Sermón de Monseñor Marcel
Lefebvre el 30 de junio de 1989, en la primera Misa solemne de unos de sus
Sacerdotes.
Ayer
asistimos y participamos con gran gozo en la magnífica ceremonia de
ordenaciones sacerdotales; y hoy tenemos la enorme satisfacción de asistir a la
primera Misa de uno de los ordenados de ayer. Es una alegría especial, pues,
como ustedes han podido observar, el padre está asistido por sus dos hermanos.
¡Tres levitas de la misma familia! ¡No es algo frecuente! Y por eso, cuando el
querido padre me pidió si aceptaría asistir en su primera Misa y pronunciar
algunas palabras, no pude negarme a compartir la alegría de sus padres, de él
mismo y de sus hermanos, y de todos los que lo han acompañado. Con verdadera
acción de gracias, pues, estamos aquí y compartimos el gozo del reverendo padre
con motivo de la celebración de su primera Misa solemne.
Estimado padre, hoy
celebra usted su primera Misa solemne. ¡Es una fecha importante en su vida! Y
tiene, en esta ocasión, la dicha de estar acompañado, al subir al altar, del
apreciadísimo padre Muñoz, que acompañó a los peregrinos, y que le muestra el
ejemplo de un sacerdote fiel, que guarda la fe católica y no tiene miedo de
afirmarla. Ha sido ya un sostén para usted en su vocación y para toda su
querida familia; y continuará siéndolo, estoy seguro, cuando ejerza usted su
ministerio en Madrid, ya que allí es donde le ha nombrado el Superior de la
Hermandad para cumplir su apostolado.
¿Qué
le diré en esta ocasión? Ante todo, que eche una mirada al pasado, para dar
gracias a Dios y entonarle un himno de acción de gracias.
En efecto, dé gracias a
Dios por haberle hecho nacer en una familia profundamente católica; la prueba
de ello es la vocación de los hijos. Es una gracia excepcional, muy
particularmente en nuestro tiempo. Y dé gracias también a sus padres por haber
velado por su educación y formación cristiana ya desde su infancia, y haberle
permitido así, ciertamente, tener esta vocación extraordinaria al sacerdocio.
Usted puede acordarse ahora, mejor que nadie, de todo lo que en su infancia y
adolescencia le ha conducido al altar. ¡Sólo Dios sabe cuántas circunstancias
le habrían apartado de él! Tal vez, en el camino hacia su vocación, habría
querido usted a veces abandonarla; mas Dios le protegió, y le dio todas las
gracias necesarias para venir a Écône, ese islote de la catolicidad en medio de
la tempestad que hoy hace estragos en la Iglesia. Y estoy seguro de que usted
encontró allí conformidad con sus deseos y pensamientos, con su voluntad de permanecer
católico y de llegar a ser un sacerdote católico. Eso es usted hoy, como muy
bien lo dijo bien ayer su Excelencia Monseñor Tissier de Mallerais, al expresar
la intención con que los ordenaba: para ser sacerdotes de la Iglesia católica y
romana. Usted llegó ya, pues, al sacerdocio. Algunas pruebas tuvo, algunas
dificultades, a lo largo de toda esta formación; pero ahora se siente dichoso
de recoger el fruto de todos esos esfuerzos.
Sin
embargo, si el sacerdocio que recibió es un término, es también un comienzo: el
comienzo de una vida sacerdotal y apostólica. Por eso me gustaría en esta
ocasión expresar brevemente los sentimientos que se encierran en las palabras
que acaba de pronunciar al pie del altar, en el salmo Judica
me. Tres sentimientos principales expresa este magnífico salmo, que la
Iglesia escogió para que el sacerdote lo diga cuando sube al altar.
1º El gozo.
El
primer sentimiento es el acento de gozo: «Introibo ad altare Dei,
ad Deum qui lætificat iuventutem meam»: Entraré, subiré al altar de Dios, a
este altar que alegra mi juventud, y que será toda mi alegría. El primer sentimiento que la Iglesia
pone en los labios del sacerdote cuando sube al altar, es el gozo; y ¡qué
verdad es! ¿Puede haber en la vida del sacerdote un acto que sea más hermoso,
santo y consolador que el Santo Sacrificio de la Misa, que subir al altar? ¿Qué constituye el gozo del sacerdote? Lo que constituye su
gozo, es su intimidad con Nuestro Señor Jesucristo.
El sacerdote, por su
ordenación, y precisamente por el Santo Sacrificio de la Misa que ofrece, y por
el poder que tiene sobre el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo, entra en cierto modo en ese templo santo que
es el altar; entra incluso más adelante, en la misma alma sacerdotal de Nuestro
Señor Jesucristo; y más adelante aún, en el seno de la Santísima Trinidad; pues
Jesús no está solo, sino que está siempre con el Padre y el Espíritu Santo. Así pues, cada vez que el sacerdote sube al altar, tiene
un gusto anticipado del cielo, de la vida eterna. ¡Sí, Nuestro Señor regocija
realmente nuestra juventud, y nos conserva este gozo que nos hace siempre
jóvenes!
Este
gozo es esencialmente el de estar unido a Nuestro Señor en el servicio del
altar; y se encuentra también en todo el apostolado que usted cumplirá ante los
fieles. Este gozo es, en particular, el de bajar
del altar, para ir hacia los fieles presentes y darles la Sagrada Eucaristía, que
no es otra cosa que Jesús mismo, la misma Trinidad Santísima; dar Dios mismo a
los fieles, a las almas que tienen sed de Dios, sed de la felicidad celestial,
sed de elevarse hacia Dios en medio de esta vida que conlleva tantas
dificultades, pruebas y dolores… ¡Qué consuelo será para ellos poder inundar su
cuerpo y su alma de serenidad! Y es usted quien les comunicará ese don
increíble, ese don inefable. Y ello será para usted motivo de gozo, como le
sucederá hoy, si no me equivoco, con su hermanita, que va a hacer hoy su
primera comunión. Usted le dará por vez primera a Jesús. Sí, este será para
usted uno de los mayores gozos al dar la Sagrada Comunión.
Por lo tanto, su
ministerio no carecerá de alegrías y éxitos, a condición, sin embargo, de que
permanezca siempre profundamente unido a Nuestro Señor, buscándolo sólo a Él y
su gloria, y no las amistades terrenas y humanas. Si debe amar a los fieles, a
aquellos a los que es enviado, debe amarlos sólo para Dios y en unión con Dios.
Sólo así será verdaderamente santo, y cumplirá realmente su apostolado
sacerdotal.
2º El sacrificio.
El
sacerdote pide luego a Dios: «Judica me, Deus, et
discerne causam meam ab homine iniquo et doloso»: ¡Oh, Dios mío!, separadme de
todo el mal que hay en el mundo, de todos los que no os aman, de todos los que
se oponen a Vos; no comparta yo sus ideas, ni sus pensamientos, ni sus obras.
El mundo está lleno de personas que se oponen a vuestra santa voluntad; no
permitáis que yo comparta esa mala voluntad. ¡Oh sí, que yo pueda convertirlos
y conducirlos a Vos; pero que jamás comparta yo su corazón ni su pensamiento!
Separadme del hombre inicuo, del hombre malo.
Este salmo, pues, le
anuncia las persecuciones de que será objeto. Y usted clamará a Dios: ¿Por qué,
Señor, dejáis que me persigan los que no os aman? Y entonces Nuestro Señor le
contestará: ¡Para tu santificación!
Nos encontramos en un
mundo perverso, que no quiere conocer a Nuestro Señor Jesucristo. Cierto es que
debemos hacer todo cuanto podamos para convertirlo; pero, desgraciadamente,
sabemos que seremos perseguidos, como lo fue también Nuestro Señor Jesucristo.
¿Acaso somos más que el Maestro? Si Nuestro Señor no convirtió a todo el mundo
que se encontraba alrededor suyo, sino que, al contrario, sufrió la muerte de
parte de sus propios conciudadanos, ¿no somos también nosotros dignos de
recibir persecuciones, golpes, afrentas y toda clase de humillaciones, por amor
a Dios, para conservar el amor de Dios, para defender la dignidad de Nuestro
Señor Jesucristo? Nuestro Señor nos lo anunció: «Si
me han perseguido a Mí, también os perseguirán a vosotros; si el mundo me odia,
también os odiará a vosotros». Así, pues, ya lo sabemos: seremos
perseguidos constantemente durante toda nuestra vida, porque subimos al altar.
No temamos estas
persecuciones, y no creamos que nos están particularmente reservadas, pues son
propias de todo cristiano. Por el mismo hecho de ser cristianos,
aceptamos la cruz, subimos al altar del Calvario, al altar de la Cruz. Y ¿qué nos predicaba Nuestro Señor desde la Cruz? «Ved cómo me han perseguido,
mirad qué han hecho de Mí. Yo muero para amarlos, para redimirlos de sus
pecados, y ellos han traspasado mis manos con clavos, han puesto sobre mi
cabeza una corona de espinas, han clavado mis pies, han traspasado mi corazón
con una lanza; ved qué han hecho de Mí los pecadores».
Y así, ¿cómo podríamos nosotros, que subimos al altar
del Señor, al altar del Calvario, querer evitar todo sufrimiento, todo daño,
toda tribulación, toda cruz? ¡No! Nuestro Señor nos
lo ha dicho: «Si
queréis ser mis discípulos, tomad vuestra cruz, y llevadla en pos de Mí».
El cristiano debe, pues, desprenderse del mundo a ejemplo de Nuestro Señor,
para unirse enteramente a Dios y a su voluntad santísima: «Hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo».
Esto
es lo que debe repetir siempre un cristiano; debe saber que, al pronunciar
estas palabras, pronuncia al mismo tiempo la
aceptación de todas las cruces, que van unidas a la aceptación de la
voluntad de Dios. No podemos cumplir la voluntad de Dios sin soportar las
cruces, porque todo nos lleva a desobedecer a Dios. Si realmente queremos
obedecer a Dios y serle fieles, debemos desprendernos y sacrificarnos. Estas
son las lecciones que nos da este salmo que rezamos.
3º La esperanza.
Finalmente, el tercer sentimiento es el de esperanza; y este es el sentimiento que debe
prevalecer: el gozo, el sacrificio, el dolor, el combate, sí, pero por encima
de todo la esperanza. Y ¿por qué la esperanza? Porque Nuestro Señor nos
prometió que, después de la Cruz, vendría también la Resurrección, la Transfiguración,
la felicidad eterna con Nuestro Señor en el cielo. Hoy celebramos la
Conmemoración de San Pablo; y la imagen de San Pablo nos muestra bien esta
esperanza: «Fidem servavi: He
guardado la fe –dice
San Pablo–, y espero recibir la
corona»,
esto es, la recompensa de los mártires, la recompensa de los que han combatido
el buen combate.
Conclusión.
Eso
es lo que todos nosotros deseamos para usted, estimado padre: que su vida
sacerdotal se asemeje a la de Nuestro Señor, a la de San Pablo:
•
que sea profundamente dichosa;
•
que a la vez esté llena de valor en el combate
por la verdad, en el combate por hacer reinar la voluntad de Nuestro Señor
Jesucristo en las almas;
•
y que usted conserve siempre en el corazón la esperanza, la recompensa que Dios da a sus
buenos servidores.
Y
como ayer Monseñor Tissier de Mallerais tuvo la feliz idea de hacer toda su
predicación sobre el sacerdote mariano, sobre la dependencia del sacerdocio
respecto de la Santísima Virgen María, yo también concluiré del mismo modo,
confiándolo de ahora en adelante a la Virgen María.
Que Ella sea realmente
su Madre; que lo tome por la mano, lo conserve y lo proteja; que suba con usted
al altar, y le haga comprender la grandeza, sublimidad y belleza del ministerio
que cumplirá en el altar; Ella, que fue testigo en el Calvario, y compadeció
profundamente todos los dolores de Nuestro Señor; Ella, que se hallaba también
en Pentecostés, y asistió por ello a su ordenación sacerdotal. Por Ella recibió
usted la gracia de la ordenación, y por Ella distribuirá todas las gracias de
su ministerio. Que María sea, pues, su Madre.
Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires
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