La primera mala propiedad
que nombra san Antonio de Padua cuando menciona los malos efectos del vicio
capital de la lujuria, es que ensucia, mancha, afea y hace asquerosas a las
infelices criaturas. En efecto, el Sabio
dice en sus misteriosos Proverbios, que el hombre que toca a
la mujer de su prójimo no quedará limpio, más se manchará con ese contacto. (Prov,
VI, 19). Y si solo el simple contacto ensucia y mancha, ¿qué harán
ulteriores excesos?
Por eso, dice también el apóstol san Pablo, que es bueno para el hombre
no tocar a la mujer. (I Cor. VII, 1). El que tocare el pez, se manchará en ella, dice el Sabio (Eccles.
XIII, 1), y así también el que toca
a otro con afecto libidinoso, no queda limpio sino manchado en alma y cuerpo. De
las criaturas vírgenes y castas se dice en el misterioso libro del Apocalipsis, que son los que no se mancharon con personas de otro sexo (Apoc, XIV, 1), dando a entender que el contacto con ellas mancha, ensucia y
afea las miserables almas.
Algunos se vician en inmundos desórdenes
desde los primeros años de su vida; y con el tiempo suelen ir en aumento en
feísimos excesos, con los cuales, dice
el santo Job, que se llenan sus huesos
de los ciclos de su adolescencia, y duermen con ellos en el polvo (Job. XX, 11).
Este vicio infernal es más común en las
criaturas y jóvenes de pocos años, y por eso se les llama, vicios de la adolescencia, y si luego no se remedian, pasan adelante, y contaminan toda
la vida, de tal manera, que ni en
la vejez se
dejan. Así lo dice Salomón: El adolescente, según su
camino, aun cuando llegue a ser viejo, no se apartará de él (Prov, XXII, 9).
Así, de los perversos viejos que persiguieron a la casta Susana, dijo el profeta Daniel, que eran tan viejos en la malicia y en su torpeza, como en su
edad y muchos años (Dan. XIII, 52),
de suerte que como habían sido torpes en sus pocos años, se hizo también con
ellos vieja la torpe costumbre, y procedían de día en día, de mal en peor.
Esta fatal desventura sucede muchas veces
con niños de pocos años, que, viciándose en inmundicias y fealdades, prosiguen
con ellas hasta la vejez, y hasta el fin de su vida, hasta que ellos se acaban
y se pierden. Entran sus inmundicias a
lo íntimo de su corazón, como
lo dice Dios por Ezequiel profeta (Ezech, XIV, 3), y así, en inmundicias acaban sus vidas infelices.
Los padres y confesores queden advertidos, y
cuando vieren que los niños se vician en tales indignidades, apliquen la mano
fuerte para su remedio, porque de otro modo no se enmendarán. Díganles el horrendo castigo que Dios hizo,
y de que se habla en el capítulo XXXVIII del Génesis, quitando a un perverso
repentinamente la vida. Y noten también mucho, lo que advierte el santo Job, que, cuando el mal se hace
dulce en su boca, le esconde debajo de la lengua (Job. XX,
12);
es decir, que gustados los ilícitos placeres,
luego los callan en sus confesiones por el encogimiento y vergüenza que causa
el decirlos. Adviértaseles que no pueden salvarse sino
es confesándolos bien; porque el que ha pecado y puede confesarse no tiene
otro remedio sino confesarse, o condenarse. Las
confesiones de los que callan pecados por vergüenza, son malas y sacrílegas.
Algunas personas que tuvieron cosas de estas
en su niñez, sin saber que eran pecados, entonces no pecaron, porque no tenían
conocimiento ni uso de razón; pero si
después, pensando que pecaron, dejan de confesar aquellas cosas por vergüenza,
entonces pecan, y hacen malas confesiones: El que esconde sus
pecados, no será enderezado, dice el Espíritu Santo (Proverbios,
XXVIII, 13). El remedio es confesarse bien.
A este mismo género de
pecados por el sentido del tacto, pertenecen también los bailes poco honestos,
en que se dan las manos y se tocan los pies entre personas de uno y otro sexo,
pues aquel sentido se haya extendido por todo el cuerpo humano. Por eso dice el Sabio: El que da o pisa con el pie… maquina lo malo. (Prov, VI, 13). Y San Agustín advierte que si el ánimo del hombre está manchado con la sensualidad, aun el
contacto de las vestiduras de persona de otro sexo, es pecaminoso.
Cuando estos pecados pasan a costumbre, o
son muchas las reincidencias, o no se dejan las ocasiones próximas, adviertan
su deber los confesores, porque es horror lamentable que los vicios de los
jóvenes pasen hasta la vejez, sin haber experimentado el justo rigor de
negarles la absolución, dándoles penitencias leves por gravísimas culpas. ¡El día vendrá
en que los jueces injustos serán juzgados! El Señor ilustre nuestras
almas. Amen.
NOTA
No sé si hay quien haya notado que una de
las causas que cooperan más a la omisión o supresión de los pecados en la confesión,
es el giro que ha tomado el lenguaje actual. Desenfrenado el mundo en las
acciones, afecta mucha limpieza en el idioma, y de aquí es que no se nombran
sino con rodeos las especies de la sensualidad. No entrando estos nombres
específicos de los pecados en el lenguaje familiar ni ordinario, de ahí la gran
dificultad de expresarlos debidamente cuando se cometen. Pues bien, de la
dificultad de expresarlos a la resolución de omitirlos, no hay más que un paso,
que se da con harta frecuencia; o por lo menos se hace uso de palabras
genéricas incapaces de caracterizarlos. Los niños, generalmente, no dicen en
sus primeras confesiones, sino las faltas que la madre o la persona que los
prepara, les ha insinuado, casi como quien repite una lección tomada de
memoria; la madre o el maestro no pueden insinuarles casi nada acerca de
pecados sensuales, que muchas veces existen, por la misma dificultad del
lenguaje, en que las palabras propias y específicas de los pecados, han pasado
a ser técnicas de la Moral o de la Medicina, dejando un hueco en el estilo
familiar, que no es fácil ciertamente llenar. Más sea lo que fuese de estas
observaciones, la realidad es que en la actualidad se callan mucho, pero mucho,
los pecados, y que no vemos más remedio, después de combatir cuanto se pueda
este abuso, sino la prudencia, la dulzura y el celo de los confesores. Es
preciso tener paciencia a los niños: no asustarlos con palabras fuertes, ni voz
demasiado alta; dilatar con ellos, ayudarles, adivinarles, dudar de sus
negativas aun reiteradas, y aumentar la dulzura a medida que se sospeche su
resistencia.
Acerca de los bailes, el cándido P. Arbiol manda a las
especies de los contactos ilícitos,
entre pies y manos. ¿Qué diría de
nuestros bailes actuales, en que se enlazan los talles, se aproximan las
mejillas, se estrechan los pechos y se confunden los alientos? Aquí se manchan evidentemente los cinco sentidos, se
contaminan las potencias, y se dice adiós al pudor y a la decencia.
Y no
obstante, mujeres mundanas, que piensan ser buenas cristianas, se atreven a
alegar en pro del baile la doctrina de San Francisco de Sales en su
Introducción a la Vida devota, ¡como si fueran los mismos los bailes de hace tres siglos
que los nuestros! Digan lo que quieran los mundanos, la realidad es que el baile
moderno es un foco pestilencial de impureza, una escuela de impudor, y una
oficina donde se fabrica muy violentamente la ruina de las almas. Por eso la Reina
del siglo (la sensualidad) los ha extendido con tanto empeño, pues son uno de los lugares
donde ostenta más su universal dominación y extiende más sus rudas, aunque
doradas cadenas.
“Del
vicio de la impureza y sus remedios”
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