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viernes, 13 de septiembre de 2019

CONFESIÓN.




 ¡Qué hermosa transformación la que hace en el alma el santo sacramento de la Penitencia! El culpado se convierte en inocente, el esclavo de Satanás en hijo de Dios, y el que poco antes era monstruo horrendo por la culpa, en imagen bellísima del Creador. ¡Tanto es el poder de la divina gracia que se comunica en este Sacramento! Necio es, pues, el que mira con horror a un Sacramento tan saludable, recibiéndolo tan sólo, o por temor a las censuras de la Iglesia, o por respeto al qué dirán. ¿Qué delincuente se detuviera perezoso en las prisiones si dependiera su libertad de la confesión ingenua de su culpa? ¿Qué náufrago no alargaría la mano a la tabla que le ofreciese la Providencia? ¿Qué enfermo consentiría en morir por evitar lo poco de mal sabor de la medicina?

   No quieras, hija de María, ser calificada de necia si, hallándote agobiada bajo el peso de las culpas, o por siniestras preocupaciones o por frívolas excusas, huyes del alivio que se te ofrece en este Sacramento, o no lo frecuentas a menudo y con las debidas disposiciones. Mira que un solo grado de gracia de los que allí se comunican es de más precio que todo cuanto hermoso y bello hay en la Naturaleza. ¿Y quién á tan poca costa no atesora para el cielo lo que vale tanto? ¿Quién no solicita purificarse en esta vida de aquellas manchas que para quitarse necesitan de mucho fuego en el purgatorio?

   Pero antes de pasar a la práctica de este Sacramento quiero prevenirte contra otra necedad peligrosísima, harto frecuente por desgracia aun en personas que se acercan a menudo a los santos Sacramentos: la necedad de callar pecados. Prudente es el rubor que impide el pecado, pero imprudente el que dificulta la penitencia. Una refinada soberbia suele ser el origen de esta confusión culpable, que tantas almas tiene precipitadas en el abismo infernal; porque, si eres humilde, te holgarás de que el confesor te tenga por defectuosa y delincuente.

   Ea, rompe con valor ese rubor que oprime la garganta, y descubre tu pecho al que como padre te guardará inviolable secreto. Nada dirá, que nada puede decir; y aunque pudiera lo callaría, porque más hace el penitente en fiarle su mayor secreto que él en guardarlo. No creas se escandalice el confesor prudente por la enormidad del delito, porque harto conocida le es tu miseria, o por lo que ha leído, o por lo que ha aprendido en los demás.

   Manifiesta con confianza todas tus culpas graves, según las tengas en la conciencia, y sabe que mientras así no lo hagas añades pecados a pecados, quitas el mérito a tus obras y compras leña para quemarte en el infierno. Si oras, si das limosna, si ayunas a pan y agua, si derramas toda la sangre de tus venas al golpe de la disciplina, y al mismo tiempo callas o disimulas algún pecado, no podrás, a pesar de todo eso, entrar en el cielo; de nada te servirá. ¡Qué locura! ¡Por no querer pasar un poquito de vergüenza en el rincón de un confesonario, padecer eterna confusión! —Si no tienes valor para descubrir el mal estado de tu conciencia al propio director (que fuera lo más acertado), busca otro y comienza tu confesión por estas palabras: Padre, vengo poseída de la vergüenza.

   Convencida Santa Teresa de Jesús de que las confesiones mal hechas precipitan a muchas almas en el infierno, escribía llena de celo a un predicador estas palabras: «Padre, predicad muchas veces contra las confesiones mal hechas, porque el demonio no tiene otro lazo con que coger tantas almas cuantas coge con éste.» No basta, pues, confesarse; es preciso hacerlo bien, y con las disposiciones requeridas, de examen, dolor, propósito, confesión de boca y satisfacción. Hazlo así, que yo te aseguro feliz éxito en el Tribunal divino, ante el cual no valdrá excusa alguna, — Además, importa mucho que obedezcas ciegamente; y así, cuando el director te diga que estás bien confesada, lo creas y ahorres ciertas inflexiones extravagantes de si te has o no explicado bien, si te han o no entendido, si tienes o no dolor de tus pecados, si hubo o no falta en el examen, persuadiéndote que sólo se va seguro por el camino de la obediencia. —Evita el ser larga en el confesionario; para esto omite cuentos ridículos, noticias que no pertenecen al Sacramento, faltas ajenas y ciertas pretensiones de mundo que hacen sospechosas las confesiones.


POR
GABINO CHÁVEZ
Presbítero (1894).

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