I. A Cristo se dio la gracia no solamente como a
persona singular, sino también en cuanto es cabeza de la Iglesia, esto es, para
que se derramase a los miembros; y, por consiguiente, las obras de Cristo se
encuentran, tanto con respecto a sí mismo cuanto a los miembros, en la misma
relación en que se encuentran las obras de otro hombre, constituido en gracia,
con respecto a sí mismo.
Pero es evidente que quienquiera que, constituido
en gracia, padece por la justicia, por eso mismo merece la salvación para sí,
conforme a aquello del Evangelio: Bienaventurados las que padecen persecución
por la justicia (Mt 5, 10). Luego Cristo por su Pasión no solamente
mereció la salvación para sí, sino también para todos sus miembros.
Es cierto que Cristo nos mereció la salvación
eterna desde el principio de su concepción; pero existían por nuestra parte
ciertos impedimentos, que nos imposibilitaban conseguir el efecto de los
méritos precedentes. Por lo que fue necesario que Cristo padeciese para remover aquellos impedimentos.
Y aun cuando la caridad de Cristo no hubiese
sido aumentada en la Pasión más que antes, tuvo, sin embargo, la Pasión de
Cristo algún efecto que no tuvieron los merecimientos precedentes, por razón de
mayor caridad, sino a causa del género de obra que era conveniente a tal
efecto, como se evidencia por las razones dadas más arriba acerca de la
conveniencia de la Pasión de Cristo.
(3ª, q. XLVIII, a. 1)
Los miembros y la cabeza pertenecen a la
misma persona.
De ahí que, como
Cristo es cabeza nuestra por razón de la divinidad y la plenitud de gracia que
redunda a los otros, y nosotros somos sus miembros, su merecimiento no es
extraño a nosotros, sino que redunda en nosotros por la unidad del cuerpo
místico.
II. Mas debe saberse que, aunque Cristo
ha merecido suficientemente con su muerte en favor del género humano, debe
buscar, sin embargo, cada uno los remedios de su propia salvación; pues la muerte de Cristo es como una causa universal de la
salvación, como el pecado del primer hombre fue una causa universal de condenación,
Pero es necesario que la causa universal sea aplicada especialmente a cada uno,
para que participe del efecto de la causa universal.
(3. Dist., 18, a. 6)
Así, pues, el
efecto del pecado del primer hombre llega a cada uno por la generación de la
carne; mas el efecto de la muerte de Cristo pertenece a cada uno por la
regeneración espiritual, mediante la cual el hombre se une e incorpora, en
cierto modo, a Cristo. Y, por lo tanto, es necesario que cada cual sea
regenerado por Cristo, y reciba todo aquello por lo cual obra la virtud de la
muerte de Cristo.
(Contra Gentiles, lib. 4, cap. 55)
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