La mujer, pues, dejó su cántaro,
y se fue a la ciudad (Jn 4, 28).
Esta mujer,
después de haber sido instruida por Cristo, tomó el oficio de los Apóstoles. Tres
cosas se señalan que pueden colegirse de sus dichos y hechos:
I. El afecto de devoción, que se
manifiesta de dos maneras:
En primer lugar, porque a
causa de la intensidad de su devoción, como olvidada de aquello por lo que
especialmente había venido a la fuente, abandonó el agua y el cántaro.
Refiriéndose a ello dice (la Escritura) que la mujer dejó su cántaro y se fue a la ciudad,
para anunciar las grandezas de Cristo, sin preocuparse de la ventaja corporal por
la utilidad de los demás,
en la cual sigue el ejemplo de los Apóstoles que, dejadas las redes, siguieron al Señor (Mc 1, l8). Por el cántaro se entiende la
concupiscencia del siglo, por la que los hombres sacan las voluptuosidades de
lo profundo de las tinieblas, de lo cual es imagen el pozo, esto es, de la vida
terrena. Por eso, los que abandonan, por amor de
Dios, las concupiscencias del siglo, abandonan el cántaro.
En segundo lugar, su
afecto se manifiesta por la multitud de aquellos a quienes anuncia, porque no a
uno solamente, o a dos o tres, sino a toda la ciudad. Por eso se dice y se fue
a la ciudad.
II. El modo de su predicación.
Y dijo a aquellos
hombres: Venid y ved a un hombre (Jn 4, 28-29).
1º) Invita
a ver a Cristo: Venid y ved a un hombre. No dijo al instante que fuesen a ver
a Cristo, para no darles ocasión de blasfemar, sino que primero dijo de Cristo
cosas que eran creíbles y a simple vista, a saber: que era hombre. No dijo “creed”, sino venid y ved, pues
sabía que, si gustaban de aquella fuente, viéndolo, experimentarían las mismas
cosas que ella; y ella imita el ejemplo del verdadero predicador, que llama a
los hombres, no para sí, sino para Cristo.
2º) Da una prueba de la divinidad de
Cristo,
cuando dice: Que me ha dicho todas cuantas cosas he hecho (Jn 4, 29), es decir, que había tenido muchos
maridos. No se avergonzó de referir las cosas que eran para su confusión,
porque habiendo sido inflamada su alma en el fuego divino, no atiende a ninguna
de las cosas que son de la tierra, ni a la gloria, ni a la vergüenza, sino
únicamente a aquella llama que la retiene.
3º) Sacó
por consecuencia la majestad de Cristo,
diciendo: ¿Si quizá es éste el Cristo?
(Ibíd.
29). No se atrevió a
decir que era el Cristo, para que no pareciese que quería enseñar a los otros,
y, airados éstos por ello, no quisiesen ir a verlo. Tampoco lo calló totalmente,
sino que lo propuso como pregunta, como confiándolo al juicio de ellos, pues
éste es el procedimiento más fácil para persuadir.
III. El fruto de la predicación. Salieron entonces de la ciudad, y vinieron a él (Jn 4, 30).
En esto se da a entender que, si queremos ir
a Cristo, es necesario salir de la ciudad, esto es, abandonar el amor de la concupiscencia
carnal. Salgamos, pues, a él
fuera de los reales (Hebr 13, 13).
(In Joan., IV)
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