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martes, 16 de octubre de 2018

VIRTUDES DONES Y GRACIAS ACTUALES.




   Hasta ahora hemos considerado los títulos que nos confiere la vida divina de la gracia. Pero, como reza el dicho, «nobleza obliga»: esta vida ha de contar, como la vida natural, con un verdadero organismo, que nos haga obrar en conformidad con el ser y los títulos recibidos. Dicho organismo, que es infundido juntamente con la gracia, está constituido:
ante todo, por los hábitos sobrenaturales, que son de dos clases: las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo;
y luego, por las gracias actuales, que dan toda su eficiencia a las virtudes y dones.


1º Las virtudes infusas.


Las virtudes infusas son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del alma para disponerlas a obrar sobrenaturalmente según el dictamen de la razón ilustrada por la fe.


Como su nombre lo indica, son otorgadas por una acción directa de Dios, que la teología llama «infusión» (de ahí su nombre de virtudes infusas), juntamente con la gracia, con la que crecen simultáneamente, y con la que también desaparecen por el pecado mortal.
A diferencia de la gracia, que es infundida en la esencia del alma, las virtudes son infundidas en las potencias del alma, inteligencia y voluntad, para elevar, no ya el ser, sino el obrar, al nivel sobrenatural.
Sus actos son inspirados por las luces divinas de la fe, y ejecutados por la voluntad con el socorro de la divina gracia, de modo que su valor es rigurosamente divino, y merecen en justicia un crecimiento de gracia santificante en esta vida y su correspondiente crecimiento de gloria en el cielo.
La finalidad del ejercicio de las virtudes sobrenaturales es nuestra perfección sobrenatural, esto es, la santidad, que consiste en la posesión de Dios por la gracia en esta vida, y por la gloria en el cielo.


Hay dos grandes clases de virtudes infusas: las teologales y las morales.

1º Las VIRTUDES TEOLOGALES son las que tienen a Dios por objeto. Por ellas nos ordenamos directa e inmediatamente a Dios como a nuestro fin último sobrenatural. Son tres:


LA FE nos une a Dios dándonoslo a conocer como suma y primera Verdad, y nos hace verlo y apreciarlo todo tal como Dios lo ve y aprecia.
• LA ESPERANZA nos une a Dios haciéndonoslo desear como sumo Bien y fuente de nuestra felicidad, siempre dispuesto a derramar sus beneficios sobre nosotros y a ayudarnos con su socorro todopoderoso.
• LA CARIDAD nos une con Dios sumamente bueno y amable en Sí mismo, haciendo que nos complazcamos en El y en sus perfecciones divinas, y haciéndonos entrar en santa amistad y familiaridad con El.


2º Las VIRTUDES MORALES son las que tienen por objeto, no ya a Dios, sino los medios que a Él nos conducen, disponiendo las facultades del hombre para ordenar sus actos humanos hacia el fin último sobrenatural. Son muchas, pero se reducen a cuatro principales, llamadas cardinales:


• LA PRUDENCIA nos hace considerar el fin último en todas nuestras acciones, para elegir siempre los medios que mejor nos conduzcan a él. Corrige así la herida de ignorancia que el pecado original dejó en nuestra inteligencia.
• LA JUSTICIA nos hace dar al prójimo lo que le es debido, santificando nuestras relaciones con él para acercarnos más a Dios. Corrige la herida de malicia que el pecado original dejó en la voluntad.
• LA FORTALEZA arma nuestra alma para la lucha, haciéndonos soportar con paciencia los sufrimientos, y emprender con audacia los trabajos más rudos para procurar la gloria de Dios y nuestra salvación. Corrige la herida de debilidad, que el pecado original dejó en el apetito irascible.
• LA TEMPLANZA modera nuestra avidez por el placer, y lo somete a la ley de Dios, para que no nos aparte de nuestro último fin. Corrige la herida de concupiscencia, que el pecado original dejó en el apetito concupiscible.


2º Los dones del Espíritu Santo.


No basta con que el alma posea las virtudes infusas, ya que, aunque le confieren la aptitud de obrar sobrenaturalmente, lo hacen de modo humano, y, por lo tanto, no son capaces de llevarla hasta las cumbres de la Vida Interior. Es necesario que el Espíritu Santo intervenga en persona, tomando la dirección de la obra, y otorgando al alma la capacidad de obrar sobrenaturalmente según un modo divino. Es lo que hace mediante los dones.
   Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para disponerlas a recibir y secundar con facilidad las mociones del mismo Espíritu Santo al modo divino o sobrehumano.


Su finalidad es perfeccionar las virtudes infusas, haciendo a las facultades del hombre prontas y dóciles en corresponder a las inspiraciones del Espíritu Santo, y sobre todo dándoles una modalidad divina de acción.
Los dones son a la vez flexibilidades y energías, docilidades y fuerzas, que por un lado vuelven al alma más pasiva y dócil en secundar las mociones divinas, y por otro la hacen más activa para corresponder a dichas mociones y poner en práctica lo que ellas reclaman.
Son indispensables para alcanzar la perfección cristiana, que no sería consumada sin la intervención del mismo Dios. Por medio de ellos la luz de Dios sustituye a la de la razón, y su moción a la de la voluntad, sin suprimir la libertad; Dios desciende hasta las facultades para dirigir y sostener su acción, convirtiéndolas en instrumentos suyos. Pueden también ser necesarios para la eterna salvación, en circunstancias en que las virtudes infusas, por su modo humano de obrar, no sabrían reaccionar como conviene para evitar el pecado.


Los DONES DEL ESPÍRITU SANTO son siete: sabiduría, entendimiento, ciencia, consejo, piedad, fortaleza y temor de Dios (Is. 11 1-2), porque vienen a perfeccionar las siete virtudes infusas.


El don de SABIDURÍA perfecciona la virtud de caridad, y hace que el alma saboree las cosas divinas, dándole una cierta con naturalidad con ellas.
El don de ENTENDIMIENTO perfecciona la virtud de fe, dándole una gran penetración de los grandes misterios sobrenaturales.
El don de CIENCIA perfecciona la misma virtud de fe, enseñándole a juzgar rectamente de las cosas creadas y a ver en todas ellas la huella de Dios.
El don de CONSEJO perfecciona la virtud de prudencia, haciéndole conocer en casos particulares y difíciles lo que hay que hacer o evitar.
El don de PIEDAD perfecciona la virtud de justicia, excitando en la voluntad un afecto filial hacia Dios considerado como Padre, y un sentimiento de fraternidad cristiana hacia todos los hombres.
El don de FORTALEZA perfecciona la virtud de fortaleza, haciéndola llegar al heroísmo más perfecto en su doble aspecto de acometida viril del cumplimiento del deber a pesar de las dificultades, y de resistencia ante toda clase de pruebas y peligros.
El don de TEMOR perfecciona la esperanza, extirpando de raíz el pecado de presunción y haciendo que nos apoyemos únicamente en el auxilio omnipotente de Dios, y la templanza, refrenando el apetito desordenado de los placeres por el temor de los castigos divinos.





Los actos de las virtudes perfeccionadas por los dones reciben el nombre:
de FRUTOS del Espíritu Santo, cuando alcanzan la suavidad y la madurez plena de la virtud;
y de BIENAVENTURANZAS, cuando además sobresalen por su grado eminente.


3º Las gracias actuales.


Digamos, finalmente, que nuestras facultades sobrenaturales, para ponerse en ejercicio, necesitan un socorro divino, que se llama gracia actual. Como su nombre lo indica, es una moción pasajera, una impulsión transitoria, que el Espíritu Santo nos ofrece para cada acción sobrenatural, y a la que comúnmente solemos dar el nombre de «inspiración de la gracia».


Así, desde la conversión hasta la perseverancia final, pasando por la permanencia en el bien y el crecimiento en santidad, el alma necesita verse continuamente respaldada por las gracias actuales. Pueden presentarse bajo forma de luz que ilumina el entendimiento, o de impulso que incita a la voluntad; ser interiores, y presentarse directamente al alma bajo forma de buen pensamiento, propósito o afecto; o exteriores, y obrar desde fuera, por medio de un consejo, una lectura, un buen ejemplo, un acontecimiento providencial.


Conclusión práctica para la Vida Interior.


La gracia actual es la que da eficacia, en definitiva, a la gracia santificante, a las virtudes y a los dones; pues sin esos socorros del Espíritu Santo, nunca pondríamos en acción el organismo sobrenatural que nos confiere la gracia. Es capital, por lo tanto, ser fieles a las inspiraciones de la gracia, a fin de hacer fructificar ese precioso tesoro. Para ello debemos:


1º Creer en las inspiraciones de la gracia, esto es, en la acción del Espíritu Santo en nuestras almas.


Cada uno de nosotros está llamado a imitar de manera propia y personal la perfección de Jesús y de María. Ahora bien, ¿cómo saber a qué virtudes debemos aplicarnos más especialmente, qué actitudes de alma de Jesús y María debemos adoptar más particularmente? Sólo pueden indicárnoslo las inspiraciones de la gracia, que constituyen la dirección interior del Espíritu Santo.


2º Percibir y reconocer como tal esta dirección de la gracia; pues la voz de la gracia es una voz delicada y tenue, que no se escucha en medio del ruido del mundo.


Para percibirla hay que vivir en el recogimiento y en el silencio, y evitar todo contacto inútil con las criaturas.
Además, hay que discernir estas voces de la gracia; y así, reconoceremos que una inspiración es divina y mariana:
cuando es conforme a las enseñanzas del Evangelio y de la Iglesia, y a las directivas de nuestras Reglas y de nuestros Superiores;
cuando nos empuja a lo que es contrario a nuestras inclinaciones naturales y sensibles, esto es, al sacrificio;
cuando no pide lo que es imposible o excéntrico;
cuando deja la paz en el alma, incluso al exigir el sacrificio;
cuando el director espiritual reconoce en tal dirección una verdadera moción de la gracia.


3º Conceder un gran valor y estima a estas inspiraciones, haciendo con amor y fidelidad lo que esta gracia nos pide, o evitando lo que nos desaconseja.


Para ello, hemos de acordarnos de que estas gracias han costado muy caro a Jesús y a María: por cada una de ellas Jesús y María han rezado, trabajado, sufrido y llorado. Como decía el Padre Edouard Poppe, «en cada gracia brilla una gota de sangre de Jesús y una lágrima de María».


Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.


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