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miércoles, 7 de agosto de 2019

ANTIGÜEDAD DE LA CONFESIÓN.





Adán fué el primer penitente; se confesó diciendo: “He comido el fruto de aquel árbol” (Gen, 3, 12). Eva se confesó: “La serpiente me ha engañado” dijo, (Gen. 3, 13). Caín se confesó; pero su confesión fué nula, porque la hizo con desesperación: “Mi iniquidad, dijo, es tan grande, que no puedo yo esperar perdón”.  (Gen. 4, 13)

Heridos de las serpientes, los hebreos confiesan en el desierto sus pecados… El mismo Faraón declaró sus crímenes, pero sin arrepentimiento… David confesó su falta al profeta Nathan. El pródigo se humilló a los pies de su Padre y le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y en vuestra presencia.
Samaritana y Magdalena se confiesan a Jesucristo. Pedro igualmente: Alejaos de mí, Señor, dijo, porque soy un pecador. El buen ladrón en la cruz hace también una confesión pública.

En la Sagrada Escritura encontramos la confesión ya pública, ya particular......

Se dice en el libro de las Actas do los Apóstoles, que muchos de los fieles venían a confesar y a declarar aquello que habían hecho de mal.

Se trata aquí de una confesión hecha a un hombre, esto es, a S. Pablo, de una confesión que tiene por objeto obtener el perdón de los pecados. ¿No es ésta la confesión sacramental?

He aquí lo que, en el primer siglo de la Iglesia S. Clemente, sucesor de S. Pedro, dice de la confesión: Todo el que tenga cuidado de su alma no se avergüence de confesar sus pecados al que presida, para obtener su perdón. S. Pedro, añade, obligaba a descubrir a los sacerdotes hasta los malos pensamientos. Mientras que estamos en la tierra, convirtámonos, porque una vez estemos en la eternidad, ya no podremos confesarnos ni hacer penitencia. (Epist. II. ad Cor.).

En el siglo II, Tertuliano dice: Muchos evitan declarar sus pecados porque cuidan más de su honra que de su salvación. Imitan a los que heridos de una enfermedad secreta, ocultan su mal al médico y se atraen la muerte. ¿No vale más salvaros confesando vuestros pecados, que condenaros ocultándolos? (De Poenit., c. X)

En el siglo III, escribe el célebre Orígenes: Si nos arrepentimos de nuestros pecados y los confesamos no sólo a Dios, sino también a aquellos que pueden curar las llagas que nos han hecho, estos pecados nos serán perdonados. (Homil. II, in psal. XXXVII).


 
En el siglo IV, S. Atanasio se expresa así: De la misma manera que el hombre bautizado está iluminado por el Espíritu Santo, así también el que confiesa sus pecados en el tribunal de la Penitencia, obtiene la remisión por el Sacerdote. (Collect. choisie des Pères, t. II). En el mismo siglo dice S. Basilio: Es absolutamente preciso descubrir nuestros pecados a los que han recibido la dispensación de los misterios de Dios. (Libermann, c. IV).
En el siglo V, S. Ambrosio, según S. Paulino, lloraba de tal manera cuando un penitente se confesaba con él, que le incitaba también a derramar lágrimas. S. Agustín, en el mismo siglo, pronunciaba estas palabras: Nadie diga: Hago penitencia en secreto a los ojos de Dios, y bastante es que Aquel que debe concederme el perdón, conozca la penitencia que hago en el fondo de mi corazón; si fuese así, inútilmente habría dicho Jesucristo: Lo que desataréis en la tierra, será desatado en el cielo; y en vano también habría confiado las llaves a su Iglesia. No es pues bastante confesarse con Dios, es preciso confesarse también con los que de él han recibido el poder de atar y de desatar. (Serm. II. in Psal., c. I).

Nunca se ha oído, dice S. Juan Clímaco, que vivía en el siglo VI, nunca se ha oído que los pecados cuya confesión se ha hecho en el tribunal de la Penitencia hayan sido divulgados. Así lo ha permitido Dios, a fin de que los pecadores no se apartasen de la confesión, y no se viesen privados de la única esperanza de salvación que les queda. (Vit. Patr.).
En los siglos VII, VIII, IX y X, hallamos pruebas ciertas de la existencia de la confesión auricular. En el siglo XI, dice S. Anselmo: Descubrid fielmente a los Sacerdotes, con una humilde confesión, todas las manchas de la lepra que lleváis en vuestro interior, y quedaréis purificados. (Homil, in decem lepr.). Poco más tarde, S. Bernardo habla así: ¿De qué sirve declarar parte de nuestros pecados y callar otros? ¿No lo conoce todo Dios? ¡Qué! ¡os atrevéis a ocultar algo al que ocupa el lugar de Dios en un tan grande Sacramento! (Opusc. in septem grad. Confess.)

En todas las épocas, desde Jesucristo hasta nuestros días, la existencia de la confesión auricular está atestiguada de una manera irrecusable......

La confesión auricular y sacramental ha subsistido y subsistirá siempre, porque es de creación divina; la confesión pública, que era de origen eclesiástico, ya no tiene lugar, porque ya no existen las razones que la habían hecho establecer......


Cuando Jesucristo vino a la tierra, dice el autor de las Recherches, etc., ya encontró la confesión establecida, y al imponer a sus discípulos la obligación de confesarse, no dio una ley nueva, no hizo más que confirmar y perfeccionar una ley ya existente. Así como elevó el rito del matrimonio a la dignidad de Sacramento, de la misma manera eleva a semejante dignidad el rito de la confesión. Unió a la confesión gracias especiales, haciéndola parte esencial del sacramento de la Penitencia. Esto explica como el precepto de la confesión no excitó ningún murmullo, ni entre los Judíos, ni entre los Gentiles: estaban ya acostumbrados a ella, y nada les parecía más natural: una tradición constante y universal les hacía sentir su necesidad indispensable.

“TESOROS”
DE
CORNELIO Á LÀPIDE.


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