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lunes, 7 de diciembre de 2020

PÍO IX, BULA INEFFABILIS DEUS. LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA.


 


   Al definir, en 1854, el dogma de la Inmaculada Concepción, el Papa Pío IX hizo brillar con nuevo y definitivo lustre todos los demás privilegios de María Santísima. En efecto, la Inmaculada Concepción confiere, por así decir, una sublime santidad a todos los misterios de María. Así como Cristo debía ser el Santo de Dios (Lc. 1, 35), y este su carácter de Santo hace que todos sus misterios sean santos y fuentes de santidad, del mismo modo también la Santísima Virgen, destinada en los planes de Dios a ser la Madre del Verbo encarnado y su colaboradora oficial en la obra de la Redención, debía ser Santa, y esta su santidad hace que, a su vez, todos sus misterios se vean bañados en la luz de la más excelsa pureza.

 

 

   Según esto, la Inmaculada Concepción implica una doble santidad en María:

 

• una negativa, que es la que define formalmente el Papa Pío IX;

• y otra positiva, de la que la Inmaculada Concepción es inseparable, y a la que claramente alude el Papa Pío IX en su bula de la definición dogmática.

 

 




 

1º Santidad negativa de María, o exención del pecado original y de sus consecuencias.

 

 

   La santidad negativa de María consiste en la ausencia total del pecado original y de sus consecuencias inseparables. Esta santidad la proclama el Papa Pío IX múltiples veces, antes de definirla como dogma de fe.

 

 

En efecto, afirma el Papa que María Santísima se vio absolutamente libre por siempre de toda mancha de pecado (nº 1); que fue enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original (nº 2); que no estuvo jamás sujeta a la maldición, más fue hecha partícipe, juntamente con su Hijo, de la perpetua bendición (nº 18); que fue tierra absolutamente intacta, virginal, sin mancha, inmaculada, siempre bendita, y libre de toda mancha de pecado…; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás carcomió el gusano del pecado (nº 21); y que salió ilesa de los igníferos dardos del Maligno (ib.). Es más, usando el lenguaje mismo de los Santos Padres, no duda el inmortal Pontífice en encomiar a la Virgen Santísima llamándola inmaculada, y bajo todos los conceptos inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha y bajo todos los aspectos incontaminada, santa y muy ajena a toda culpa, toda pura, toda inviolada, y como el ideal de pureza e inocencia (nº 24). Y para poner un broche de oro a esta verdad, el Papa la define, por pedido de toda la Iglesia, como dogma de fe: Con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y con la Nuestra, declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, ha sido revelada por Dios, y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles (nº 30).

 

 

   En virtud, pues, de este privilegio, María nunca vio su alma empañada con el pecado original. Como en ella la raíz era inmaculada, inmaculados debían de ser también el tronco, las ramas, las hojas, las flores, y sobre todo los frutos: No puede el árbol bueno producir frutos malos, ni el árbol malo producirlos buenos, había dicho ya el Maestro. Aplicando esta sentencia a María, hay que decir que, suprimido en ella el pecado original por privilegio singular, no pudo tampoco incurrir en ninguna de sus consecuencias, a saber, en pecado mortal o venial ninguno, ni de malicia ni de fragilidad.

 

 

Según esto, podemos formarnos una primera idea del alma de María: un entendimiento iluminado con las luces más puras; una voluntad recta, en todo conforme con la de Dios; una libertad más perfecta que la de los ángeles y de Adán en el estado de inocencia, de la que hizo continuamente un uso excelente; nada de ignorancia ni de concupiscencia, que son los dos mayores males de la naturaleza humana y la fuente de todos los demás; por lo tanto, pasiones siempre ordenadas, que colaboraron siempre con la razón y con la gracia; una carne tan pura, tan santa, que mereció ser un día la carne del Hombre Dios; ninguna mala inclinación, ningún hábito vicioso por dentro, ninguna tentación por fuera; un extremado horror a todo mal, aun el más leve; un sacrificio absoluto a sus voluntades, un olvido total de sí misma: tales fueron las primeras líneas de la santidad negativa de María Santísima, ya desde su misma Concepción.

 

 


 

2º Santidad positiva de María Inmaculada, o plenitud de gracia.

 

 

   Si la santidad positiva de la Inmaculada Concepción, o plenitud de gracia, no está claramente comprendida en la definición del dogma, puede deducirse directamente del texto de la Bula de Pío IX, que expresa netamente la creencia universal de la Iglesia católica.

 

 

Afirma el Papa: Desde el principio y antes de los tiempos eligió y destinó para su unigénito Hijo una Madre, de la cual se hiciese hombre y naciese en la dichosa plenitud de los tiempos. Y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en Ella sola se complació con señaladísima benevolencia. Por eso, muy por encima de todos los espíritus angélicos y de la universalidad de los santos, la colmó de la abundancia de todos los favores celestiales, sacada del tesoro de la divinidad, y ello de manera tan admirable, que, absolutamente libre por siempre de toda mancha de pecado, y toda hermosa y perfecta, gozase de tal plenitud de inocencia y santidad, que no se puede concebir en modo alguno otra mayor después de Dios, y nadie puede imaginar fuera de Dios (nº 1).

 

 

   Para no poder concebir mayor inocencia y santidad después de Dios, es necesario que la Santísima Virgen gozara, no sólo de la inmunidad de pecado, sino de una santidad eminente en gracia y en virtudes, acompañada necesariamente de la perfecta integridad de la naturaleza. Por lo mismo, el texto citado prueba la santidad positiva de María.

 

 

   Prosiguiendo con la comparación comenzada, hemos de decir que la raíz en María no sólo era inmaculada, sino positivamente santa; y si santa era la raíz, santos habían de ser los frutos. Esto es, no sólo no pudo haber en María malas obras, sino que todo en ella debió ser santo: todas sus acciones, palabras, pensamientos, intenciones y afectos debieron verse siempre revestidos de la más elevada santidad. Y nótese que no fue la gracia de María como la de los niños recién bautizados: Ella la recibió en plenitud, de modo que no se puede imaginar después de Dios otra santidad mayor que la de María. Ni fue como la gracia del mismo Adán en su justicia original: Ella fue confirmada en esa gracia.

 

 

   De todo esto sigue dando testimonio la Bula de definición de la Inmaculada Concepción, que en varios de sus pasajes afirma que el privilegio de la santidad negativa fue acompañado de la más eximia santidad positiva:

 

 

Era convenientísimo que tan venerable Madre brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad (nº 2); y también: Con este singular y solemne saludo [del Ángel], jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del divino Espíritu (nº 18); y también: La gloriosísima Virgen, en quien hizo cosas grandes el Poderoso, brilló con tal abundancia de todos los dones celestiales, con tal plenitud de gracia y con tal inocencia, que resultó como un inefable milagro de Dios (nº 19).

 

 


 


3º La doble santidad de María Inmaculada se ordenaba a su divina Maternidad.

 

 

   Pero hay más. Esta Concepción Inmaculada, esta plenitud total de la gracia, era un requisito para el gran privilegio de la Maternidad divina. Así lo enseña claramente el Papa Pío IX en su Bula dogmática:

 

 

Era, por cierto, convenientísimo que tan venerable Madre brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad [santidad positiva] y que reportase un total triunfo de la antigua serpiente, siendo enteramente inmune aun de la misma mancha de la culpa original [santidad negativa];

        pues a Ella Dios Padre dispuso dar a su único Hijo, a quien ama como a Sí mismo, después de engendrarlo en su seno igual a Sí, de tal manera que el Hijo común de Dios Padre y de la Virgen fuese naturalmente uno solo y el mismo;

puesto que a Ella el mismo Hijo en persona determinó convertirla sustancialmente en su Madre;

y porque de Ella el Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien El mismo procede (nº 2).

 

 

   Según esto, a tres se podrían resumir los argumentos con que los autores solían probar la conveniencia de la Inmaculada Concepción y santidad de María en orden a su divina Maternidad.

 

 

El primero considera la persona de Dios Padre. Ya que Dios Padre y María Virgen tienen en común a un mismo Hijo, era sumamente conveniente que el seno de María, donde el Verbo debía nacer en el tiempo, fuese un fidelísimo reflejo del seno del Padre, donde el Verbo es engendrado desde toda la eternidad.

 

 

El segundo considera la persona de Dios Hijo. Por la maternidad divina, María Santísima se convertía en el Templo de Dios, de manera infinitamente más perfecta que el templo material del Antiguo Testamento; ahora bien, Jesucristo no tuvo menos celo por esta Casa que David por el templo material, respecto del cual decía: Señor, he amado la gloria de tu casa, y del lugar de vuestra morada (Sal. 25). Además, siendo Jesucristo el único hombre que pudo crearse una Madre a su gusto, o poco respeto le habría tenido a Ella, dejándola en el pecado común del género humano cuando podría haberla librado de él y embellecido y adornado con todas sus gracias, o habría tenido menos sentido de las conveniencias que nosotros, que esto no hubiésemos hecho.

 

 

El tercero considera la persona del Espíritu Santo. Puesto que todas las operaciones de este divino Espíritu son siempre santísimas, ¿cómo podría, al realizar su obra maestra por excelencia, la Encarnación del Verbo, dejar de santificar totalmente la carne de que debía ser formado el cuerpo santísimo de Cristo? Y como redunda en el Hijo el honor y alabanza dirigidos a la Madre (nº 29), de haber dejado con mancha al Tabernáculo de que debía salir el Sumo Sacerdote, el Espíritu Santo no habría glorificado plenamente al Hijo, según aquella palabra de Nuestro Señor: El Espíritu Santo me glorificará (Jn 16, 14).

 

 


 

Conclusión.

 

 

   Por su Inmaculada Concepción, la Santísima Virgen pasa a ser –en expresión de San Luis María– el verdadero Paraíso terrenal del nuevo Adán, del que el antiguo paraíso terrenal no fue más que la figura. Y por eso:

 

 

Hay en este Paraíso terrenal riquezas, hermosuras, rarezas y dulzuras inexplicables, que el nuevo Adán, Jesucristo, ha depositado en él… Este santísimo lugar está compuesto de tierra virgen e inmaculada, de la que ha sido formado y alimentado el nuevo Adán, sin mancha ni suciedad alguna, por la operación del Espíritu Santo que allí habita. En este Paraíso terrenal está verdaderamente el árbol de la vida que ha producido a Jesucristo, el fruto de la vida… En este lugar divino hay árboles plantados por la mano de Dios y regados con su divina unción, que han producido y producen todos los días frutos de gusto divino; hay jardines esmaltados con hermosas y diferentes flores de las virtudes, que despiden una fragancia que aromatiza hasta a los ángeles. Hay en este lugar verdes praderas de esperanza, torres inexpugnables de fortaleza, encantadoras mansiones de confianza… Hay en este lugar un aire puro e incontaminado; un hermoso día, de la humanidad santa, sin noche; un hermoso sol, de la Divinidad, sin sombras; un horno ardiente y continuo de caridad, donde todo el hierro que se echa es abrasado y transformado en oro; hay un río de humildad que brota de la tierra, y que, dividiéndose en cuatro brazos, que son las cuatro virtudes cardinales, riega todo este lugar de embeleso (Verdadera Devoción, nº 261).

 

 

 

Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.


miércoles, 2 de diciembre de 2020

MEDITACIONES DE ADVIENTO—NAVIDAD: Miércoles de la primera semana.


 

NECESIDAD DE LA ENCARNACIÓN PARA OFRECER SATISFACCIÓN SUFICIENTE POR EL PECADO.

 

 

I. De dos maneras puede decirse suficiente una satisfacción:

 

   1º) De manera perfecta, porque es condigna, por cierta adecuación, para compensar la culpa cometida, y así la satisfacción que un simple hombre diera por el pecado no podía ser suficiente, porque toda la naturaleza humana estaba corrompida por el pecado, ni el bien de una persona, y aun de muchas, podía compensar equivalentemente el daño de toda la naturaleza; además el pecado cometido contra Dios es en cierto modo infinito por razón de la infinita majestad de Dios ofendido, pues la ofensa es tanto más grave cuanto más grande es aquél contra quien se delinque. Por lo tanto, fue necesario para una satisfacción condigna que el acto del que satisfacía tuviera eficacia infinita, como lo es el acto del que es Dios y hombre.

 

 

   2º) La satisfacción del hombre puede ser suficiente de manera imperfecta, esto es, según la aceptación de aquel que se contente con ella, aunque no sea condigna, y de este modo la satisfacción de un simple hombre es suficiente; y puesto que todo lo imperfecto presupone algo perfecto que lo sostenga, de ahí resulta que toda satisfacción de un simple hombre recibe su eficacia de la satisfacción de Cristo.

 

 

 

(3, q. I, a. II, ad 2um)

 

 

 

II. La Encarnación ofrece la certeza del perdón del pecado.

 

   Así como el hombre se dispone a la bienaventuranza por las virtudes, del mismo modo se aleja de ella por los pecados; el pecado, contrario a la virtud, es un impedimento para la bienaventuranza, no sólo porque introduce un desorden en el alma, en cuanto que la aparta del orden del fin debido; sino también porque ofende a Dios, del cual espera el premio de la bienaventuranza; y además, teniendo el hombre conocimiento de esa ofensa, pierde por el pecado la esperanza de acercarse a Dios, la cual es necesaria para conseguir la bienaventuranza.

 

   Por tanto, es necesario al género humano, lleno de pecados, que se le preste algún remedio contra los pecados; mas este remedio puede darlo, únicamente Dios; el cual no sólo puede mover la voluntad del hombre hacia el bien, para reintegrarla al orden debido, sino que también puede perdonar la ofensa cometida contra Él; pues la ofensa sólo puede ser perdonada por aquél contra quien se comete.

 

   Además, para que el hombre sea librado de la conciencia de la ofensa pasada, es necesario que esté cierto de la remisión de la ofensa por el mismo Dios; certeza que no puede constarle, si Dios no le certifica de ello.

 

   Por tanto, fue conveniente y útil al género humano, para conseguir la bienaventuranza que Dios se hiciese hombre, para que de este modo consiguiese de Dios el perdón de los pecados y tuviese certeza de ese perdón por el hombre Dios.

 

 

 

(Contra Gentiles, lib. 4, cap. 54)

 

 

 

Santo Tomás de Aquino.


MEDITACIONES DE ADVIENTO—NAVIDAD: Martes de la primera semana.


 


NECESIDAD DE LA ENCARNACIÓN

 

 

   Algo es necesario para algún fin de dos modos: Primero, por necesidad absoluta, sin lo cual algo no puede existir, como el sustento es necesario para la conservación de la vida humana; segundo, en la medida en que por medio de tal cosa se llega mejor y más convenientemente al fin, como el caballo es necesario para realizar un viaje. No fue necesario por el primer modo que Dios se encarnase para la reparación de la naturaleza humana, porque Dios por su virtud omnipotente podía reparar la naturaleza humana de otros muchos modos. Pero por el segundo modo fue necesario que Dios se encarnase. Por eso dice San Agustín: “Demostremos, además, que no faltó otro modo posible a Dios, a cuya potestad está sometido todo igualmente, sino que no había otro modo más conveniente de curar nuestra miseria.”  (De Trinit., lib. XIII, cap. 10.)

Esto es lo que puede considerarse en cuanto a la promoción del hombre al bien.

 

 

   1º) En cuanto a la fe, que se certifica más por lo mismo que cree al mismo Dios que habla; por lo que dice San Agustín: “Para que el hombre caminase más confiadamente hacia la verdad, el Hijo de Dios, que es la misma Verdad, hecho hombre, constituyó y fundó la fe.” (De civ. Dei, lib. XI, cap. 2.)

 

   2º) En cuanto a la esperanza, que se afirma principalmente por esto, y así dice San Agustín: “Nada fue tan necesario para levantar nuestra esperanza, como el demostrarnos cuánto nos amaba Dios. ¿Qué prueba más manifiesta de esto que la de que el Hijo de Dios se dignara formar consorcio con nuestra naturaleza?” (De Trinit., lib. XIII, cap. 10.)

 

  3º) En cuanto a la caridad, que se excita principalmente por esto, y así es que dice San Agustín: “¿Qué mayor motivo existe de la venida del Señor que el manifestar Dios su amor en nosotros?” Y después añade: “Si nos era penoso amar, al menos no nos duela volver a amar.” (De Catechiz. rudibus, cap. 4.)

 

 

4º) En cuanto a la rectitud de obrar, en la cual se nos mostró para ejemplo. Por lo cual dice San Agustín: “No se debía haber seguido al hombre, que podía ser visto; se debía haber seguido a Dios, que no podía ser visto. Y así para mostrar al hombre quién fuese visto por el hombre y a quién el hombre siguiese, Dios se hizo hombre.” (Serm. De nativitate Domini, 22 de Temp.)

 

 

5º) En cuanto a la plena participación de la divinidad, que es la verdadera bienaventuranza del hombre, y el fin de la vida humana, y esto nos fue dado por la humanidad de Cristo. Pues dice San Agustín: “Dios se hizo hombre, para que el hombre se hiciese Dios.” (Serm. De nativ. Domini, 13 de Temp).

 

 

 

 (3ª, q. I, a. II).

 

 

 

   No solamente fue necesario que Dios se encarnara para la promoción del hombre al bien, sino también para la remoción del mal.

 

   1º) El hombre se instruye por esto para que no prefiera al diablo a sí mismo, no venere al que es el autor del pecado. A este propósito dice San Agustín: “Puesto que Dios pudo unirse a la naturaleza humana de tal modo que se hizo una sola persona, no se atrevan, por eso, aquellos espíritus soberbios y malignos a anteponerse al hombre, porque no tienen carne.” (De Trinit., lib. 13, cap. 17).

 

 

   2º) Por esto se nos enseña cuánta es la dignidad de la naturaleza humana, para que no la mancillemos con el pecado. Por lo cual asegura San Agustín: “Dios nos ha demostrado cuán excelso lugar ocupa la naturaleza humana entre las criaturas, apareciendo entre los hombres como verdadero hombre.” (De vera relig., cap. 16). Y el papa San León dice: “Reconoce, oh cristiano, tu dignidad; y hecho partícipe de la naturaleza divina, no retornes a la antigua vileza con una mala conducta.” (Serm. De nativit, Domini, I).

 

 

   3º) Porque, para destruir la presunción del hombre, se hace más estimable la gracia de Dios en Cristo hombre, sin ningún mérito anterior de nuestra parte.

 

 

   4º) Porque mediante tanta humildad de Dios puede reprimirse y sanarse la soberbia del hombre, que es el mayor obstáculo que le impide unirse a Dios.

 

 

   5º) Para librar al hombre de la servidumbre del pecado; lo cual, como dice San Agustín, debió ciertamente verificarse de tal modo que el diablo fuera vencido por la justicia del hombre Jesucristo; lo que se llevó a cabo mediante el sacrificio de Cristo por nosotros. Un simple hombre no podía satisfacer por todo el género humano, y Dios no debía satisfacer; por lo cual convenía que Jesucristo fuese Dios y hombre. (De Trinit., lib. XIII, cap. 13). Por eso dice el papa San León: “La debilidad es tomada por la fortaleza, la humildad por la majestad, la mortalidad por la eternidad, a fin de que, cual convenía a nuestra curación, un solo y mismo mediador entre Dios y los hombres pudiese morir por una parte y resucitar por otra; porque, si no fuera verdadero Dios, no traería el remedio; y si no fuese verdadero hombre, no daría ejemplo.” (Serm. De nativ. Domini, I).

 

   Hay otras muchas ventajas que resultan de esto y que exceden a la aprehensión del sentido humano, según aquello del Eclesiástico (III, 25): Muchísimas cosas te han sido mostradas sobre el entendimiento de los hombres.

 

 

 

(3ª, q. I, a. II)

 

 

Santo Tomás de Aquino.