

 

 

   El pecado, dice S. Agustín, es la negación del sér, es la nada: Peccatum est non ens, peccatum est nihil. (Sentent).

 

 

   Pecadores que os alegráis, os alegráis en la nada, dice et profeta Amós (VI. 14).

 

 

   El pecado se llama la negación del sér, la nada:

1—porque en el mismo hay algo vil y de ningún valor...;

 

2—porque el placer del pecado pasa pronto y se desvanece...;

 

3—porque el pecado conduce al que lo comete a una especie de nada, es decir a la muerte presente y eterna...;

 

4—porque es la privación del sér bajo el punto de vista de la virtud, o del bien moral; pues el pecado es un mal moral...;

 

5—porque es una privación del bien; y una privación no es algo positivo, sino negativo, es decir nada...;

 

6—El pecado separa al hombre de Dios, que es el Sér por excelencia, el Creador de todo, sin el cual nada existió ni viviría. De ahí se sigue que el pecado conduce a la nada.

 

 

   Señor, dice S. Agustín; como nada ha podido hacerse sin vos, al hacer nosotros el pecado, que no es nada, nos hemos convertido en nada; sin vos, por quien todo ha sido hecho, nada somos. ¡Desgraciado de mí, que tantas veces me he convertido en verdadera nada! Me he hecho miserable, he sido reducido a nada, y lo he ignorado. Mis iniquidades me han conducido a la nada. Nada es bueno sin el Bien Supremo. El mal no es más que la privación del bien, así como la ceguera no es más que la privación de la luz. ¡Así pues el pecado no es nada, porque no ha sido hecho! Pero, continua S. Agustín, si no ha sido hecho, ¿cómo es un mal? Porque el mal es la privación del bien, por quien el bien ha sido hecho. Ser sin el Verbo es mal, es no ser. No hay nada sin el Verbo. Estar separado del Verbo, es estar sin camino, sin verdad y sin vida. Hé aquí por qué, sin él, es la nada, y esta nada es el mal, porque está separado del Verbo, por quien todo lo que ha sido hecho es muy bueno. Pero estar separado del Verbo, por quien todo ha sido hecho, no es más que faltar, y del hecho pasar al no hecho, puesto que sin el Verbo sólo hay nada. (In Evang. S. Joann.).

 

 

   Por sí mismo y su naturaleza el pecado es nada, porque, al cometerlo, el hombre se une a las criaturas y pone en ellas su dicha, oponiéndolas al Creador y prefiriéndolas a él; pero, comparadas con el Creador, las criaturas no son más que la sombra del sér, y por consiguiente nada. Hé aquí, en efecto, la esencia y el nombre de Dios: Yo soy el que soy: Ego sum qui sum. (Exod. III, 14). Soy el que solo posee el sér verdadero, entero; inmenso, infinito, eterno; y las criaturas participan de mi como una sombra; porque su sér es tan pobre, tan variable, tan frágil, tan rápido, tan inestable, que, comparado con el mío, debe llamarse nada antes que sér. Así pues, como las criaturas no tienen el verdadero sér, tampoco tienen el verdadero bien, sino sólo la sombra del bien; porque el sér real y el bien van juntos. A tal sér y a tal grado de sér corresponde tal bien y tal grado de bien: el bien, en efecto, es propiedad intima del sér. El verdadero bien, como el verdadero sér, pertenece sólo a Dios, y no al hombre. Por eso Dios es llamado en la Escritura, único sabio, único poderoso, único inmortal, único Señor, único bueno, único grande, único justo, único piadoso, único glorioso, porque él solo tiene la sabiduría, el poder, la inmortalidad, la dominación, la bondad, la grandeza, la justicia, la santidad y la gloria verdaderas, infinitas e increadas.

 

 

   Cifrando su dicha en las criaturas, y no en el Creador, el pecador se alegra de una sombra, de la nada. Pero ¡qué grandes parecen al hombre ciego las criaturas en las tinieblas de esta vida! Al ponerse el sol, las sombras que proyectan las montañas crecen, llegan a ser colosales; y así también cuando Dios desaparece, las sombras que proyectan las cosas de la tierra se agigantan, y el mundano las admira y las persigue; pero pronto halla el desengaño; imita al perro de Esopo, que al ver reflejado en el agua el pedazo de carne que llevaba en la boca, lo soltó para coger aquello que no era más que una sombra; y lo perdió todo...

 

 

   ¿Qué es el pecado? Es un dulce veneno que da una muerte llena de amargaras..., es una gota de miel venenosa que se convierte en un océano de hiel..., es una herida a la que no se puede sobrevivir..., es una fiebre acompañada de delirio, que mata pronto..., es la pérdida del alma..., es el más temible enemigo del hombre... El pecado, dice S. Agustín, es la causa de todos nuestros males; Malorum omnium nostrorum causa peccatum est. (De Morib.)

 

 

   El muerto, dice Ambrosio, es preferible al vivo, porque ha cesado de pecar, y el que no ha nacido es preferible al que ha muerto, porque no ha pecado nunca. (Serm. V).

 

 


 

“TESOROS” de Cornelio Á. Lápide.

 

 


domingo, 25 de octubre de 2020

JESUCRISTO, REY DE REYES. ÚLTIMO DOMINGO DE OCTUBRE.


 


   El tercer oficio que habría ejercido Adán en la justicia original, habría sido el de rey, esto es, el de regir a la familia humana salida de él; mas también de este oficio decayó por su pecado. Por eso, también en esta dignidad tuvo Adán que ser reemplazado por Nuestro Señor Jesucristo, nueva Cabeza de la humanidad y, a este título, verdadero Rey de reyes.

 

 

 

1º La realeza del Mesías en el Antiguo Testamento.

 

 

   La realeza del Mesías fue uno de los títulos más ampliamente anunciados en el Antiguo Testamento. Así, por ejemplo:

 

   • El rey David, contemplando proféticamente la lucha de los impíos contra Dios y su Mesías, dice: «Yo he sido establecido Rey por Dios sobre Sión, su monte Santo. Promulgaré el decreto del Señor: El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y te daré las Gentes por herencia, y como posesión los extremos de la tierra» (Sal. 2, 6-9).

 

¡Y con qué poesía cantan los hijos de Coré la belleza y fortaleza del Rey Mesías! «Dedico mi poema al Rey... Hermoso eres de aspecto entre los hijos de los hombres, la gracia ha sido derramada sobre tus labios; por eso te bendijo Dios para siempre… Tu trono, oh Dios, dura eternamente; cetro de justicia es el cetro de tu Reino. Amas la justicia y odias la iniquidad, por eso tu Dios, oh Dios, te ha ungido [Rey] con aceite de alegría entre tus semejantes» (Sal. 44, 1-8).

 

Y Salomón, en su oración profética por el Mesías Rey, exclama: «Oh Dios, da la potestad judicial al Rey, y tu justicia al que es Hijo de Rey. Gobierne tu pueblo con justicia, y a tus siervos con equidad... Dominará desde un mar hasta el otro mar, y desde el río [Jordán] hasta el extremo de la tierra… Le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las gentes le servirán» (Sal. 71, 1-11).

 

El profeta Daniel contempla al Mesías como Rey de un reino eterno, gracias a la autoridad suprema que le comunica Dios Padre: «Me hallaba mirando mientras ponían los tronos, y el Antiguo en días se sentó… Y he aquí que sobre las nubes del cielo venía uno como Hijo de Hombre, y llegó hasta el Antiguo en días. Lo presentaron ante El, y Él le dio el poder, y el honor, y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán. Su poder no le será arrebatado, porque es eterno, y su reino no padecerá corrupción» (Dan. 7, 9-14).

 

 

 

   Por esta razón, en tiempos de Jesucristo, el sentimiento de la realeza del Mesías era universal, y se encontraba profundamente arraigado en el pueblo. Cuando los Magos llegan a Jerusalén para adorar al Rey de los judíos, Herodes se turba, y se conmueve toda la ciudad. Igualmente, cuando Natanael se encuentra con Jesús, que le adivina un incidente importante y secreto de su vida anterior, responde: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». En el desierto, las muchedumbres, ante el milagro de la multiplicación de los panes, quieren hacerle rey; y como tal lo aclaman el día de su entrada triunfal en Jerusalén.

 

 


 

2º Jesucristo Rey en los Evangelios.

 

 

   Las profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías Rey se cumplieron en la persona de Jesucristo. En efecto, los Evangelios nos muestran a Jesús revestido de la realeza. Así:

 

 

   Los Evangelistas San Mateo y San Lucas nos muestran a Jesús como Descendiente de David, es decir, de estirpe real.

 

   El arcángel San Gabriel anuncia a María Santísima el misterio de la encarnación en los siguientes términos: «Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin».

 

   Los Magos, venidos de Oriente, se presentan a Herodes preguntándole por el Rey de los Judíos, recién nacido; y por eso, por inspiración divina, entre sus presentes le ofrecen oro, señal de realeza.

 

   Nuestro Señor mismo declara su realeza ante Pilato, cuando interrogado por éste si es Rey, le contesta: «Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Replicó a esto Pilato: ¿Conque tú eres rey? Respondió Jesús: Así es, como dices: Yo soy Rey».

 

   Y antes de su Ascensión a los cielos, Jesucristo vuelve a declarar explícitamente su realeza a sus Apóstoles: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, adoctrinad a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todas las cosas que Yo os he mandado».

 

   Por otra parte, Nuestro Señor mostró sus títulos reales a las turbas al pintarse a sí mismo, en varias de sus parábolas, como un Rey o un Hijo de Rey; y asimismo en el sermón sobre el juicio final: «Cuando venga el Hijo del hombre con toda su majestad, y acompañado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de Él a todas las naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del Reino que os está preparado desde el principio del mundo...».

 

 

 

   Si Nuestro Señor parece renunciar a la realeza con que sus conciudadanos pretenden coronarle después de la primera multiplicación de los panes (Jn. 6, 14-15), es, por una parte, para no dar pie a la falsa concepción de un Mesías temporal, de un Liberador que sería Rey de un reino puramente material y terreno, concepción entonces ampliamente difundida entre el pueblo judío; y, por otra parte, porque de haber revelado demasiado pronto su realeza, y de haber sido proclamado Rey por sus paisanos, se hubiese impedido el misterio de la Cruz, y por ende el de la Redención.

 

 


 

3º Cristo Rey: Legislador, Juez y Gobernante.

 

 

   Pío XI, en la Encíclica Quas Primas, expone la triple potestad que está comprendida en todo verdadero poder real: «Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado».

 

 

En efecto, el poder de un rey comprende el poder de legislar, de juzgar y de ejecutar o gobernar. El rey es el que rige a su pueblo hacia el fin que le ha sido establecido. Para regirlo, necesita primero dar leyes que el pueblo esté obligado a observar. Si falta a las leyes, ha de poder juzgar a los que las infrinjan. Y de nada servirían las leyes y el juicio, si el rey no dispusiese del poder necesario para hacer cumplir las primeras, previniendo, y el segundo, corrigiendo.

 

   1º Jesucristo goza del poder de hacer leyes: es LEGISLADOR.

 

«Es dogma de fe católica que Jesucristo fue dado a los hombres, no sólo como Redentor en quien deben confiar, sino también como Legislador a quien deben obedecer. Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo muestran legislando» (Pío XI, Quas Primas).

 

En efecto: como Legislador supremo lo vemos en el Sermón de la Montaña, corrigiendo la legislación del mismo Moisés: «Habéis oído que se os dijo… pero Yo os digo…» (Mt. 5, 17-48), e imponiendo obligaciones y leyes;

como Legislador supremo restaura el matrimonio en su primitiva pureza (Mt. 19, 1-9);

como Legislador supremo tiene derecho a decir a sus Apóstoles: «Enseñad a las gentes a guardar todas las cosas que Yo os he enseñado. El que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará» (Mt. 28, 19-20);

como Legislador supremo, nos impone su mandamiento, la caridad mutua, por el que se reconocerá a sus verdaderos discípulos (Jn. 13, 34).

 

2º Jesucristo goza del poder de juzgar: es JUEZ.

 

Dios ha dado a su Cristo todo el poder necesario para juzgar: • lo pedía con oración profética el Salmista al decir: «Oh Dios, da la facultad de juzgar al Rey, para que juzgue a tus pobres con justicia» (Sal. 71, 2-3);

• lo anunciaba en visión profética Isaías, al decir del Mesías: «Ved ahí a mi Servidor, el cual hará juicio a las Gentes» (Is. 42, 1);

• lo declaró el mismo Jesucristo cuando dijo: «El Padre a nadie juzga, sino que todo el poder de juzgar se lo ha entregado al Hijo» (Jn. 5, 22), siendo Juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre: «Le ha dado el poder de juzgar porque es Hijo del hombre» (Jn. 5, 27). Por eso Jesús nos enseña, en el Discurso sobre el Juicio Final (Mt. 25), que él mismo juzgará a todos los hombres, dando a los justos el cielo como recompensa, y a los impíos el infierno como castigo.

 

3º Jesucristo goza del poder de gobernar: es GOBERNANTE.

 

Es decir, Jesús goza del poder de ejecutar las leyes y las sentencias. Este gobierno quiso ejercerlo El de manera inmediata, pero también a través de su Iglesia, inseparable de Cristo, porque es la institución por la cual Cristo gobierna a las almas.

En efecto: Cristo ya había enseñado claramente a los Apóstoles: «Quien a vosotros oye, a Mí me oye, y quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia» (Lc. 10, 16);

les había conferido el poder de atar y desatar, primero a San Pedro (Mt. 16, 19), el único en tener el poder de las llaves, esto es, la suprema autoridad en materia de fe y de costumbres; y luego, a los otros once (Mt. 18, 18), a los que no confirió el poder de las llaves, exclusivo de San Pedro, sino sólo el de atar y desatar, esto es, el de legislar, ejercer la autoridad judicial y disciplinaria, y gobernar, en sumisión a Pedro;

les dio también el poder de absolver los pecados (Jn. 20, 22-23);

y, al subir a los cielos, les dio la orden expresa de adoctrinar a todas las gentes, de bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y de enseñarles a observar todo lo que les había mandado, lo cual implica un gobierno y una autoridad espiritual sobre las almas.

 

 


 

4º La Iglesia es el Reino de Cristo.

 

 

   Cristo no sería Rey si no contara con un Reino que le es propio y exclusivo. Este Reino, como acabamos de decir, es la Iglesia, a la que Cristo fundó sobre Sí mismo y sobre Pedro, y por la cual quiere continuar su misión redentora en la tierra, comunicando y manteniendo en las almas la vida sobrenatural por medio de su doctrina, su jurisdicción y su culto.

 

 

Según la enseñanza de Pío XII en Mediator Dei, la fundación de la Iglesia comenzó con la predicación del Evangelio, se terminó y consumó en la cruz con la pasión y muerte de Cristo, y se manifestó y promulgó el día de Pentecostés, por el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

 

 

   En estos misterios es donde Cristo aparece eminentemente como Rey, rigiendo con su autoridad divina la sociedad que adquirió al precio de su Sangre. Por eso, después de su resurrección, Nuestro Señor se aparece durante cuarenta días a sus Apóstoles «hablándoles del Reino de Dios», esto es, estableciendo todo lo necesario para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión:

• institución de la Penitencia;

• primado de San Pedro;

• poder para santificar, adoctrinar y regir a toda criatura;

• don del divino Espíritu el día de Pentecostés. La Iglesia, como nueva Eva, colabora así con Cristo, su divino Esposo, en la obra de la santificación y gobierno de las almas.

 

 

Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.