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miércoles, 6 de febrero de 2019

LOS SACRAMENTOS Y LA VIDA INTERIOR: LA PENITENCIA O CONFESIÓN.




   Después del Sacramento de la Eucaristía, no hay Sacramento del que todo cristiano deba servirse tan frecuentemente y sacar tanto fruto como de la Confesión o Penitencia. Este Sacramento no sólo se ordena a la absolución de las faltas cometidas, sino también contiene en sí mismo una eficacia extraordinaria en orden al aumento y desarrollo de la vida cristiana.

   A fin de exponer convenientemente cuanto se refiere a este Sacramento, débanse señalar los dos aspectos de la penitencia, a saber:

• uno, como virtud, o penitencia interior;

• y otro, como Sacramento, o penitencia exterior.



1º La penitencia como virtud.


 La penitencia como virtud, o penitencia interior, es la disposición del alma por la que nos convertimos de veras a Dios, detestamos y aborrecemos los pecados cometidos, y nos proponemos cambiar nuestra mala vida y las costumbres depravadas, con la esperanza de obtener el perdón de la divina misericordia.

  Esta virtud le es absolutamente necesaria para salvarse al hombre caído en pecado grave, como claramente lo enseñan las divinas Escrituras: «Haced penitencia, porque está cerca el Reino de Dios» (Mt. 3, 2); «si no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13, 5); «no vine a llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia» (Lc. 5, 32); «si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que ha cometido, y observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y justicia, tendrá vida verdadera» (Ez. 18, 21).




2º La Penitencia como Sacramento.


   Nuestro divino Salvador, para facilitarnos y asegurarnos el perdón de nuestros pecados, dispuso que los actos de la virtud de penitencia constituyeran la materia del Sacramento de la Penitencia.  La Penitencia como Sacramento, o penitencia exterior, es la que tiene ciertas señales externas y sensibles que manifiestan la penitencia interior del alma:

el pecador arrepentido muestra, por sus palabras y actos, haber separado su corazón del pecado cometido;

y el sacerdote manifiesta, por lo que dice y hace, la misericordia de Dios, que perdona los pecados.


   Dios quiso elevar esta penitencia exterior a la dignidad de Sacramento por dos razones principales:

   para dar a todo pecador bien arrepentido, por medio de un signo eficaz que produce su efecto infaliblemente, la certeza de la remisión de los pecados alcanzada por la penitencia interior, si ha ido acompañada de la absolución del sacerdote;

   y para que, por medio de un signo sensible, se confiese públicamente que el beneficio de nuestra reconciliación con Dios sólo se alcanza en virtud de los méritos de la Pasión de nuestro Salvador. 

   Este Sacramento se distingue de los demás por la materia: mientras que en éstos es un elemento natural, en la Penitencia son los actos mismos del penitente, a saber: la contrición, la confesión y la satisfacción.




3º Los actos del penitente.


    1º La contrición es un dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de no pecar en adelante.

   Esta contrición fue en todo tiempo necesaria para alcanzar el perdón de los pecados; y, en el hombre caído después del Bautismo, sólo prepara para la remisión de los pecados si va unida a la confianza en la divina misericordia y al deseo de recibir el sacramento. 



   2º La confesión es la acusación de los pecados hecha con el fin de conseguir el perdón de ellos en virtud del poder de las Llaves. Llamase acusación, porque hay que decir los pecados con verdadero espíritu de recriminación, y no como una narración de lo pasado, ni gozándose del mal hecho.

   Esta confesión debe ser:

   íntegra: manifestando al sacerdote todos los pecados mortales, con su número y sus circunstancias agravantes;

   sencilla: sin artificios ni excusas, presentándose al sacerdote tal como uno se ve y se conoce a sí mismo;

   clara: exponiendo lo cierto como cierto y lo dudoso como dudoso;

   discreta: confesando los pecados con modestia y pocas palabras;

   dolorosa: acusándose de los pecados con dolor y compunción. 



   3º La satisfacción es la compensación que el hombre ofrece a Dios por los pecados cometidos, según la disposición del sacerdote, unida a la firme resolución de reparar el pecado cometido en cuanto sea posible.

   Esta satisfacción es necesaria y conveniente para ser absueltos, no sólo de la culpa, sino también de la pena temporal debida por nuestros pecados:

   • ante todo, porque retrae al penitente del pecado, haciéndolo más cauto y vigilante;

   • luego, porque enmienda las reliquias de los pecados y quita, con los actos contrarios de las virtudes, los malos hábitos contraídos por el mal vivir;

   • además, porque nos hace más conformes a Cristo Jesús, que satisfizo por nuestros pecados, haciéndonos compartir su satisfacción;

   • finalmente, porque aparta el castigo inminente del Señor mediante la penitencia y dolor a que nos excita.



4º Efectos del Sacramento de la Penitencia.


  Los efectos del Sacramento de la Penitencia en el alma pueden reducirse a uno solo: la sanación reparadora de los pecados personales cometidos después del Bautismo. Pero este efecto global tiene varios aspectos parciales, negativos unos, y positivos los otros. 

   1º Los efectos negativos de la Penitencia pueden reducirse a tres:

   remite los pecados mortales con la pena eterna debida por ellos;

   perdona los pecados veniales;

    remite siempre, total o parcialmente, la pena temporal debida por los pecados ya perdonados, según las disposiciones más o menos perfectas del penitente, pudiendo a veces ser tan grande su buena disposición que, en virtud de la contrición, desaparezca toda la pena.


   De donde se sigue que la Penitencia tiene la virtud de reparar nuestra vida perdida para la santidad. Es innegable que nuestras infidelidades nos han impedido ser los santos que debiéramos ser para gloria de Jesús y de su Padre. Con todo, Nuestro Señor Jesucristo ha querido dejarnos en el sacramento de la Penitencia una posibilidad de reparar esa falta de santidad y de celo. En efecto, la Penitencia tiene el fin especial y la virtud propia de dirigir la efusión de las gracias de Nuestro Señor hacia la remisión del mal del pecado, y en este mal se debe incluir la propia santidad perdida en esta vida, y la disminución en el cielo de la gloria debida a Jesús y a su Padre. Para conseguir este precioso fruto, el alma debe estar animada, no sólo por un vivo dolor y detestación de sus pecados, sino por un deseo intenso de ver reparada la pérdida de la propia santidad y de la gloria que Dios podía esperar de ella, y una firme confianza de que Jesús puede y quiere realizar esta reparación. 

Tres son también los principales efectos positivos de este Sacramento:

    infunde la gracia santificante, ya bajo forma de gracia primera, o infusión de la gracia en quien no la poseía, ya bajo forma de gracia segunda, o aumento de gracia santificante en quien ya la poseía;

   hace revivir todos los méritos mortificados, esto es, los que el hombre adquirió por sus buenas obras hechas en estado de gracia, y luego perdió al cometer un pecado mortal;

   y concede especiales auxilios para no recaer en el pecado y en orden a la santificación (así, aumenta las fuerzas del alma para vencer las tentaciones y cumplir los mandamientos, llena el alma de paz y tranquilidad de conciencia, y comunica mayores luces en los caminos de Dios).





5º Disposiciones para recibir con fruto el Sacramento de la Penitencia.


    Para recibir con fruto el Sacramento de la Penitencia hay que asegurar aquellas disposiciones que confieren la máxima perfección a los actos que constituyen la materia de este sacramento, contrición, confesión y satisfacción, y que se cuentan al número de cinco: 

   1º Fe profunda en el Sacramento, creyendo firmemente:

   en la sobreabundancia de la satisfacción que Jesús ofrece a su Padre por nosotros en este sacramento, y que basta para borrar cualquier pecado;

   en la eficacia santificadora de la Sangre de Jesucristo, que se derrama copiosamente en nuestras almas para purificarlas y fortalecerlas contra la tentación y el pecado;

   en el carácter sacramental de todos nuestros actos;

   y que es Jesucristo mismo quien nos perdona por medio del confesor.


2º Examen minucioso de los pecados, tanto más diligente cuanto más numerosas sean las faltas en que cae el penitente y menos conozca su interior. Y así:

  las almas que no se confiesan regularmente, o caen en muchas faltas, han de entregarse a él con más esmero;

   mientras que a las almas que cada día hacen su examen de conciencia y se confiesan cada semana, les será más provechoso orientar la diligencia de su examen a indagar, no tanto el número de faltas, sino la causa de las mismas, a fin de aprender a combatir el pecado en sus raíces, adquirir un mayor conocimiento de sí mismas, y permitirle al confesor darles los consejos y remedios más oportunos. 




   3º Contrición lo más perfecta posible: pues cuanto más intenso sea el dolor de las faltas, y más perfecto sea el motivo que lo produzca (amor de Dios, consideración de su infinita bondad y misericordia, del amor y sufrimientos de Cristo, de la monstruosa ingratitud del pecado hacia un Padre tan bueno y un Redentor tan amante), mayor también será el grado de gracia que el alma recibirá en la absolución sacramental.

   Por ello, una práctica sumamente útil es la de pedirle a Dios la gracia de la contrición, el día mismo de la confesión, asistiendo al Santo Sacrificio de la Misa; pues el Concilio de Trento declara que «el Señor, aplacado por la oblación de este Sacrificio, concede la gracia y el don de la penitencia, y perdona por ella los crímenes y pecados, por grandes que sean»; lo cual quiere decir que Dios concede entonces, si se lo pedimos con fe, los sentimientos de arrepentimiento y buenos propósitos, de humildad y confianza, que nos llevan a la contrición y nos preparan a recibir con fruto la remisión de nuestros pecados. 

   4º Confesión humilde y dolorosa, unida a las humillaciones de Cristo. Nuestro Señor tomó sobre sí todas nuestras iniquidades (Is. 53 6), y cargado con ellas las expió en la cruz; pero quiso dejarnos a nosotros una parte de expiación. Por eso hace falta que en el tribunal de la misericordia nos sintamos cargados de nuestras faltas, ingratitudes y miserias, y que la bajeza y la falta de delicadeza de nuestros pecados e infidelidades pesen sobre nuestra conciencia. Unidos a Jesucristo en sus humillaciones a causa de nuestros pecados, seremos purificados por la inmensidad de sus expiaciones. 




   5º Voluntad firme de corregirse: después de haberse reconocido culpable, aunque sólo sea de faltas veniales, es de la mayor importancia para la vida interior guardar en el alma una voluntad eficaz y un propósito firme de no volver a consentir a esas negligencias ni a nada que pueda desagradar a Dios. Para ello:

   no basta un propósito general de no volver a pecar, sino que hay que tomar una resolución clara, concreta y enérgica, de poner por obra los medios necesarios para evitar tal o cual falta, o adelantar en una determinada virtud;

   esta resolución debe controlarse en el examen diario de conciencia;

   finalmente, hay que dar cuenta al confesor de la fidelidad y diligencia que se ha puesto en cumplirla.



Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.

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