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viernes, 26 de octubre de 2018

LA REALEZA SOCIAL DE CRISTO.




POR LA IGLESIA Y EL SACERDOCIO.


1º Es necesario que Cristo reine.


   Los primeros días de agosto de 1936 un grupo de milicianos comunistas llega al Cerro de los Ángeles. Allí se alza el monumento en honor al Sagrado Corazón de Jesús, debajo de cuya estatua se lee la inscripción: «Reino en España».
   Apuntando sus fusiles al Corazón de Jesús, disparan; y siguen haciendo ejercicios de tiro al blanco sobre la estatua. Luego intentan derribarla. Primero con cuerdas, luego con tractores, inútilmente. Durante varios días trabajan preparando barrenos bajo la estructura del monumento, hasta que, el 7 de agosto, logran hacerla saltar por los aires.
   ¡Todo un símbolo, con que su odio satánico traiciona sus intenciones! El plan de Satán, el plan de los enemigos de Cristo, es derrocarlo definitivamente de la sociedad, de las familias, de los individuos, para levantar un orden de cosas en el que El deje de ser el fundamento: « ¡No queremos que Este reine sobre nosotros!».


« ¿Por qué se amotinan las naciones, y los pueblos maquinan planes vanos?
Los reyes de la tierra se sublevan, los príncipes conspiran de consuno,
contra el Señor Dios y contra su Mesías.
“Rompamos sus cadenas, sus lazos arrojemos de nosotros”.
El que está en el cielo se ríe de ellos, el Señor hace de ellos puro escarnio.
En su furor así les habla, a par que en su ira los desconcierta:
Yo tengo a mi Rey constituido sobre Sión, mi monte santo»
(Sal. 2, 1-6).


   Ya acabada la guerra, los católicos de España hicieron público desagravio al Corazón de Jesús, volviendo a edificar, enfrente del monumento dinamitado, una réplica exacta del Sagrado Corazón, con la misma inscripción debajo: «Reino en España».
   Tal ha de ser el plan de los súbditos de Cristo Rey, de los católicos de todo el orbe: restablecer bajo el cetro de Cristo las sociedades, las familias y los individuos, a fin de levantar un orden de cosas donde Él sea el fundamento y el inspirador.


«El Señor me ha dicho: Hijo mío eres tú, Yo te he engendrado hoy.
Pídeme, y te daré las naciones en herencia, y en posesión los lindes de la tierra.
Tú las gobernarás con vara férrea, y las quebrantarás cual vaso de alfarero.
           Y ahora, reyes, habed juicio; instruíos, oh jueces de la tierra.
Servid al Señor Dios con temor santo, y en El regocijaos con temblor.
Rendidle acatamiento, no sea que Él se irrite…
             ¡Bienaventurados los que confían en El!»
(Sal. 2 7-12)


2º Para que Cristo reine, es necesario reconocer la Iglesia Católica.


   El acatamiento, la sumisión y la adoración de toda criatura: tal es la consecuencia de la Realeza de Cristo. Para todos es una estricta obligación reconocer a Nuestro Señor Jesucristo como Rey y someterse a sus leyes.
   Pero este Reino de Dios no es una abstracción, no está por encima de las nubes, sino que es una realidad bien concreta: es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Como categóricamente afirmaba el Cardenal Pie, «el Reino visible de Dios en la tierra es el Reino de su Hijo encarnado, y el Reino visible del Dios encarnado es el Reino permanente de su Iglesia».
   Nada más claro: Cristo es Rey, «Rex», el que rige. Ahora bien, Cristo, en su cualidad de Cabeza, rige, vivifica y santifica su Cuerpo Místico, que es la Iglesia, la cual pasa a ser así su Regimiento, su Reino. De Ella, y de Ella sola, habla Jesucristo en todas sus parábolas del «Reino de los Cielos»; de Ella dice que «el Reino de Dios está entre vosotros». Por lo tanto, no podemos separar a Dios de Jesucristo, ni a Jesucristo de la Iglesia.


   «Hombres hay que hablan con énfasis de Dios, del Ser supremo: eso no cuesta mucho. Después de todo, Dios es una especie de abstracción: mientras se quede en el cielo, no hay que temerlo demasiado, y además nuestra razón se lo pinta con los colores que le placen.
   «Pero Jesucristo, es decir, Dios hecho hombre, Dios entre nosotros, Dios que nos habla, nos manda, nos amenaza, ¡ah!, ya es algo demasiado serio. ¡Que Dios reine sobre nosotros desde lo alto del cielo, en buena hora!; pero a Este no lo queremos: Nolumus hunc regnare super nos.
   «Otros admiten aún a Cristo y su Evangelio. Cristo ha probado su divinidad, y así debemos creer en ella; nos ha dado su Evangelio, y así debemos recibirlo. Por otra parte, el Evangelio encierra grandes verdades; algunos defienden a capa y espada el Evangelio. ¡Pase, pues, el Evangelio! Pero la Iglesia Católica, con su tribunal supremo, su interpretación severa e inflexible de cada palabra de la Escritura, ¡ah!, ya es algo demasiado preciso: no podemos siquiera interpretarla a nuestro gusto. ¡El Evangelio, pues, en buena hora!; pero esa Iglesia, ese cuerpo enseñante, ese Papa, esos Concilios, no los queremos: Nolumus hunc regnare super nos».


   Así, pues, el Reino de Cristo es la Iglesia Católica; su Reinado es la difusión de la Iglesia entre las naciones; el dogma de Cristo Rey es sinónimo del dogma «Fuera de la Iglesia no hay salvación».
   ¡Muy bien lo entendió el enemigo, que en España, después de derribar la estatua de Cristo Rey, se empecinó en perseguir cruelmente a la Iglesia, matando a sacerdotes, religiosas y obispos, quemando y destruyendo conventos e iglesias!
   ¡Muy bien lo entendió luego cuando, queriendo destruir el Reinado de Cristo, logró que los mismos hombres de Iglesia, alterando la noción misma de Iglesia, remplazaran el dogma de la realeza de Cristo por la ilusión y fábula del ecumenismo, del relativismo religioso, de la Iglesia al mismo rango que cualquier otra religión!
   ¡Muy bien lo entendieron también los católicos convencidos, sencillos pero valientes, para los cuales era preciso defender a la Iglesia, su libertad y su culto, con el fin de hacer reinar a Cristo; los valientes Cristeros que, al grito de « ¡Viva Cristo Rey!», pelearon y murieron en defensa de la Santa Iglesia Católica!
   Esta ha de ser también nuestra convicción: el único camino para alcanzar el acatamiento de los individuos, de las familias, de las sociedades, a Cristo Rey, es la sumisión total a la Santa Iglesia Católica:

Sumisión a su Doctrina y a su enseñanza, en la que todo católico ha de tener interés en formarse («Reino de Verdad y de Vida»).
Sumisión a su Culto y a sus sacramentos, en los que todo hombre ha de buscar la santificación y la gracia («Reino de Santidad y de Gracia»).
Sumisión a su Jerarquía, a sus representantes, a sus sacerdotes («Reino de Justicia, de Amor y de Paz»).


3º Para reconocer la Iglesia Católica, es necesario obedecer a los sacerdotes.


   Este último punto es importante, como concluye el Cardenal Pie, prosiguiendo el texto antes citado:


   «Finalmente, hay otros hombres que aceptan la religión tal cual es; quieren la religión, puesto que es necesaria. Pero los sacerdotes, es decir, los instrumentos inmediatos, los únicos instrumentos por los que la religión, saliendo de su generalidad, se aplica a los individuos, al hombre, ¡ah!, eso ya es otra cosa. La religión aún es una abstracción que mucho no molesta; así, por ejemplo, ella dice que hay que confesarse; pero si sólo estuviera ella, ella no confesaría a nadie. Mas el sacerdote, el hombre de la religión, el hombre de la confesión, ¡ah!, eso ya nos toca de demasiado cerca. ¡La religión, sí!; pero el sacerdote, a ese no lo queremos: Nolumus hunc regnare super nos».


   Sí, en esta crisis de la Iglesia, Dios nos ha dado la gracia de contar con sacerdotes formados según el verdadero espíritu de la Iglesia. Tendrán sus defectos, tendrán sus limitaciones; pero por ellos Dios nos entrega la verdadera doctrina, nos administra los verdaderos sacramentos, nos orienta rectamente hacia nuestra santificación y salvación eternas.
   Ese es el espíritu católico. Ese es el medio de hacer reinar a Cristo.





Conclusión.


   La Realeza de Cristo no responde en definitiva a otra cosa que al deseo supremo que Dios Padre tiene de glorificar a su Hijo como Cabeza de la Iglesia, a fin de que Él tenga el Primado y sea el Primogénito entre muchos hermanos: «Lo he glorificado, y de nuevo lo glorificaré» (Jn 12 28). Quiere glorificar a Cristo Jesús, porque Cristo, su Hijo, es su igual; pero lo quiere también, dice San Pablo, porque el Hijo de humilló: «Se anonadó a sí mismo…; por lo cual Dios lo exaltó» (Fil. 2 7-9):


   «Por haberse anonadado, el Padre le ha dado un nombre que está por encima de todo otro nombre, para que toda lengua proclame que el Señor Jesús comparte la gloria de su Padre».


   También nosotros, a lo largo de nuestra vida, hemos de asociarnos a Dios Padre en su voluntad infinita de glorificar a su Hijo Jesucristo. Hagámoslo sobre todo por el ofrecimiento total de nuestras personas, de nuestras familias, de nuestras patrias, a Jesucristo y a su Iglesia.


   «Señor Jesús, Verbo encarnado, creo que sois Dios, creo que sois Rey. Y porque lo creo, me someto enteramente a Vos, cuerpo, alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, todas mis energías. Quiero que se realice en mí la palabra del Salmista: “Que todas las cosas queden sometidas a vuestros pies en señal de acatamiento” (Sal. 8 8; Heb. 2 8). Sed Vos mi Rey; sea vuestro Evangelio mi guía. No quiero pensar sino como Vos, que sois la Verdad infalible; no quiero obrar fuera de Vos, que sois el único Camino para ir al Padre; no quiero buscar mi alegría fuera de vuestra voluntad, que es la fuente de toda vida. Poseedme enteramente, por vuestro Espíritu, para gloria de vuestro Padre. Amén» (Dom Columba Marmion).



A Ti, oh Príncipe de los siglos, a Ti, oh Cristo, Rey de las Gentes, a Ti te confesamos como único Señor de las inteligencias y de los corazones. A Ti los que mandan en las naciones te ensalcen con públicos honores, te honren los maestros y los jueces, te representen las leyes y las artes. Las insignias regias sumisas brillen como a Ti consagradas; a tu suave cetro somete la patria y las casas de los ciudadanos.



Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires


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