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jueves, 13 de septiembre de 2018

LAS ETAPAS DEL SACERDOCIO.


«Nadie posee mejor que nuestra Madre, la Santa Iglesia, Esposa real del Salvador, el sentido de Nuestro Señor Jesucristo, y, por ende, el sentido de su sacerdocio, que Ella está encargada de perpetuar», escribía Monseñor Lefebvre. Ahora bien, este sentido del sacerdocio católico, tal como lo instituyó Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia se lo declara al candidato al sacerdocio, con admirable pedagogía, a través de las etapas que le hace recorrer antes de llegar al sacerdocio. La finalidad de estas etapas es doble:



Por una parte, la Iglesia quiere asegurarse de la idoneidad y dignidad de los candidatos a tan elevadas funciones. Estas diferentes etapas, pues, vienen a ser para el seminarista como un largo noviciado en el que pueda considerar si el estado sacerdotal es el que Dios quiere para él, estudiándose a sí mismo en las propias cualidades, en los defectos, en la disciplina de vida que deberá asumir, en las exigencias propias de la vida sacerdotal.
Por otra parte, quiere la Iglesia disponer progresivamente al candidato al sacerdocio al ejercicio de las funciones sacerdotales, confiándole en cada una de estas etapas un ministerio y un poder realmente sacerdotales, para que no caiga de golpe sobre sus hombros todo el peso del sacerdocio, con sus tremendas responsabilidades.


Estas etapas podemos dividirlas en tres clases:

• unas son previas a la recepción de las Ordenes sagradas;
• otras son las llamadas Ordenes menores;
• y otras, finalmente, las llamadas Ordenes mayores.


1º Etapas previas a las Órdenes.


   Lo primero que la Iglesia hace con el candidato al sacerdocio es separarlo físicamente del mundo para el tiempo de su formación. El llamado divino que él ha sentido, y al que ha respondido, lo ha llevado al Seminario. Ahí la Iglesia comenzará por verificar si el candidato reúne las condiciones que lo hacen idóneo para la vocación, a saber:

la capacidad intelectual para los estudios eclesiásticos;
la honestidad de costumbres;
y la rectitud de la intención que lo hace aspirar al sacerdocio.

   Una vez asegurada de su idoneidad, la Iglesia reviste al candidato con el santo hábito talar, la sotana: sin confiarle aún ninguna función, quiere que lleve ya el uniforme de los que la representan a los ojos de los fieles y del mundo, lo cual es una gran responsabilidad.



   Finalmente, probada ya la gravedad con que lleva la sotana, la Iglesia lo adopta por hijo suyo con la ceremonia de la tonsura. Esta tonsura no es propiamente un Orden, sino una preparación para recibir las demás Órdenes, por la que el aspirante se convierte en clérigo, y por la que se significa que la persona tonsurada pasa a dedicarse enteramente al culto sagrado.




2º Las Ordenes Menores.


   La siguiente serie de etapas viene dada por las Órdenes menores, que son cuatro: Ostiario, Lector, Exorcista y Acólito.


Sobre estas Órdenes conviene señalar dos cosas:
• la primera, que confieren poderes propios del sacerdote (y que, por lo tanto, el candidato ya no tendrá que recibir de nuevo), a fin de que los vaya ejerciendo paulatinamente, y pueda la Iglesia comprobar su fidelidad en ejercerlos, y adquirir la seguridad de que será digno de recibir los grados superiores;
• y la segunda es que, en cada una de estas Ordenes sagradas, el seminarista se va acercando más del altar, que es realmente la meta a que apuntan todas las Ordenes. Pero veamos ahora un poco más en detalle cada una de ellas.


El Ostiario es el primer grado del Orden sagrado. Sus oficios son:
cuidar de las llaves y de la puerta del templo: por eso, en el momento de ser ordenado, se le entregan las llaves, y se le hace abrir la puerta de la iglesia;
impedir la entrada en el templo a los indignos;
procurar que nadie se acerque al altar más de lo justo y estorbe al sacerdote que está celebrando la santa Misa;
y encargarse de los tesoros de la Iglesia y de los vasos sagrados: es, por lo tanto, el «sacristán» propiamente dicho.


Estas funciones, humildes a los ojos de los hombres, pero sobrenaturalmente muy elevadas, imponen al ostiario la triple obligación del desprendimiento de los bienes de la tierra, del amor de la casa de Dios y de todo lo que se refiere al culto divino, y del celo por la santificación de las almas.



El Lector es el segundo grado del Orden. Recibe la custodia de las Sagradas Escrituras, que son, después de la Eucaristía, el tesoro más precioso que posea la Iglesia. A él le incumbe:
leer en la iglesia con claridad y distinción los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, especialmente las lecciones de los Maitines;
y enseñar al pueblo los primeros rudimentos de la Religión cristiana: razón que lo convierte en el «catequista» por oficio.


Por la manera de cumplir su cargo, manifiesta a la Iglesia cuánto puede esperar de él en el ministerio más importante de la predicación. Debe tener el amor de la Sagrada Escritura, leerla, meditarla, y convertirla en regla de su vida.



El Exorcista es el tercer grado del Orden, al que se le confiere el poder de invocar el nombre del Señor sobre los que están poseídos por los espíritus inmundos. Participa de este modo de la dignidad de los sacerdotes, a los que Dios ha establecido reyes de los demonios, y de la dignidad del mismo Hijo de Dios, que expulsó frecuentemente a los demonios de los cuerpos, ejerciendo así la función del Exorcista.


Sin embargo, por el momento sólo puede ejercer este poder mediante los exorcismos menores, de carácter privado. Para realizar los grandes exorcismos públicos sobre gente realmente posesa, hace falta haber recibido el grado del sacerdocio, y tener además el permiso del obispo o del superior competente.


El Acólito participa del sacerdocio en grado más elevado que el exorcista, y eso de tres maneras:
la vela encendida que lleva es imagen de la luz que el sacerdote debe difundir en el mundo por la predicación;
presenta al subdiácono el pan y el vino, materia del sacrificio; y así colabora, aunque de modo remoto, a la divina oblación;
finalmente, por el derecho que tiene de llevar el incensario y de incensar al pueblo, es una imagen del sacerdote, que debe ofrecer a Dios oraciones por el pueblo, figuradas por el incienso en la Sagrada Escritura.



Y también por estos mismos motivos tiene el Acólito la obligación de practicar tres virtudes:

• es menester que ilumine espiritualmente a los fieles por los buenos ejemplos que ha de darles, sobre todo por su modestia;
• servidor del Subdiácono, debe practicar a un alto grado la humildad que conviene a un servidor;
• ministro del incienso, que es símbolo de la oración, debe tener un amor muy particular a la oración.


3º Las Ordenes Mayores.


   Al momento de recibir las Ordenes mayores, el seminarista está ya en su quinto año; ha tenido, pues, sobrado tiempo de pensar si el estado sacerdotal responde realmente a la voluntad de Dios sobre él. Ahora llega para él el momento de contraer, con las Ordenes mayores, compromisos definitivos e irrevocables, pero lo hace libremente y por expreso pedido suyo. Estas Órdenes mayores son tres: el Subdiaconado, el Diaconado y el Sacerdocio.


La importancia del Subdiácono se manifiesta en que se le imponen ornamentos sagrados, en que le toca servir directamente en el altar, y en que la Iglesia le impone por esta Orden la ley de perpetua castidad, no pudiendo nadie ser admitido a él si no promete voluntariamente guardar esta ley. Su cargo consiste en servir al Diácono, particularmente:
preparando los corporales, el pan y el vino necesarios para el sacrificio; por eso se le entrega en la ordenación el cáliz con la patena y las vinajeras;
servir el agua al Obispo y al sacerdote, cuando se lava las manos en el sacrificio de la Misa;
cantar la Epístola;
y procurar que nadie perturbe al sacerdote que celebra.


Para que puedan cumplir con estas obligaciones, la Iglesia pone en manos de los Subdiáconos el Santo Breviario, que deberán rezar cada día, a fin de que se apliquen constantemente a las alabanzas de Dios, y comiencen a llevar en la tierra la vida de adoración y de religión perpetua para con Dios, que continuarán eternamente en el cielo.


El ministerio del Diácono es más santo: los ritos y ceremonias solemnes con que el Obispo lo ordena, los ornamentos con que lo reviste, la imposición de las manos y la entrega del libro de los Evangelios, dan a entender la gran virtud y rectitud de costumbres de que debe estar revestido. A él le incumbe:
ir siempre con el Obispo, acompañarle cuando predica, y asistirle, a él como al sacerdote, al celebrar la santa Misa o administrar otros sacramentos;
cantar el Evangelio en el sacrificio de la Misa;
predicar o explicar el Evangelio en ausencia del Obispo o del sacerdote, pero no desde el púlpito, para indicar que no es cargo suyo propio.



También le pertenecía antiguamente:

exhortar con frecuencia a los fieles para que estuviesen atentos durante el sacrificio;
administrar la sangre del Señor en las iglesias en que los fieles comulgaban bajo las dos especies;
distribuir los bienes eclesiásticos y proveer a cada uno de lo necesario para el sustento;
investigar quiénes vivían piadosamente y quiénes no, quiénes asistían a Misa y al sermón en los días preceptuados y quiénes no, para informar de ello al Obispo en orden a ser amonestados;
leer públicamente los nombres de los catecúmenos, y presentar al Obispo a los que han de ser ordenados.


El Sacerdote es el tercero y superior de todos los Órdenes sagrados, al que los Padres suelen distinguir con dos nombres: 

• el de «presbítero» o anciano, no tanto por la madurez de la edad como por la gravedad de costumbres, instrucción y prudencia;
• y el de «sacerdote», que significa «don sagrado» o «dador de las cosas sagradas», por estar consagrado a Dios y por pertenecerle administrar los sacramentos y cosas sagradas.


   Por las ceremonias de la Ordenación, el Sacerdote es constituido mediador entre Dios y los hombres, y ésta debe considerarse la misión principal del Sacerdote. Por eso, es atribución propia del Sacerdote:

ofrecer a Dios el sacrificio de la Misa, para lo cual el Pontífice unge sus manos con el santo Crisma y le entrega un cáliz con vino y una patena con hostia, dándole por sus palabras el poder de ofrecer el santo Sacrificio a Dios por los vivos y por los difuntos;
administrar los demás sacramentos, especialmente el de la Penitencia, recibiendo del Obispo el poder de perdonar y de retener los pecados;
y enseñar la divina ley, no sólo con palabras, sino con el ejemplo de una vida santa.



4º Conclusión.


Como puede verse, la Iglesia, en su sabiduría, hace todo lo posible para que los que no están llamados por Dios a las Sagradas Ordenes, ya sea por indignidad, ya sea por falta de vocación divina, sean descartados del sacerdocio a lo largo de las distintas etapas que se han de recorrer para llegar a él; pero también hace lo posible para que los que sí están llamados por Dios a este estado eminente, lleguen a él después de una conveniente preparación. En todo eso la Iglesia tiene un solo y mismo espíritu con Nuestro Señor Jesucristo, su divino Esposo, que formó cuidadosamente a sus apóstoles, antes de ordenarlos, dedicándoles su principal preocupación.




Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.


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