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domingo, 25 de octubre de 2020

JESUCRISTO, REY DE REYES. ÚLTIMO DOMINGO DE OCTUBRE.


 


   El tercer oficio que habría ejercido Adán en la justicia original, habría sido el de rey, esto es, el de regir a la familia humana salida de él; mas también de este oficio decayó por su pecado. Por eso, también en esta dignidad tuvo Adán que ser reemplazado por Nuestro Señor Jesucristo, nueva Cabeza de la humanidad y, a este título, verdadero Rey de reyes.

 

 

 

1º La realeza del Mesías en el Antiguo Testamento.

 

 

   La realeza del Mesías fue uno de los títulos más ampliamente anunciados en el Antiguo Testamento. Así, por ejemplo:

 

   • El rey David, contemplando proféticamente la lucha de los impíos contra Dios y su Mesías, dice: «Yo he sido establecido Rey por Dios sobre Sión, su monte Santo. Promulgaré el decreto del Señor: El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo, Yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y te daré las Gentes por herencia, y como posesión los extremos de la tierra» (Sal. 2, 6-9).

 

¡Y con qué poesía cantan los hijos de Coré la belleza y fortaleza del Rey Mesías! «Dedico mi poema al Rey... Hermoso eres de aspecto entre los hijos de los hombres, la gracia ha sido derramada sobre tus labios; por eso te bendijo Dios para siempre… Tu trono, oh Dios, dura eternamente; cetro de justicia es el cetro de tu Reino. Amas la justicia y odias la iniquidad, por eso tu Dios, oh Dios, te ha ungido [Rey] con aceite de alegría entre tus semejantes» (Sal. 44, 1-8).

 

Y Salomón, en su oración profética por el Mesías Rey, exclama: «Oh Dios, da la potestad judicial al Rey, y tu justicia al que es Hijo de Rey. Gobierne tu pueblo con justicia, y a tus siervos con equidad... Dominará desde un mar hasta el otro mar, y desde el río [Jordán] hasta el extremo de la tierra… Le adorarán todos los reyes de la tierra, todas las gentes le servirán» (Sal. 71, 1-11).

 

El profeta Daniel contempla al Mesías como Rey de un reino eterno, gracias a la autoridad suprema que le comunica Dios Padre: «Me hallaba mirando mientras ponían los tronos, y el Antiguo en días se sentó… Y he aquí que sobre las nubes del cielo venía uno como Hijo de Hombre, y llegó hasta el Antiguo en días. Lo presentaron ante El, y Él le dio el poder, y el honor, y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán. Su poder no le será arrebatado, porque es eterno, y su reino no padecerá corrupción» (Dan. 7, 9-14).

 

 

 

   Por esta razón, en tiempos de Jesucristo, el sentimiento de la realeza del Mesías era universal, y se encontraba profundamente arraigado en el pueblo. Cuando los Magos llegan a Jerusalén para adorar al Rey de los judíos, Herodes se turba, y se conmueve toda la ciudad. Igualmente, cuando Natanael se encuentra con Jesús, que le adivina un incidente importante y secreto de su vida anterior, responde: «Maestro, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». En el desierto, las muchedumbres, ante el milagro de la multiplicación de los panes, quieren hacerle rey; y como tal lo aclaman el día de su entrada triunfal en Jerusalén.

 

 


 

2º Jesucristo Rey en los Evangelios.

 

 

   Las profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías Rey se cumplieron en la persona de Jesucristo. En efecto, los Evangelios nos muestran a Jesús revestido de la realeza. Así:

 

 

   Los Evangelistas San Mateo y San Lucas nos muestran a Jesús como Descendiente de David, es decir, de estirpe real.

 

   El arcángel San Gabriel anuncia a María Santísima el misterio de la encarnación en los siguientes términos: «Sábete que has de concebir en tu seno, y darás a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob eternamente, y su reino no tendrá fin».

 

   Los Magos, venidos de Oriente, se presentan a Herodes preguntándole por el Rey de los Judíos, recién nacido; y por eso, por inspiración divina, entre sus presentes le ofrecen oro, señal de realeza.

 

   Nuestro Señor mismo declara su realeza ante Pilato, cuando interrogado por éste si es Rey, le contesta: «Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino, mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos; mas mi reino no es de acá. Replicó a esto Pilato: ¿Conque tú eres rey? Respondió Jesús: Así es, como dices: Yo soy Rey».

 

   Y antes de su Ascensión a los cielos, Jesucristo vuelve a declarar explícitamente su realeza a sus Apóstoles: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, adoctrinad a todos los pueblos, bautizadlos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todas las cosas que Yo os he mandado».

 

   Por otra parte, Nuestro Señor mostró sus títulos reales a las turbas al pintarse a sí mismo, en varias de sus parábolas, como un Rey o un Hijo de Rey; y asimismo en el sermón sobre el juicio final: «Cuando venga el Hijo del hombre con toda su majestad, y acompañado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de su gloria, y hará comparecer delante de Él a todas las naciones, y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, poniendo las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estarán a su derecha: Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del Reino que os está preparado desde el principio del mundo...».

 

 

 

   Si Nuestro Señor parece renunciar a la realeza con que sus conciudadanos pretenden coronarle después de la primera multiplicación de los panes (Jn. 6, 14-15), es, por una parte, para no dar pie a la falsa concepción de un Mesías temporal, de un Liberador que sería Rey de un reino puramente material y terreno, concepción entonces ampliamente difundida entre el pueblo judío; y, por otra parte, porque de haber revelado demasiado pronto su realeza, y de haber sido proclamado Rey por sus paisanos, se hubiese impedido el misterio de la Cruz, y por ende el de la Redención.

 

 


 

3º Cristo Rey: Legislador, Juez y Gobernante.

 

 

   Pío XI, en la Encíclica Quas Primas, expone la triple potestad que está comprendida en todo verdadero poder real: «Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado».

 

 

En efecto, el poder de un rey comprende el poder de legislar, de juzgar y de ejecutar o gobernar. El rey es el que rige a su pueblo hacia el fin que le ha sido establecido. Para regirlo, necesita primero dar leyes que el pueblo esté obligado a observar. Si falta a las leyes, ha de poder juzgar a los que las infrinjan. Y de nada servirían las leyes y el juicio, si el rey no dispusiese del poder necesario para hacer cumplir las primeras, previniendo, y el segundo, corrigiendo.

 

   1º Jesucristo goza del poder de hacer leyes: es LEGISLADOR.

 

«Es dogma de fe católica que Jesucristo fue dado a los hombres, no sólo como Redentor en quien deben confiar, sino también como Legislador a quien deben obedecer. Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo muestran legislando» (Pío XI, Quas Primas).

 

En efecto: como Legislador supremo lo vemos en el Sermón de la Montaña, corrigiendo la legislación del mismo Moisés: «Habéis oído que se os dijo… pero Yo os digo…» (Mt. 5, 17-48), e imponiendo obligaciones y leyes;

como Legislador supremo restaura el matrimonio en su primitiva pureza (Mt. 19, 1-9);

como Legislador supremo tiene derecho a decir a sus Apóstoles: «Enseñad a las gentes a guardar todas las cosas que Yo os he enseñado. El que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará» (Mt. 28, 19-20);

como Legislador supremo, nos impone su mandamiento, la caridad mutua, por el que se reconocerá a sus verdaderos discípulos (Jn. 13, 34).

 

2º Jesucristo goza del poder de juzgar: es JUEZ.

 

Dios ha dado a su Cristo todo el poder necesario para juzgar: • lo pedía con oración profética el Salmista al decir: «Oh Dios, da la facultad de juzgar al Rey, para que juzgue a tus pobres con justicia» (Sal. 71, 2-3);

• lo anunciaba en visión profética Isaías, al decir del Mesías: «Ved ahí a mi Servidor, el cual hará juicio a las Gentes» (Is. 42, 1);

• lo declaró el mismo Jesucristo cuando dijo: «El Padre a nadie juzga, sino que todo el poder de juzgar se lo ha entregado al Hijo» (Jn. 5, 22), siendo Juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre: «Le ha dado el poder de juzgar porque es Hijo del hombre» (Jn. 5, 27). Por eso Jesús nos enseña, en el Discurso sobre el Juicio Final (Mt. 25), que él mismo juzgará a todos los hombres, dando a los justos el cielo como recompensa, y a los impíos el infierno como castigo.

 

3º Jesucristo goza del poder de gobernar: es GOBERNANTE.

 

Es decir, Jesús goza del poder de ejecutar las leyes y las sentencias. Este gobierno quiso ejercerlo El de manera inmediata, pero también a través de su Iglesia, inseparable de Cristo, porque es la institución por la cual Cristo gobierna a las almas.

En efecto: Cristo ya había enseñado claramente a los Apóstoles: «Quien a vosotros oye, a Mí me oye, y quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia» (Lc. 10, 16);

les había conferido el poder de atar y desatar, primero a San Pedro (Mt. 16, 19), el único en tener el poder de las llaves, esto es, la suprema autoridad en materia de fe y de costumbres; y luego, a los otros once (Mt. 18, 18), a los que no confirió el poder de las llaves, exclusivo de San Pedro, sino sólo el de atar y desatar, esto es, el de legislar, ejercer la autoridad judicial y disciplinaria, y gobernar, en sumisión a Pedro;

les dio también el poder de absolver los pecados (Jn. 20, 22-23);

y, al subir a los cielos, les dio la orden expresa de adoctrinar a todas las gentes, de bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y de enseñarles a observar todo lo que les había mandado, lo cual implica un gobierno y una autoridad espiritual sobre las almas.

 

 


 

4º La Iglesia es el Reino de Cristo.

 

 

   Cristo no sería Rey si no contara con un Reino que le es propio y exclusivo. Este Reino, como acabamos de decir, es la Iglesia, a la que Cristo fundó sobre Sí mismo y sobre Pedro, y por la cual quiere continuar su misión redentora en la tierra, comunicando y manteniendo en las almas la vida sobrenatural por medio de su doctrina, su jurisdicción y su culto.

 

 

Según la enseñanza de Pío XII en Mediator Dei, la fundación de la Iglesia comenzó con la predicación del Evangelio, se terminó y consumó en la cruz con la pasión y muerte de Cristo, y se manifestó y promulgó el día de Pentecostés, por el descenso del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

 

 

   En estos misterios es donde Cristo aparece eminentemente como Rey, rigiendo con su autoridad divina la sociedad que adquirió al precio de su Sangre. Por eso, después de su resurrección, Nuestro Señor se aparece durante cuarenta días a sus Apóstoles «hablándoles del Reino de Dios», esto es, estableciendo todo lo necesario para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión:

• institución de la Penitencia;

• primado de San Pedro;

• poder para santificar, adoctrinar y regir a toda criatura;

• don del divino Espíritu el día de Pentecostés. La Iglesia, como nueva Eva, colabora así con Cristo, su divino Esposo, en la obra de la santificación y gobierno de las almas.

 

 

Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.


PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO.


 


 

   Todo pecado y toda blasfemia serán perdonados a los hombres, dice Jesucristo; pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y todo el que haya hablado contra el Hijo del hombre será perdonado; pero al que haya hablado contra el Espirita Santo, no se le perdonará ni en este siglo ni en el futuro.

 

 

   ¿Qué pecado es el que aquí se trata, que no ha de ser perdonado ni en este siglo ni en el siglo futuro?

 

 

1—Varios doctores han pensado que es la herejía de Eunomio, que negó que el Espíritu Santo fuera Dios.

 

2—San Hilario dice que el pecado contra el Espirito Santo consiste en la negación de la Divinidad de Jesucristo. (De Peccat.)

 

3—San Ambrosio lo hace consistir en el cisma y en la simonía, porque Simón quiso comprar con dinero el milagroso poder concedido por Jesucristo a los apóstoles. (Lib. II de Penil.)

 

4—El papa Gelasio mira como culpables de este pecado a los que, heridos de un anatema, son y quieren ser pecadores, sin ser por consiguiente absueltos ni en la tierra ni en la otra vida. (Hist. Eccles.)

 

5—San Cipriano dice que este pecado consiste en la negación de la fe en tiempo de persecución. (Lib. III. Epist. XIV).

 

6—Ricardo de S. Víctor dice que consiste en el odio y en el desprecio formales de Dios. (Tract, de Blasphem. In Spiritu S.)

 

 

   Los teólogos cuentan seis crímenes contra el Espíritu Santo: entregarse a la persecución..., abandonarse a la desesperación..., combatir la verdad conocida..., destruir por envidia la caridad fraternal..., permanecer en la impenitencia..., obstinarse en la senda del mal... Estos pecados, en efecto, conspiran perversamente contra la bondad de Dios, bondad atribuida al Espíritu Santo...

 

   En el texto que hemos citado, Jesucristo no habla de todo pecado contra el Espíritu Santo, sino solamente de la blasfemia contra esta tercera persona de la adorable Trinidad, blasfemia que consiste en calumniar las obras evidentemente divinas y milagrosas, piadosas y santas, que Dios opera para la salvación de los hombres, y con las cuales confirma su fe y la verdad de su palabra. Tales son arrojar los demonios, etc.; pues, emanando estas obras de la bondad y de la santidad de Dios, pertenecen especialmente al Espíritu Santo. Esta opinión es la de S. Atanasio, S. Ambrosio, S. Jerónimo y S. Crisóstomo.

 

   El pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado, es decir, solo se perdonará difícilmente y raras veces. Pero Dios, que es la voluntad y el poder mismo, puede perdonar y perdona todos los pecados, cuando el pecador tiene un arrepentimiento sincero... Este pecado no se perdonará ni en el siglo futuro; porque todo el que muere en pecado mortal, va al infierno, y no debe esperar ya salir de allí...

 

 

   Todo pecado de malicia es contra el Espíritu Santo, dice Sto. Tomás de Aquino (De Peccat.)

 

 

“TESOROS” de Cornelio Á. Lápide.

 

 


martes, 6 de octubre de 2020

Encíclica Qui pluribus del Papa Pío IX: sobre el racionalismo y otros errores modernos difundidos por los Masones.


 


(9 de noviembre de 1846).

 

 

   En su encíclica Qui pluribus, del 9 de noviembre de 1846, el Papa Pío IX proporciona aún más detalles que sus predecesores respecto a la acción que ejercen los Masones. Hay que destacar que ésta fue su primera encíclica y es bastante larga, lo que muestra con qué importancia el Papa trató este tema.

 

   Al principio, lo mismo que más tarde San Pío X en su primera encíclica, expresa su admiración y sus aprehensiones ante el peso del cargo que acaba de recibir:

 

«…Apenas hemos sido colocados en la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles, sin merecerlo, y recibido el encargo, del mismo Príncipe de los Pastores, de hacer las veces de San Pedro, apacentando y guiando, no sólo corderos, es decir, todo el pueblo cristiano, sino también las ovejas, es decir, los Prelados» …

 

    El Papa manifiesta enseguida su deseo de dirigirse a los obispos y fieles:

 

«…nada deseamos tan vivamente como hablaros con el afecto íntimo de caridad. No bien tomamos posesión del Sumo Pontificado, según es costumbre de Nuestros predecesores, en Nuestra Basílica Lateranense, en el año os enviamos esta carta» …

 

   El Papa comienza exponiendo la situación de la Iglesia en el momento de asumir el cargo de Sumo Pontífice:

 

«Sabemos, Venerables Hermanos, que en los tiempos calamitosos que vivimos, hombres unidos en perversa sociedad e imbuidos de malsana doctrina, cerrando sus oídos a la verdad, han desencadenado una guerra cruel y temible contra todo lo católico, han esparcido y diseminado entre el pueblo toda clase de errores, brotados de la falsía y de las tinieblas. Nos horroriza y Nos duele en el alma considerar los monstruosos errores y los artificios varios que inventan para dañar» …

 

   Se ha dicho algunas veces que Pío IX, en los primeros años de su pontificado, se mostró liberal y que después, con la experiencia del ejercicio del pontificado, se volvió muy firme y se mostró como un luchador admirable, sobre todo, por supuesto, en el momento en que publicó su encíclica Quanta cura y el famoso Syllabus, que provocó el horror de todos los progresistas y liberales de esa época.

 

   Pero eso no es cierto. Es una especie de leyenda que circuló, pero es falsa. El Papa Pío IX, desde su primera encíclica, se revela como un hombre de fe, luchador y tradicional:

 

«Porque sabéis, Venerables Hermanos, que estos enemigos del hombre cristiano, arrebatados de un ímpetu ciego de alocada impiedad, llegan en su temeridad hasta a enseñar en público, sin sentir vergüenza, con audacia inaudita abriendo su boca y blasfemando contra Dios (Apoc. 3, 6), que son cuentos inventados por los hombres los misterios de nuestra Religión sacrosanta, que la Iglesia va contra el bienestar de la sociedad humana, e incluso se atreven a insultar al mismo Cristo y Señor».

 

   El Papa se da cuenta de que las sectas condenadas desde hace más de un siglo por sus predecesores continúan viviendo y a su vez denuncia el mal que siguen perpetrando con sus doctrinas perversas.

 

 

El error del racionalismo

 

«Con torcido y falaz argumento, se esfuerzan en proclamar la fuerza y excelencia de la razón humana, elevándola por encima de la fe de Cristo, y vociferan con audacia que la fe se opone a la razón humana. Nada tan insensato, ni tan impío, ni tan opuesto a la misma razón»

 

 

   Evidentemente, en el fondo el vicio radical de estos enemigos de la Iglesia es el de proclamar a la razón humana independiente y decir que todo lo que le sobrepasa y no puede comprender, como los misterios, por supuesto, es inadmisible. “La razón humana es preponderante —dicen—; tiene que dominar y no se le puede pedir que se someta a nadie ni a nada que no pueda comprender”.

   Por esto, el Papa Pío IX afirma la superioridad de la fe sobre la razón y muestra que no pueden contradecirse entre sí:

 

«Porque aun cuando la fe esté sobre la razón, no hay entre ellas oposición ni desacuerdo alguno, por cuanto ambos proceden de la misma fuente de la Verdad eterna e inmutable, Dios Optimo y Máximo».

 

   La fe está por encima de la razón. La razón, con su luz natural, no puede comprender los misterios sobrenaturales que son el objeto de la fe. Sin embargo, la fe no se opone a la razón. Por supuesto, no podemos comprender ni la fe ni nuestros misterios, pero nuestra fe en estos misterios es algo razonable y se funda en motivos válidos: la apologética, y la credibilidad de quienes nos han enseñado lo que sabemos, en particular Nuestro Señor Jesucristo que nos ha enseñado estos misterios.

   ¿Por qué creemos? Por la autoridad de Dios, autor de la revelación, por supuesto; y a nivel humano, también tenemos sólidos motivos para creer     Cuando la Iglesia nos pide que creamos, no nos pide nada contrario a la razón. Nos pide, evidentemente, que hagamos un acto que está por encima de nuestra razón y que asintamos a verdades que no podemos comprender en este mundo: el misterio de la Santísima Trinidad, de la Encarnación, de la Redención, etc.

   Si la Iglesia nos pide que creamos en misterios, no lo hace de un modo irracional, sino al contrario, basado en motivos de credibilidad, como los milagros de Nuestro Señor y que prueban que Él era Dios. Como Él lo probó, tenemos que creer en sus palabras que proceden de Dios y no podemos oponernos a Él.

   La fe no sólo no contradice a nuestra ciencia, sino que le es un complemento infinitamente más elevado y más grande, pues este conocimiento nos viene de Dios y no simplemente de nuestra razón humana.

 

 

La filosofía, al servicio de la teología

 

   Santo Tomás de Aquino ha dicho que la filosofía es la sierva de la teología, pues la ciencia teológica es mucho más elevada que la filosófica. La ciencia filosófica tiene que ponerse al servicio de la teológica para mostrarnos precisamente que la teología no se opone de ningún modo a la razón, aun cuando está por encima de la humana comprensión.

 

   Pero el principio básico de todas las filosofías modernas rechaza categóricamente toda verdad revelada como algo impuesto. Este argumento supone que el entendimiento, únicamente con las luces de la razón natural, puede comprender todas las verdades.

 

 




La razón individual no puede demostrarlo todo



   Este concepto no solamente es falso cuando se refiere a las verdades de la fe, sino que también lo es cuando se refiere a las verdades que pertenecen a la razón, a la filosofía y a la ciencia humana. En efecto, ¿cuántas cosas tenemos que aceptar sin poderlas comprobar? Aunque se diga: “Sí, pero la razón podría comprobarlas”. De acuerdo. Por ejemplo: se nos enseñan los principios de la filosofía, cuya evidencia no siempre podemos tener; y lo mismo vale para todas las ciencias. No podemos volver a hacer los razonamientos que los hombres han ido desarrollando durante siglos desde que la ciencia empezó a dar sus primeros pasos, pues se ha ido acumulando desde que los hombres existen, y no se puede saber todo ni volver a descubrirlo todo.

   ¿Cómo se puede imaginar que todos los que nacen dijeran: “Yo no quiero que nadie me enseñe, ni quiero ningún profesor ni maestro; todo lo quiero saber por mí mismo”? Sería imposible. ¿Quién puede conocer todas las ciencias por sí mismo? Nos vemos obligados a tener maestros y a recibir una enseñanza, precisamente para progresar mucho más rápido en la ciencia. Si cada uno tuviera que volver a descubrir todos los razonamientos científicos para hallar el origen y la evolución de todas las leyes, como llegar a definir tal o cual principio filosófico o ley química, nadie lo conseguiría.

 

 

Existencia de misterios incluso naturales

 

   Los que dicen: “Yo no creo nada de lo que me dicen; tengo que poderlo probar yo mismo”, son insensatos, porque obrando de este modo no se podría saber nada. También en la naturaleza hay misterios. Inevitablemente se llega a la conclusión de que existe un Dios creador de todas las cosas y que nos ha creado.

   Por ejemplo: la filosofía demuestra que hay un ser primero, infinitamente activo, inteligente y poderoso, al que se llama Dios, que tiene que ser el autor de todo lo que vemos y somos.

   Si queremos ahondar un poco en la noción de la creación, nos damos cuenta que es un gran misterio. ¿Cómo puede Dios, autor de toda la creación, crear seres que no sean El mismo pero que no estén fuera de Él, puesto que nada puede estar fuera de Dios? Es un misterio ¿Cómo considerar la libertad humana y la omnipotencia de Dios? Dios, en cierto modo, sostiene nuestros actos libres en el ser. No podemos hacer ningún acto libre sin que Dios esté presente. Algunos se inclinan a decir que Dios lo hace todo y, por así decirlo, no somos libres; mientras que otros pretenden que el hombre, al ser libre, hace todo y que Dios no interviene para nada. Eso no puede ser, porque sería pretender que en algunos actos Dios no está presente, siendo que no existe ningún ser ni se lleva a cabo ninguna acción sin que Dios le dé con qué; de otro modo, nosotros seríamos Dios. Si pudiésemos hacer alguna obra solos, sin la intervención de Dios, seríamos los autores del ser, y en ese caso podríamos hacer a todos los seres; pero no es así, pues no lo podemos hacer. Es algo que no quieren admitir los que no aceptan que hay misterios en la naturaleza.

 

   Por una parte, vemos, pues, que por la apologética, la razón demuestra los fundamentos naturales de la fe y que a su vez la fe nos ilumina aun respecto a los misterios sencillamente naturales. Como dice el Papa Pío IX, la fe y la razón no sólo no se oponen, sino que:

 

«de tal manera se prestan mutua ayuda, que la recta razón demuestra, confirma y defiende las verdades de la fe; y la fe libra de errores a la razón, la ilustra, confirma y perfecciona con el conocimiento de las verdades divinas».

 

   Como otros racionalistas apelan al progreso indefinido de la razón humana contra la supremacía de la fe y contra la inmutabilidad de las verdades de fe, el Papa también los condena:

 

«Con no menor atrevimiento y engaño, Venerables Hermanos, estos enemigos de la revelación, exaltan el humano progreso y, temeraria y sacrílegamente, quisieran enfrentarlo con la Religión católica como si la Religión no fuese obra de Dios sino de los hombres o algún invento filosófico que se perfecciona con métodos humanos».

 

   El Papa precisa entonces su refutación de lo que, más tarde, se iba a llamar semirracionalismo:

 

«Nuestra santísima Religión no fue inventada por la razón humana, sino clementísimamente manifestada a los hombres por Dios. Se comprende con facilidad que esta Religión ha de sacar su fuerza de la autoridad del mismo Dios, y que, por lo tanto, no puede deducirse de la razón ni perfeccionarse por ella».

 

 

 

Comentarios: Mons. Marcel Lefebvre.

 


domingo, 31 de mayo de 2020

Domingo de Pentecostés: EL DON DE DIOS ALTÍSIMO.




   I. Compete a una persona divina ser don y darse. Pues lo que se dona tiene aptitud y habitud, ya respecto de aquél por quien se da, ya de aquél a quien se da; toda vez que no sería dado por alguno si no fuera de él y además se da a uno para que sea de éste. Ahora bien, una persona divina se dice ser de alguien, o por razón de origen, como el Hijo es del Padre, o porque alguno la tiene. Tener decimos al disponer libremente y usar o disfrutar de algo a nuestro arbitrio. De este modo sólo la criatura racional unida a Dios puede tener una persona divina; las demás criaturas pueden ser movidas por una persona divina mas no hay en ellas aptitud para gozar de su posesión y usar de su efecto. La criatura racional llega alguna vez a ello, como cuando participa del Verbo divino y del Amor procedente, y hasta poder libremente conocer de verdad a Dios y amarlo como se debe.

Luego, sola la criatura racional puede poseer a una persona divina. Pero no puede llegar a poseerla de este modo por su propia virtud. Luego es necesario que esto le sea dado de lo alto. Pues se dice que se nos da lo que poseemos de afuera. En este sentido compete a una persona divina darse y ser don.


(l par., q. XXXVIII, a. 1)



   II. El Espíritu Santo es un don de Dios. Pues como el Espíritu Santo procede por el modo de amor con que Dios se ama a sí mismo, y como Dios por el mismo amor se ama a sí mismo, y a las otras criaturas a causa de su misma bondad, es evidente que el amor con que Dios nos ama corresponde al Espíritu Santo, como también el amor con que amamos a Dios, dado que nos hace amadores de Dios.

   En cuanto a ambos amores conviene al Espíritu Santo el ser dado.

   Por razón del amor con que Dios nos ama, de la misma manera que decimos de alguien que da su amor a otro cuando empieza a amarle. Aunque Dios no comienza a amar a nadie en el tiempo si tenemos en cuenta su divina voluntad con la cual nos ama, sin embargo, el efecto de su amor se produce en alguno en el tiempo, cuando lo atrae a sí.

   Por razón del amor con que nosotros amamos a Dios, pues este amor el Espíritu Santo lo obra en nosotros; de donde se sigue que por lo que a este amor se refiere él habita en nosotros y nosotros lo tenemos a él como a alguien de cuya riqueza gozamos.

   Y puesto que proviene al Espíritu Santo del Padre y del Hijo el que por el amor que obra en nosotros esté en nosotros y sea poseído por nosotros, dícese con razón que nos es dado por el Padre y por el Hijo. Dícese también que él mismo se nos da a nosotros en cuanto que el amor por el cual habita en nosotros él lo obra en nosotros juntamente con el Padre y el hijo.


(Contra Gent., IV, XXIII).



   III. El nombre propio del Espíritu Santo es don. Entiéndase por don aquello que se da para no ser devuelto, es decir, lo que no se da con idea de retribución. De aquí que envuelve la idea de donación gratuita, cuya razón de ser es el amor. Pues cuando damos algo gratuitamente a otro es porque le deseamos algún bien. Luego, lo primero que le damos es el amor con que le deseamos algún bien. De donde se sigue que el amor tiene carácter de primer don, por el cual son dados todos los dones gratuitos. Si, pues, el Espíritu Santo procede como amor, síguese que procede como primer don. Por consiguiente, por este don que es el Espíritu Santo los miembros de Cristo reciben muchos otros dones.


(1ª q. XXXVIII, c. II)



                   MEDITACIONES — Santo Tomás de Aquino