Vistas de página en total

martes, 6 de noviembre de 2018

LA ACEPTACIÓN CRISTIANA DE LA MUERTE Y LA GRACIA DE LA PERSEVERANCIA FINAL.




   En el trabajo de la santificación no basta comenzar bien, ni siquiera progresar mucho y largo tiempo; lo más necesario de todo es acabar bien, pues en todas las cosas «el fin es el que corona la obra». Por eso nos toca examinar, a modo de conclusión final, la buena muerte considerada bajo un doble aspecto:

1º como coronación de todo el trabajo de renuncia y mortificación;

2º como coronación de todo nuestro trabajo de santificación.


1º La aceptación cristiana de la muerte, coronación de todo el trabajo de mortificación y renuncia al pecado.


   Considerada a la luz de la fe, la muerte aparece como la penitencia por excelencia para expiar los pecados cometidos, y como el sacrificio por excelencia para unirnos al holocausto del Calvario.

1º La muerte, cristianamente aceptada, constituye la penitencia por excelencia para reparar nuestros pecados. Tenemos las pruebas de ello:


a) En la voluntad formal de Dios. Todas las penitencias soportadas a lo largo de la vida son sólo cuentas parciales y anticipadas; el pago total que la justicia divina exige por nuestras deudas es la muerte. Así lo decretó Dios desde que el pecado entró en el mundo: «Ciertamente morirás» (Gen. 2, 17); así lo proclama San Pablo: «La paga del pecado es la muerte» (Rom. 6, 23).

b) En la conducta de Jesucristo. Hecho fiador nuestro, Jesucristo expió nuestros pecados por su muerte en la cruz; y por eso mismo, también nosotros debemos pagar a la justicia divina la parte que nos corresponde, uniendo el sacrificio de nuestra vida al de Jesucristo.

c) En la naturaleza del pecado y de la muerte. Todo pecado tiene como principio, ya un apego desordenado a los bienes de la tierra, ya una satisfacción culpable de los sentidos, ya un acto de orgullo o de voluntad propia. Ahora bien, aceptar cristianamente la muerte es reparar:

todos nuestros apegos desordenados, aceptando la separación desgarradora de todos los bienes de esta tierra;
todos nuestros placeres culpables, aceptando la muerte con todo su cortejo de sufrimientos físicos y angustias morales;
todos nuestros actos de orgullo y de voluntad propia, haciéndonos obedientes a la voluntad de Dios hasta el punto de aceptar la muerte, tal como le plazca enviárnosla, y la humillación y olvido supremo de la tumba. Por eso, los autores ascéticos ven en la aceptación cristiana de la muerte un acto de caridad perfecta, que tiene la virtud de expiar todas las deudas contraídas por nuestros pecados.


2º La muerte, cristianamente aceptada, es el sacrificio por excelencia. En efecto, para la criatura humana:

• aceptar la destrucción de su ser para reconocer el supremo dominio de Dios sobre ella, es ofrecer a la divina Majestad el más perfecto holocausto;

• aceptarla con la confianza y abandono filial hacia nuestro Padre celestial es acabar nuestra vida por el acto más meritorio;

• aceptarla, sobre todo, en unión con Jesús y su sacrificio de la cruz, muriendo con El por la redención de las almas, es coronar nuestra vida con el más fecundo sacrificio, a imitación de Jesús, que convirtió el patíbulo infame de la cruz en un altar donde consumó el más perfecto sacrificio para gloria de su Padre y salvación de las almas.

3º La aceptación cristiana de la muerte, práctica de toda la vida. Es capital y decisivo no esperar a nuestra última hora para aceptar la muerte en espíritu de penitencia y de sacrificio, haciendo de la aceptación de la muerte una práctica de toda la vida y aun de cada día.


• Es sabiduría y prudencia. Coronar nuestra vida con la aceptación generosa de la muerte es una cosa tan grande y decisiva, que hay que entrenarse a ella cada día: tamaña obra no se improvisa. Además, según una ley general, enunciada por Nuestro Señor, la muerte llega de improviso y nos amenaza a toda hora. Finalmente, en el momento de la muerte, mucho hay que temer que la enfermedad nos prive de la lucidez de mente y de la libertad de voluntad necesarias para darle a este acto tan importante toda su perfección.

• Es un deber a título de cristianos. Jesús hace de la vigilancia y preparación a la muerte un precepto para todos sus discípulos, comparando la muerte con un ladrón que acecha sin cesar a su víctima para despojarla cuando menos lo piense, y con un señor que vendrá a sorprender de improviso a su servidor para pedirle cuenta de su trabajo. El buen cristiano debe, pues, preocuparse habitualmente de la muerte, y estar siempre preparado para ella (Mt. 24 42-47).

• Es una fuente de méritos. Cada vez que nos ponemos ante la eventualidad de una muerte para aceptarla dónde, cuándo y cómo plazca a Dios enviárnosla, ganamos íntegramente el mérito de este acto. También en esto Jesús nos sirve de Modelo. El murió una sola vez en la Cruz; pero a lo largo de toda su vida mortal entreveía esta muerte sangrienta, la aceptaba plenamente, y unía así de antemano el sacrificio parcial de cada instante al sacrificio total de su vida. Nosotros moriremos una sola vez; pero, a ejemplo de nuestra divina Cabeza, podemos ganar todo el mérito del sacrificio de nuestra muerte cuantas veces y tan a menudo como queramos.



2º La perseverancia final, coronación de todo nuestro trabajo de crecimiento en vida divina.


   La perseverancia final es la gracia de las gracias, la que corona toda nuestra vida espiritual haciendo que la muerte nos encuentre en estado de gracia y merezcamos, por lo tanto, la recompensa eterna prometida por Dios a los bienaventurados.


• Sin esta gracia, todo está perdido: cualquiera que sea el grado de santidad a que hayamos llegado, si viniéramos a perderlo y morir en desgracia de Dios, todo estaría irremisiblemente perdido para nosotros.

• Con esta gracia, todo está ganado: «Quien persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt. 10 22). Así pues, sólo la perseverancia final dará una respuesta favorable al angustioso interrogante de nuestra vida: ¿Mereceré el premio definitivo, o el definitivo castigo? ¿Seré un eterno bienaventurado en el cielo, o un eterno condenado en el infierno? Por eso, nunca haremos lo bastante para asegurar nuestra perseverancia final.


   Esta perseverancia final puede considerarse bajo un doble aspecto: del lado del hombre y del lado de Dios.

1º Por parte del hombre, la perseverancia final consiste en mantenerse en la gracia de Dios hasta la muerte. Supone como elemento esencial una buena muerte, esto es, una muerte en estado de gracia; pero es más o menos perfecta, según que el alma se haya mantenido por más o menos tiempo en gracia de Dios antes de salir de este mundo.

2º Por parte de Dios, la perseverancia final supone todo un conjunto de socorros, no sólo ordinarios, sino también extraordinarios y gratuitos.


• Socorros extraordinarios, que pueden ser exteriores o interiores: EXTERIORES, como las intervenciones especiales de la Providencia, tanto para desviar del curso de nuestra existencia ciertas circunstancias que Dios sabía serían fatales para nuestra virtud, como para enviarnos la muerte en la hora más favorable;
INTERIORES, como las gracias especiales que, por su naturaleza, oportunidad e intensidad, nos permiten triunfar en las horas críticas de la vida y en las luchas supremas de la agonía.

• Socorros gratuitos: constituidos en estado de gracia, podemos merecer en justicia, por nuestra fidelidad y virtudes, un nuevo grado de gracia y de gloria; pero jamás podremos merecer en justicia la perseverancia final, ya que en ninguna parte de la Escritura se nos promete como recompensa de nuestras buenas obras; y así, debemos esperarla de la liberalidad divina como un puro don.




3º Medios para asegurar nuestra perseverancia final.


Los medios para asegurar la perseverancia final pueden reducirse a tres: la oración, la comunión frecuente y la devoción a María.


1º La oración. Lo que no podemos exigir estrictamente de la justicia de Dios por vía de mérito propiamente dicho, podemos obtenerlo infaliblemente de la misericordia de Dios por medio de oraciones humildes, confiadas y perseverantes:

oraciones humildes: que partan de la convicción de nuestra impotencia radical para perseverar por nuestras propias fuerzas;

oraciones confiadas: apoyadas en la promesa formal de Dios de concederlo todo a la oración hecha en nombre de Jesucristo;

oraciones perseverantes: ya que la perseverancia final supone un encadenamiento continuo de gracias, cada una de las cuales es enteramente gratuita; por eso, hay que pedirlas cada día hasta el último momento.

2º La Comunión diaria. Jesucristo mismo afirma solemnemente que la comunión es una prenda de perseverancia final: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6 54). Las oraciones que preceden y acompañan a la comunión nos inculcan la misma verdad: «Señor Jesucristo…, haz que permanezca siempre fiel a tus mandamientos, y no permitas que jamás me separe de ti»; «el Cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna».




Al culto eucarístico se vincula la devoción al Sagrado Corazón y la práctica reparadora de la Comunión durante nueve primeros viernes de mes, según la promesa expresa del Corazón de Jesús a Santa Margarita María: «Prometo, en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que su amor todopoderoso concederá, a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final; no morirán en mi desgracia ni sin recibir los Sacramentos, y mi Corazón será su refugio seguro en aquella hora».


3º La devoción a María. La devoción a María siempre ha sido proclamada como una de las señales más ciertas de predestinación, es decir, de perseverancia final: «Un esclavo de María nunca perecerá». Por eso, la Iglesia nos incita a recurrir diariamente a María, al hacernos decir sin cesar en el Ave María: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora», para asegurarnos los auxilios especiales del «viaje», «y en la hora de nuestra muerte», para asegurarnos los auxilios especiales del «paso supremo».


A la oración confiada a María debemos vincular igualmente la devoción a su Corazón Inmaculado y la práctica reparadora de la Comunión durante cinco primeros sábados de mes, según lo que la Santísima Virgen prometió en 1925 a Sor Lucía: «Prometo asistir en la hora de la muerte, con todas las gracias necesarias para la salvación de su alma, a todos los que el primer sábado, durante cinco meses, se confiesen, reciban la Sagrada Comunión, recen el Rosario y me hagan compañía durante quince minutos, meditando sobre los misterios del Rosario, con espíritu de reparación».


4º Consideraciones finales.


   Según la enseñanza de la teología católica, además de los medios anteriores para conseguir infaliblemente de la misericordia divina la gracia de la perseverancia final, hay ciertas señales de predestinación, esto es, conjeturas por las cuales podemos y debemos alimentar una esperanza muy fundada de que obtendremos de Dios ese gran don. Entre ellas son las principales:

• vivir habitualmente en gracia de Dios, huyendo con generosidad del pecado y de sus ocasiones, y practicando las virtudes cristianas;

• la paciencia cristiana en las adversidades;

• una verdadera humildad;

la práctica sobrenatural de la caridad cristiana y de las obras de misericordia;

• la unión habitual a Nuestro Señor Jesucristo y a sus misterios.





Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires


No hay comentarios:

Publicar un comentario