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jueves, 29 de noviembre de 2018

Historia del dogma de la Inmaculada Concepción de María.




DAVID SUÁREZ LEOZ

  

   En la constitución Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854, el beato Pío IX pronuncia y define que la Santísima Virgen María «en el primer instante de su concepción, por singular privilegio y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el Salvador del linaje humano, fue preservada de toda mancha de pecado original ». La atribución de la Inmaculada Concepción a María armoniza con su maternidad divina y santa, lo mismo que con su función de colaboradora en la obra del Hijo único redentor. La Inmaculada es un ejemplo de justificación por pura gracia, que sin embargo no permanece inerte en ella, sino que provoca una respuesta de fe total al Dios santo que la ha purificado.


   Sin embargo, ningún otro dogma de la Iglesia ha pasado por dificultades mayores a la hora de ser fijado, siendo así que el misterio de la Concepción Inmaculada, tan antiguo como el hombre, gozaba ya en el siglo XVII del mayor grado de certeza moral y unánime consentimiento, por lo que en las próximas líneas intentamos acercarnos a los avatares que han acompañado este dogma mariano.


   La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió al modo en que, en algunos casos, fueron interpretadas las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín. El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria, y en De natura et gratia mantiene que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, pero no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina paulina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la Redención para todos los descendientes de Adán.


   Desde el siglo VII la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a san Juan de Eubea: «Si se celebra la dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra, ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la cooperación del santísimo y vivificante Espíritu ». Como se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo, su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.


   En el siglo IX se introdujo en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en Italia, y luego en Inglaterra. Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribe el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, De Conceptu virginali, en el que rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Argumenta Eadmero que María permaneció libre de toda mancha por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo hizo».


   A pesar de la celebración litúrgica, el significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar la atención que fuese el santo quizá más devoto de María quien frenase los impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada de la historia de los dogmas. Me refiero a san Bernardo.


   Habiendo llegado a sus oídos que los monjes de Lyon, en 1140, introdujeron la fiesta, el santo abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una innovación «ignorada de la Iglesia, no aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua». La carta es uno de los mejores documentos para probar la gran devoción del santo a María. Cada vez que la nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.


   Los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando que si Cristo es el redentor de todos, si ningún pecado se perdona sin la Redención de Cristo en la cruz, María tenía que ser también pecadora para ser redimida por Cristo y la Redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. El Doctor Angélico, santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, la Summa. «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia, cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el momento de recibir el alma», responde que ha de decirse que «si el alma de María no hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría la dignidad de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos».


   El beato Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María, a través de la denominada redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado. No obstante, contamos con la afirmación de autores como el padre Juan Mir y Noguera, que adelantan las consideraciones de Escoto a Raimundo Lulio, de quien aquel afirma que le toca de derecho el honor de haber apadrinado la Concepción Inmaculada antes que el inmortal Escoto, y ello porque éste sacó la prerrogativa de la Virgen en 1300, mientras que el teólogo balear lo trata en sus obras desde 1273: (Padre Juan Mir y Noguera: La Inmaculada Concepción, Madrid, Saenz de Jubera hnos., 1905, p. 103.).


1. ¿A Dios le convenía que su Madre naciera sin mancha del pecado original?
Sí, a Dios le convenía que su Madre naciera sin ninguna mancha. Esto es lo más honroso, para él.
2. ¿Dios podía hacer que su Madre naciera sin mancha de pecado original?
Sí, Dios lo puede todo, y por tanto podía hacer que su Madre naciera sin mancha: Inmaculada.
3. ¿Lo que a Dios le conviene hacer lo hace? ¿O no lo hace? Todos respondieron: «Lo que a Dios le conviene hacer, lo que Dios ve que es mejor hacerlo, lo hace».




Entonces Escoto exclamó:

Luego
1. Para Dios era mejor que su Madre fuera Inmaculada: o sea sin mancha del pecado original.
2. Dios podía hacer que su Madre naciera Inmaculada: sin mancha.
3. Por lo tanto: Dios hizo que María naciera sin mancha del pecado original. Porque Dios cuando sabe que algo es mejor hacerlo, lo hace. (Pascual Rambla, OFM: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Puede consultarse en www.franciscanos.org/virgen/rambla.html)


   Desde el tiempo de Escoto la fiesta se expandió a lo largo de aquellos países donde no había sido previamente adoptada. Con excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la asumieron: los franciscanos en el Capítulo General de Pisa en 1263 adoptaron la fiesta de la Concepción de María en toda la orden; esto, sin embargo, no significa que profesasen en este tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos Pedro Aureolo y Francisco de Mayrone fueron los más fervientes defensores de la doctrina, aunque sus antiguos maestros (san Buenaventura incluido) se hubiesen opuesto a ella. La controversia continuó, pero los defensores de la opinión opuesta fueron la mayoría de ellos miembros de la Orden dominicana.


   En 1439 la disputa fue llevada ante el Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, anteriormente opuesta a la doctrina, demostrando ser su más ardiente defensora, pidió una definición dogmática: los obispos declararon la Inmaculada Concepción como una pía doctrina, concorde con el culto católico, con la fe católica, con el derecho racional y con la Sagrada Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o declarar algo en contra.


   Por un decreto de 28 de febrero de 1476, Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia latina y otorgó una indulgencia a todos cuantos asistieran a los oficios divinos de la solemnidad. Como el reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no calmó suficientemente el conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que penaba con la excomunión a todo aquel que acusara de herejía a la opinión contraria (Grave nimis, 4 de septiembre de 1483). En 1546 el Concilio de Trento, cuando la cuestión fue abordada, declaró que «no fue intención de este Santo Sínodo incluir en un decreto lo concerniente al pecado original de la Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios» (Ses. V, De peccato originali). Como quiera que este decreto no definió la doctrina, los teólogos opositores del misterio, aunque reducidos en número, no se rindieron.


   San Pío V no sólo condenó la proposición 73 de Bayo según la cual «no otro sino Cristo fue sin pecado original y que, además, la Santísima Virgen murió a causa del pecado contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos, como castigo del pecado actual y original», sino que también publicó una constitución en la que negaba toda discusión pública del sujeto.


   Mientras duraron estas disputas, las grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron en baluartes de la defensa del dogma. Las universidades más famosas de entonces: la de la Sorbona en París, las de Bolonia y Nápoles en Italia, las de Salamanca y Alcalá en España y la de Maguncia en Alemania, declararon solemnemente estar totalmente de acuerdo con la idea de que María Santísima fue preservada de toda mancha de pecado, y en 1497 la Universidad de París decretó que en adelante no fuese admitido como miembro de la Universidad quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y mantener la Inmaculada Concepción de María. (Enciclopedia Católica, término «Inmaculada Concepción », puede consultarse en www.enciclopediacatolica.com/ i/inmaconcepcion.htm).


   Pablo V (1617) decretó que no debería enseñarse públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio V (1622) impuso absoluto silencio (in scriptis et sermonibus etiam privatis) sobre los adversarios de la doctrina hasta que la Santa Sede definiese la cuestión. Para poner fin a toda ulterior cavilación, Alejandro VI promulgó el 8 de diciembre de 1661 la famosa constitución Sollicitudo omnium Ecclesiarum, definiendo el verdadero sentido de la palabra conceptio, y prohibiendo toda ulterior discusión contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo era objeto de fe.


   Desde el tiempo de Alejandro VII hasta antes de la definición final, no hubo dudas por parte de los teólogos de que el privilegio estaba entre las verdades reveladas por Dios. La Inmaculada Concepción fue declarada el 8 de septiembre de 1760 como principal patrona de todas las posesiones de la Corona de España, incluidas las de América. El decreto del primer Concilio de Baltimore (1846), eligiendo a María en su Inmaculada Concepción patrona principal de los Estados Unidos, fue confirmado el 7 de febrero de 1847.



   Finalmente, el beato Pío IX, rodeado por una espléndida multitud de cardenales y obispos, promulgó el dogma el 8 de diciembre de 1854. En una emotiva homilía, monseñor Óscar Romero lo explicaba con gran sencillez: «Cristo es el Redentor de todos los hombres, también María es redimida, pero hay dos clases de redención: una redención, la que salva de la caída, uno que ha caído y le sacan del hoyo donde cayó, del abismo donde cayó, es un redimido, y así nos ha redimido a todos Cristo porque todos hemos caído en el abismo del pecado original, todos nacemos manchados con esa desobediencia de Adán. Pero hay una segunda clase de redención que se llama una redención de preservación, una redención que consiste en no dejar caer, en decirle: antes de que caigas al abismo, te recojo en mis brazos y te mantengo elevada; como todos los que han caído, tú no has caído, pero debías haber caído, yo te he preservado por un amor especial». Cristo quería una Madre que no tuviera la vergüenza de decir: fui concebida en pecado. Él le adelantó los méritos de su Redención.
   «Te voy a preservar, Madre mía, porque de tus entrañas purísimas voy a tomar carne yo, el Redentor ». (Homilía pronunciada el día 8 de diciembre de 1977 por Óscar Arnulfo Romero y Galdamez, arzobispo de San Salvador. Puede consultarse en www.supercable.es/~gato/ rome-2.htm).


CRISTIANDAD
“Al reino de Cristo por los corazones de Jesús y de María”


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