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sábado, 8 de septiembre de 2018

DEL VICIO DE LA IMPUREZA (tocamientos, costumbre, los bailes…) – Por el Presbítero Fray Arbiol.




La primera mala propiedad que nombra san Antonio de Padua cuando menciona los malos efectos del vicio capital de la lujuria, es que ensucia, mancha, afea y hace asquerosas a las infelices criaturas. En efecto, el Sabio dice en sus misteriosos Proverbios, que el hombre que toca a la mujer de su prójimo no quedará limpio, más se manchará con ese contacto. (Prov, VI, 19). Y si solo el simple contacto ensucia y mancha, ¿qué harán ulteriores excesos?

   Por eso, dice también el apóstol san Pablo, que es bueno para el hombre  no tocar a la mujer. (I Cor. VII, 1). El que tocare el pez, se manchará en ella, dice el Sabio (Eccles. XIII, 1), y así también el que toca a otro con afecto libidinoso, no queda limpio sino manchado en alma y cuerpo. De las criaturas vírgenes y castas se dice en el misterioso libro del Apocalipsis, que son los que no se mancharon con personas de otro sexo (Apoc, XIV, 1), dando a entender que el contacto con ellas mancha, ensucia y afea las miserables almas.

   Algunos se vician en inmundos desórdenes desde los primeros años de su vida; y con el tiempo suelen ir en aumento en feísimos excesos, con los cuales, dice el santo Job, que se llenan sus huesos de los ciclos de su adolescencia, y duermen con ellos en el polvo (Job. XX, 11).

   Este vicio infernal es más común en las criaturas y jóvenes de pocos años, y por eso se les llama, vicios de la adolescencia, y si luego no se remedian, pasan adelante, y contaminan toda la vida, de tal manera, que ni en la vejez se dejan. Así lo dice Salomón: El adolescente, según su camino, aun cuando llegue a ser viejo, no se apartará de él (Prov, XXII, 9). Así, de los perversos viejos que persiguieron a la casta Susana, dijo el profeta Daniel, que eran tan viejos en la malicia y en su torpeza, como en su edad y muchos años (Dan. XIII, 52), de suerte que como habían sido torpes en sus pocos años, se hizo también con ellos vieja la torpe costumbre, y procedían de día en día, de mal en peor.

   Esta fatal desventura sucede muchas veces con niños de pocos años, que, viciándose en inmundicias y fealdades, prosiguen con ellas hasta la vejez, y hasta el fin de su vida, hasta que ellos se acaban y se pierden. Entran sus inmundicias a lo íntimo de su corazón, como lo dice Dios por Ezequiel profeta (Ezech, XIV, 3), y así, en inmundicias acaban sus vidas infelices.

   Los padres y confesores queden advertidos, y cuando vieren que los niños se vician en tales indignidades, apliquen la mano fuerte para su remedio, porque de otro modo no se enmendarán. Díganles el horrendo castigo que Dios hizo, y de que se habla en el capítulo XXXVIII del Génesis, quitando a un perverso repentinamente la vida. Y noten también mucho, lo que advierte el santo Job, que, cuando el mal se hace dulce en su boca, le esconde debajo de la lengua (Job. XX, 12); es decir, que gustados los ilícitos placeres, luego los callan en sus confesiones por el encogimiento y vergüenza que causa el decirlos. Adviértaseles que no pueden salvarse sino es confesándolos bien; porque el  que ha pecado y puede confesarse no tiene otro remedio sino confesarse, o condenarse. Las confesiones de los que callan pecados por vergüenza, son malas y sacrílegas.

   Algunas personas que tuvieron cosas de estas en su niñez, sin saber que eran pecados, entonces no pecaron, porque no tenían conocimiento ni uso de razón; pero si después, pensando que pecaron, dejan de confesar aquellas cosas por vergüenza, entonces pecan, y hacen malas confesiones: El que esconde sus pecados, no será enderezado, dice el Espíritu Santo (Proverbios, XXVIII, 13). El remedio es confesarse bien.

   A este mismo género de pecados por el sentido del tacto, pertenecen también los bailes poco honestos, en que se dan las manos y se tocan los pies entre personas de uno y otro sexo, pues aquel sentido se haya extendido por todo el cuerpo humano. Por eso dice el Sabio: El que da o pisa con el pie… maquina lo malo. (Prov, VI, 13). Y San Agustín advierte que si el ánimo del hombre está manchado con la sensualidad, aun el contacto de las vestiduras de persona de otro sexo, es pecaminoso.

   Cuando estos pecados pasan a costumbre, o son muchas las reincidencias, o no se dejan las ocasiones próximas, adviertan su deber los confesores, porque es horror lamentable que los vicios de los jóvenes pasen hasta la vejez, sin haber experimentado el justo rigor de negarles la absolución, dándoles penitencias leves por gravísimas culpas. ¡El día vendrá en que los jueces injustos serán juzgados! El Señor ilustre nuestras almas. Amen.

NOTA

   No sé si hay quien haya notado que una de las causas que cooperan más a la omisión o supresión de los pecados en la confesión, es el giro que ha tomado el lenguaje actual. Desenfrenado el mundo en las acciones, afecta mucha limpieza en el idioma, y de aquí es que no se nombran sino con rodeos las especies de la sensualidad. No entrando estos nombres específicos de los pecados en el lenguaje familiar ni ordinario, de ahí la gran dificultad de expresarlos debidamente cuando se cometen. Pues bien, de la dificultad de expresarlos a la resolución de omitirlos, no hay más que un paso, que se da con harta frecuencia; o por lo menos se hace uso de palabras genéricas incapaces de caracterizarlos. Los niños, generalmente, no dicen en sus primeras confesiones, sino las faltas que la madre o la persona que los prepara, les ha insinuado, casi como quien repite una lección tomada de memoria; la madre o el maestro no pueden insinuarles casi nada acerca de pecados sensuales, que muchas veces existen, por la misma dificultad del lenguaje, en que las palabras propias y específicas de los pecados, han pasado a ser técnicas de la Moral o de la Medicina, dejando un hueco en el estilo familiar, que no es fácil ciertamente llenar. Más sea lo que fuese de estas observaciones, la realidad es que en la actualidad se callan mucho, pero mucho, los pecados, y que no vemos más remedio, después de combatir cuanto se pueda este abuso, sino la prudencia, la dulzura y el celo de los confesores. Es preciso tener paciencia a los niños: no asustarlos con palabras fuertes, ni voz demasiado alta; dilatar con ellos, ayudarles, adivinarles, dudar de sus negativas aun reiteradas, y aumentar la dulzura a medida que se sospeche su resistencia.

   Acerca de los bailes, el cándido P. Arbiol manda a las especies de los contactos ilícitos,  entre pies y manos. ¿Qué diría de nuestros bailes actuales, en que se enlazan los talles, se aproximan las mejillas, se estrechan los pechos y se confunden los alientos? Aquí se manchan evidentemente los cinco sentidos, se contaminan las potencias, y se dice adiós al pudor y a la decencia.

   Y no obstante, mujeres mundanas, que piensan ser buenas cristianas, se atreven a alegar en pro del baile la doctrina de San Francisco de Sales en su Introducción a la Vida devota, ¡como si fueran los mismos los bailes de hace tres siglos que los nuestros! Digan lo que quieran los mundanos, la realidad es que el baile moderno es un foco pestilencial de impureza, una escuela de impudor, y una oficina donde se fabrica muy violentamente la ruina de las almas. Por eso la Reina del siglo (la sensualidad) los ha extendido con tanto empeño, pues son uno de los lugares donde ostenta más su universal dominación y extiende más sus rudas, aunque doradas cadenas.


“Del vicio de la impureza y sus remedios”

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