Dícese
(1
Ped 1, 18): Sabiendo que habéis sido
rescatados de vuestra vana conversación, que recibisteis de vuestros padres, no
por oro ni por plata, que son cosas perecederas, sino por la preciosa sangre de
Cristo, como de un cordero inmaculado y sin mancilla. Y el Apóstol, a los Gálatas: Jesucristo nos redimió de la maldición de la
ley, hecho por nosotros maldición
(3,
13). Se dice que se
hizo maldición por nosotros, en cuanto que padeció por nosotros en el madero de
la Cruz. Luego nos redimió por su Pasión.
De dos maneras estaba obligado el hombre por
el pecado:
1º)
Por la esclavitud del pecado,
pues todo aquél que hace
pecado, esclavo es del pecado
(Jn
8, 34); y porque todo aquél que
fue vencido, queda cautivo del que lo venció
(2
Ped 2, 19).
Si, pues, el diablo había vencido
al hombre, induciéndole al pecado, el hombre quedó sujeto a la servidumbre del diablo.
2º)
En cuanto al reato de la pena, por el cual el hombre estaba obligado a la
justicia de Dios; y esto es también cierta servidumbre; pues es verdadera servidumbre
que el hombre padezca lo que no quiere, siendo propio del hombre libre hacer
uso de sí mismo como quiere.
Mas porque la
Pasión de Cristo fue satisfacción suficiente y sobreabundante por el pecado y
reato de la pena del género humano, su Pasión fue como cierto precio, por el cual
hemos sido librados de ambas obligaciones; pues la misma satisfacción
por la que uno satisface por sí o por otro, se considera como cierto precio,
con el cual se redime a sí mismo o a otro del pecado y de la pena, conforme a
aquello de Daniel:
Redime tus Pecados con
limosnas (Dan 4, 24). Mas Cristo satisfizo, no ciertamente
dando dinero o cosa semejante, sino dando lo que fue más grande, esto es, a sí mismo por nosotros. Y por eso se dice que la Pasión de Cristo fue nuestra redención.
Pecando el hombre estaba obligado a Dios y
al diablo. En cuanto a la culpa, había ofendido a Dios y se había sometido al
diablo, consintiendo con él; de donde por razón de la culpa no se había hecho
siervo de Dios, sino que más bien había incurrido en la servidumbre del diablo,
apartándose del servicio de Dios; lo cual fue permitido por Dios justamente a
causa de la ofensa cometida contra él. Pero en cuanto a la pena, el hombre
había sido obligado principalmente a Dios como a soberano juez; y al diablo
como a verdugo, según aquello: No sea que tu contrario te entregue al juez, y el juez te
entregue al ministro (Mt 5, 25),
esto es, al ángel cruel de las penas. Así, pues, aun cuando el diablo, en
cuanto de él dependía, retenía injustamente bajo su servicio al hombre,
engañado por su fraude, no solamente en cuanto a la culpa sino también en
cuanto a la pena, era, sin embargo, justo que el hombre lo padeciese, por
permisión divina en cuanto a la culpa, y por disposición de Dios en cuanto a la
pena. Y, por consiguiente, con respecto a Dios, exigía la justicia que el
hombre fuese redimido, pero no con respecto al diablo. Y
el precio no debía pagarse al diablo, sino a Dios.
(3ª, q. XLVIII, a. 4)
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