En el trabajo
de la santificación no basta comenzar bien, ni siquiera progresar mucho y largo
tiempo; lo más necesario de todo es acabar bien, pues en todas las cosas «el fin es el que corona la obra». Por
eso nos toca examinar, a modo de conclusión final, la buena muerte considerada
bajo un doble aspecto:
1º
como coronación de todo el trabajo de renuncia y mortificación;
2º
como coronación de todo nuestro trabajo de santificación.
1º La aceptación cristiana de la
muerte, coronación de todo el trabajo de mortificación y renuncia al pecado.
Considerada a
la luz de la fe, la muerte aparece como la penitencia por excelencia para expiar los
pecados cometidos, y como el sacrificio por excelencia para unirnos al
holocausto del Calvario.
1º
La muerte, cristianamente aceptada, constituye la penitencia por excelencia
para reparar nuestros pecados. Tenemos las pruebas de
ello:
a) En la
voluntad formal de Dios. Todas las penitencias
soportadas a lo largo de la vida son sólo cuentas parciales y anticipadas; el
pago total que la justicia divina exige por nuestras deudas es la muerte. Así
lo decretó Dios desde que el pecado entró en el mundo: «Ciertamente morirás»
(Gen.
2, 17); así lo proclama San Pablo: «La
paga del pecado es la muerte» (Rom. 6,
23).
b) En la
conducta de Jesucristo. Hecho fiador nuestro,
Jesucristo expió nuestros pecados por su muerte en la cruz; y por eso mismo,
también nosotros debemos pagar a la justicia divina la parte que nos
corresponde, uniendo el sacrificio de nuestra vida al de Jesucristo.
c) En la
naturaleza del pecado y de la muerte. Todo pecado
tiene como principio, ya un apego desordenado a los bienes de la tierra, ya una
satisfacción culpable de los sentidos, ya un acto de orgullo o de voluntad
propia. Ahora bien, aceptar cristianamente la muerte es reparar:
•
todos nuestros apegos desordenados, aceptando la separación desgarradora de
todos los bienes de esta tierra;
• todos
nuestros placeres culpables, aceptando la muerte con todo su cortejo de
sufrimientos físicos y angustias morales;
• todos
nuestros actos de orgullo y de voluntad propia, haciéndonos obedientes a la
voluntad de Dios hasta el punto de aceptar la muerte, tal como le plazca
enviárnosla, y la humillación y olvido supremo de la tumba. Por eso, los
autores ascéticos ven en la aceptación cristiana de la muerte un acto de
caridad perfecta, que tiene la virtud de expiar todas las deudas contraídas por
nuestros pecados.
2º
La muerte, cristianamente aceptada, es el sacrificio por excelencia.
En efecto, para la criatura humana:
• aceptar la destrucción de su ser para
reconocer el supremo dominio de Dios sobre ella, es ofrecer a la divina
Majestad el más perfecto holocausto;
• aceptarla con la confianza y abandono filial
hacia nuestro Padre celestial es acabar nuestra vida por el acto más meritorio;
• aceptarla, sobre todo, en unión con Jesús y
su sacrificio de la cruz, muriendo con El por la redención de las almas, es
coronar nuestra vida con el más fecundo sacrificio,
a imitación de Jesús, que convirtió el patíbulo infame de la cruz en un
altar donde consumó el más perfecto sacrificio para gloria de su Padre y
salvación de las almas.
3º
La aceptación cristiana de la muerte, práctica de toda la vida. Es
capital y decisivo no esperar a nuestra última hora para aceptar la muerte en
espíritu de penitencia y de sacrificio, haciendo de la aceptación de la muerte
una práctica de toda la vida y aun de cada día.
• Es sabiduría y prudencia. Coronar nuestra vida con la aceptación generosa de la
muerte es una cosa tan grande y decisiva, que hay que entrenarse a ella cada
día: tamaña obra no se improvisa. Además, según una ley general, enunciada por
Nuestro Señor, la muerte llega de improviso y nos amenaza a toda hora.
Finalmente, en el momento de la muerte, mucho hay que temer que la enfermedad
nos prive de la lucidez de mente y de la libertad de voluntad necesarias para
darle a este acto tan importante toda su perfección.
• Es un deber a título de cristianos. Jesús hace de la vigilancia y preparación a la muerte un
precepto para todos sus discípulos, comparando la muerte con un ladrón que
acecha sin cesar a su víctima para despojarla cuando menos lo piense, y con un
señor que vendrá a sorprender de improviso a su servidor para pedirle cuenta de
su trabajo. El buen cristiano debe, pues, preocuparse habitualmente de la
muerte, y estar siempre preparado para ella (Mt. 24 42-47).
• Es una fuente de méritos. Cada vez que nos ponemos ante la eventualidad de una
muerte para aceptarla dónde, cuándo y cómo plazca a Dios enviárnosla, ganamos
íntegramente el mérito de este acto. También en esto Jesús nos sirve de Modelo.
El murió una sola vez en la Cruz; pero a lo largo de toda su vida mortal
entreveía esta muerte sangrienta, la aceptaba plenamente, y unía así de antemano
el sacrificio parcial de cada instante al sacrificio total de su vida. Nosotros
moriremos una sola vez; pero, a ejemplo de nuestra divina Cabeza, podemos ganar
todo el mérito del sacrificio de nuestra muerte cuantas veces y tan a menudo
como queramos.
2º La perseverancia final, coronación
de todo nuestro trabajo de crecimiento en vida divina.
La
perseverancia final es la gracia de las gracias, la que corona toda nuestra
vida espiritual haciendo que la muerte nos encuentre en estado de gracia y merezcamos,
por lo tanto, la recompensa eterna prometida por Dios a los bienaventurados.
• Sin esta gracia, todo está perdido: cualquiera que sea el grado de santidad a que hayamos
llegado, si viniéramos a perderlo y morir en desgracia de Dios, todo estaría
irremisiblemente perdido para nosotros.
• Con esta gracia, todo está ganado: «Quien persevere hasta el fin, éste será salvo» (Mt.
10 22). Así pues, sólo la perseverancia final dará
una respuesta favorable al angustioso interrogante de nuestra vida: ¿Mereceré el premio definitivo, o el definitivo castigo?
¿Seré un eterno bienaventurado en el cielo, o un eterno condenado en el
infierno? Por eso, nunca haremos lo bastante
para asegurar nuestra perseverancia final.
Esta
perseverancia final puede considerarse bajo un doble aspecto: del lado del
hombre y del lado de Dios.
1º
Por parte del hombre, la perseverancia final consiste en
mantenerse en la gracia de Dios hasta la muerte. Supone como elemento esencial
una buena
muerte, esto es, una muerte en
estado de gracia; pero es más o menos perfecta, según que el alma se haya
mantenido por más o menos tiempo en gracia de Dios antes de salir de este
mundo.
2º
Por parte de Dios, la perseverancia final supone todo un
conjunto de socorros, no sólo ordinarios, sino también extraordinarios y
gratuitos.
• Socorros extraordinarios, que pueden ser exteriores o interiores: EXTERIORES, como las intervenciones especiales de la Providencia,
tanto para desviar del curso de nuestra existencia ciertas circunstancias que
Dios sabía serían fatales para nuestra virtud, como para enviarnos la muerte en
la hora más favorable;
INTERIORES, como
las gracias especiales que, por su naturaleza, oportunidad e intensidad, nos
permiten triunfar en las horas críticas de la vida y en las luchas supremas de
la agonía.
• Socorros gratuitos: constituidos
en estado de gracia, podemos merecer en justicia, por nuestra fidelidad y
virtudes, un nuevo grado de gracia y de gloria; pero jamás podremos merecer en
justicia la perseverancia final, ya que en ninguna parte de la Escritura se nos
promete como recompensa de nuestras buenas obras; y así, debemos esperarla de
la liberalidad divina como un puro don.
3º Medios para asegurar nuestra
perseverancia final.
Los medios para asegurar la perseverancia final pueden
reducirse a tres: la oración, la
comunión
frecuente y la devoción a
María.
1º La oración.
Lo que no podemos exigir estrictamente de la justicia de Dios por vía de mérito
propiamente dicho, podemos obtenerlo infaliblemente de la misericordia de Dios por
medio de oraciones humildes, confiadas y perseverantes:
• oraciones humildes: que partan de la convicción de nuestra
impotencia radical para perseverar por nuestras propias fuerzas;
• oraciones confiadas: apoyadas en la promesa formal de Dios de
concederlo todo a la oración hecha en nombre de Jesucristo;
• oraciones perseverantes: ya
que la perseverancia final supone un encadenamiento continuo de gracias, cada
una de las cuales es enteramente gratuita; por eso, hay que pedirlas cada día
hasta el último momento.
2º La Comunión diaria. Jesucristo
mismo afirma solemnemente que la comunión es una prenda de perseverancia final:
«Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la
vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn. 6 54). Las
oraciones que preceden y acompañan a la comunión nos inculcan la misma verdad: «Señor Jesucristo…, haz que permanezca siempre fiel a tus
mandamientos, y no permitas que jamás me separe de ti»; «el Cuerpo de Nuestro
Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna».
Al culto eucarístico se vincula
la devoción al Sagrado
Corazón y la práctica reparadora de la
Comunión durante nueve primeros viernes de mes, según la promesa expresa del
Corazón de Jesús a Santa Margarita María: «Prometo,
en el exceso de la misericordia de mi Corazón, que su amor todopoderoso
concederá, a todos los que comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la
gracia de la penitencia final; no morirán en mi desgracia ni sin recibir los
Sacramentos, y mi Corazón será su refugio seguro en aquella hora».
3º La devoción a María. La
devoción a María siempre ha sido proclamada como una de las señales más ciertas
de predestinación, es decir, de perseverancia final: «Un esclavo de María nunca perecerá».
Por eso, la Iglesia nos incita a recurrir diariamente a María, al hacernos
decir sin cesar en el Ave María: «Ruega por nosotros,
pecadores, ahora», para
asegurarnos los auxilios especiales del «viaje», «y en la hora de nuestra muerte»,
para asegurarnos los auxilios especiales del «paso supremo».
A la oración confiada a María
debemos vincular igualmente la devoción a su Corazón
Inmaculado y la práctica reparadora de la Comunión
durante cinco primeros sábados de mes, según lo que la Santísima Virgen
prometió en 1925 a Sor Lucía: «Prometo
asistir en la hora de la muerte, con todas las gracias necesarias para la
salvación de su alma, a todos los que el primer sábado, durante cinco meses, se
confiesen, reciban la Sagrada Comunión, recen el Rosario y me hagan compañía
durante quince minutos, meditando sobre los misterios del Rosario, con espíritu
de reparación».
4º Consideraciones finales.
Según la
enseñanza de la teología católica, además de los medios anteriores para
conseguir infaliblemente de la misericordia divina la gracia de la perseverancia
final, hay ciertas señales de
predestinación, esto es, conjeturas por las cuales podemos y debemos
alimentar una esperanza muy fundada de que obtendremos de Dios ese gran don.
Entre ellas son las principales:
• vivir habitualmente en gracia de Dios, huyendo con generosidad del pecado y de sus ocasiones, y
practicando las virtudes cristianas;
• la paciencia cristiana en las adversidades;
• una verdadera humildad;
• la práctica
sobrenatural de la caridad cristiana y de las obras
de misericordia;
• la unión
habitual a Nuestro Señor Jesucristo y a sus
misterios.
Seminario
Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno,
Pcia. de Buenos Aires
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