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jueves, 24 de enero de 2019

MEDITANDO CON SAN ALFONSO: LAS PENAS DEL INFIERNO.




   Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, sumo Bien, y se entrega a las criaturas. «Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden contener las aguas» (Jer. 2 13). Y porque, al ofender a Dios, el pecador se dio a las criaturas, justamente será después atormentado en el infierno por esas mismas criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su mayor culpa es la maldad del pecado, que consiste en apartarse de Dios, la pena más grande que hay en el infierno es la pena de daño, esto es, el carecer de la vista de Dios y haberle perdido para siempre.


1º La pena de sentido.


   Consideremos primeramente la pena de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios. ¿Qué es, pues, el infierno? El lugar de tormentos (Lc. 16 28), como lo llamó el rico Epulón, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiese servido de medio para ofender a Dios será más gravemente atormentado. (Apoc. 18 7).

   La vista padecerá el tormento de las tinieblas (Job 10 21). Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasase cuarenta o cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues bien, el infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de luz alguna (Sal. 48, 20).

   El fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. San Basilio explica que el Señor separará del fuego la luz, de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar; o como dice San Alberto Magno, «apartará del calor el resplandor». Y el humo que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (Jud. 1, 3), cegará los ojos de los réprobos. No habrá allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos: un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios, y el horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.

   El olfato padecerá su propio tormento. Sería insoportable estar encerrado en estrecha habitación con un cadáver fétido. Pues bien, el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34 3).

  
   Dice San Buenaventura que, si el cuerpo de un condenado saliera del infierno, bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y aún dice algún insensato: «Si voy al infierno, no iré solo…». ¡Infeliz!, cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos. «Allí –dice Santo Tomás– la compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura». Mucho más penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, «como ovejas en tiempo de invierno» (Sal. 48, 15), «como uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios» (Apoc. 19, 15).

   Padecerán asimismo el tormento de la inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea Dios.

   Será atormentado el oído con los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Job 15 21). A menudo el sueño huye de nosotros cuando oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro… ¡Infelices réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos pavorosos de todos los condenados!…

  La gula será castigada con hambre devoradora (Sal. 58 15), mas no habrá allí ni un pedazo de pan. El condenado padecerá abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua tan solo pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.




2º El fuego del infierno y otros tormentos que lo acompañan.


   La pena de sentido que más atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7 19). El Señor lo mencionará especialmente en el día del juicio: «Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno» (Mt. 25 41).

   Aun en este mundo, el suplicio del fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice San Agustín, «en comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas»; «o como si fueran de hielo», añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue formado. «Muy diferentes son –dice Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de Dios». La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías llama «espíritu de ardor» (Is. 4, 4) al fuego del infierno.

   El réprobo estará dentro de las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí. Todo cuanto vea, toque o respire será fuego. Estará sumergido en fuego como el pez en el agua.

   Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para atormentarle. El cuerpo será pura llama; el corazón arderá en el pecho, las vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Sal. 20 10).

   Hay personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, ni estar junto a un brasero encendido en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen «aquel fuego que devora», como dice Isaías (Is. 33 14). Así como una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán al condenado. Le devorarán sin darle muerte.

   «Sigue, pues, insensato –dice San Pedro Damián hablando del voluptuoso–; sigue satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas, y harán más intensa y abrasadora la llama infernal en que has de arder». Y añade San Jerónimo que «aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan»; hasta el tormento del hielo se padecerá allí (Job 24 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, «los padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del infierno». 

   Las potencias del alma recibirán también su adecuado castigo. 

   Tormento de la memoria será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y que él gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y él menospreció. 

   El entendimiento padecerá considerando el gran bien que ha perdido al perder a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida es ya irremediable.
 
   La voluntad verá que se le niega todo cuanto desea (Sal. 140, 10). El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, sin hallar jamás un momento de reposo.



3º La pena de daño.


   Todas las penas referidas nada son si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios. Decía San Bruno: «Multiplíquense los tormentos, con tal de que no se nos prive de Dios». Y San Juan Crisóstomo: «Si dijeras mil infiernos de fuego, nada dirías comparable al dolor aquél». Y San Agustín añade que si los réprobos gozasen de la vista de Dios, «no sentirían tormento alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso».

   Para comprender algo de esta pena, consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos. En suma: cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el haberlo perdido… Y «puesto que los réprobos pierden el Bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una pena en cierto modo infinita».

   «En este mundo solamente los justos temen esa pena», dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor, todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos». Los pecadores no sienten temor ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que han perdido.
   «El alma, al salir de este mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el sumo Bien; más si está en pecado, Dios la rechaza». Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le retiene, y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios; pero el pecado la aparta y arroja lejos de El (Is. 1, 2).

   Así pues, todo el infierno se cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: «Apartaos de Mí, malditos» (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando mil infiernos –dice San Juan Crisóstomo–, podrá nadie hacerse una idea de lo que significa la pena de ser aborrecido de Cristo».

   Cuando David impuso a Absalón el castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: «Decid a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte» (II Rey. 14, 32). Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: «No volváis a presentaros ante mí»; y tal fue la confusión y dolor de aquel hombre que, al llegar a su casa, murió… ¿Qué será, entonces, cuando Dios despida al réprobo para siempre?… «Esconderé de él mi rostro, y hallará todos los males y aflicciones» (Deut. 31, 17). «No sois ya míos, ni Yo vuestro», dirá Cristo a los condenados (Os. 1, 9) el día del juicio.

   ¡Y si, al menos, pudiese el desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse, ni le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer que Dios es el sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado a aborrecerle siempre. «Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios»: así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.

   El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y, maldiciéndole, maldecirá los beneficios que de Él recibió: la creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los Ángeles y Santos, y con odio implacable a su Ángel custodio, a sus Santos protectores y a la Virgen Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre, Pasión y muerte de Cristo Jesús.




Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.

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