Considera como la primera señal que dio el Ángel a los pastores para
hallar al Mesías recién nacido, fue la de encontrarle en forma de niño: Invenietis infantem pannis involutum (Luc. II, 12).
La pequeñez de los niños es un grande atractivo de amor; pero un
atractivo mucho mayor debe ser para nosotros la
pequeñez de Jesús, que, siendo un Dios inmenso, se ha hecho chiquito por
nuestro amor, como
dice san Agustín (22 In Joan.). Adán compareció sobre la tierra en
edad perfecta; mas el Verbo eterno quiso manifestarse infante, para atraerse de
esta manera con mayor fuerza de amor nuestros corazones. Jesús no viene al
mundo para infundir terror, sino para ser amado; y por eso en su primera
aparición quiere hacerse ver tierno y pobre niño. «Mi Señor es grande, y
digno en gran manera de ser loado», decía
san Bernardo (Serm. XLVII
in Cant.);
pero viéndole después el Santo
hecho pequeñito en el establo de Belén, añadía
exclamando con ternura: Chiquito es el Señor, y por ello muy digno de ser amado. ¡Ah! y
quien considere con fe a un Dios niño llorar, y dar vagidos sobre la paja en
una gruta, ¿cómo es posible que no le ame, y no invite a todos a amarle, como invitaba
san Francisco de Asís
diciendo: Amemos al Niño de Belén: amemos al Niño de Belén? ÉL es infantito, no habla,
sí que solo gime; pero
¡oh Dios! que aquellos gemidos son voces todas de amor, con las que
nos convida a amarle, y nos pide el corazón. Considero por otra
parte que los niños se atraen los afectos también, porque se reputan inocentes,
aunque nazcan manchados de la culpa original. Mas Jesús nace niño inocente, santo, sin mancha
alguna. Mi amado, decía
la sagrada Esposa,
es todo rubicundo por el
amor y cándido por la inocencia, puro de toda culpa, elegido entre miles: Dilectus meus candidus et rubicundus, electus ex millibus
(Cant. V, 10).
Solo en este
Niño halló el eterno Padre sus delicias,
porque, como dice san Gregorio, solamente en este no halló culpa. Consolémonos, pues, nosotros
miserables pecadores, porque este divino Infante ha venido del cielo a comunicarnos esta su inocencia
por medio de su pasión. Los
méritos suyos, si nosotros supiésemos estimarlos, pueden mudarnos de pecadores
en santos e inocentes; pongamos en ellos nuestra confianza, pidamos por los
mismos al eterno Padre siempre la gracia, y lo alcanzaremos todo.
Afectos y súplicas.
Eterno
Padre, yo
miserable pecador, reo del infierno, no tengo qué ofreceros en satisfacción de
mis pecados; os ofrezco, pues, las lágrimas, las penas, la sangre, la muerte de
este niño que es vuestro Hijo, y por él os suplico piedad. Si yo no tuviese este
Hijo que ofreceros, sería perdido, no tendríais más que esperar de mí; pero Vos
para esto me lo habéis dado, a fin de que ofreciéndoos los méritos suyos espere
mi salvación. ¡Señor! grande
ha sido mi ingratitud; pero es más grande vuestra misericordia. ¿Y qué mayor
misericordia podía esperar, que tener de Vos en don a vuestro mismo Hijo, por
mi Redentor y por víctima de mis pecados?
Por amor, pues, de Jesucristo perdonadme todas las ofensas que os he
hecho; de las cuales me arrepiento con todo el corazón, por haber ofendido a
Vos, bondad infinita. Y por amor de Jesucristo os pido la santa perseverancia. ¡Ah! mi Dios, si
yo os volviese a ofender, después que me habéis esperado con tanta paciencia,
me habéis socorrido con tantas luces y me habéis perdonado con tanto amor, ¿no merecería un
infierno a propósito para mí? ¡Ah! Padre mío, no me abandonéis. Yo tiemblo al
pensar en las traiciones que os he hecho: ¿cuántas veces he prometido amaros, y después os he dado
las espaldas? ¡Ah! mi Creador, no
permitáis que tenga yo que llorar la desgracia de verme nuevamente privado de
vuestra amistad. No permitáis que me separe de Vos, no permitáis que me separe
de Vos. Lo repito y quiero repetirlo hasta el último aliento de mi vida; y Vos dadme
la gracia para siempre de repetiros esta misma súplica: Ne me permitías separan a
te. Jesús mío, mí amado niño, encadenadme con vuestro amor. Os amo,
y quiero siempre amaros. No permitáis que yo tenga que separarme más de vuestro
amor.
Amo
también a Vos, Madre mía; amadme asimismo Vos. Y sí me amáis, esta es la gracia que me
habéis de alcanzar, que ya no deje más de amar a Dios.
MEDITACIONES PARA TODOS LOS DÍAS DE ADVIENTO.
SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO
OBISPO, DOCTOR DE LA IGLESIA.
No hay comentarios:
Publicar un comentario