Fr.
Antonio Royo Martín O. P
«PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN» (LC. 23, 34)
Acababan de levantar
en alto a Jesucristo clavado en la cruz. Y precisamente entonces: cuando
se levantó aquel clamoreo de blasfemias y de insultos; cuando los silbidos del
pueblo se mezclaron con las risotadas de los escribas y fariseos; cuando saboreando
su triunfo lanzaron sus enemigos su reto definitivo:
«¿Pues no
eres tú el Hijo de Dios? Ahora tienes la ocasión de demostrárnoslo. ¡Baja de la
cruz y entonces creeremos en ti y caeremos de rodillas a tus pies!»
Y dirigiéndose a la chusma añadirían sin
duda:
«¿Veis cómo teníamos razón? ¡Veis como no
era más que un hechicero y embaucador?»
Y precisamente
entonces: cuando Jesucristo hubiera podido ordenar a la tierra que se abriera y
hundir para siempre en el infierno a aquellos energúmenos, precisamente
entonces,
Jesús decía: «Padre,
perdónalos que no saben lo que hacen».
Decía. Así leemos en el Evangelio de San
Lucas, único que recoge esta primera palabra de Cristo en la cruz. «Iesus autem
dicebat...».
No lo dijo una sola vez. Lo repitió varias
veces: decía.
«¡Padre»!
¡Qué palabra en boca de un hijo moribundo!
¿Os
acordáis? Cuando vuestro hijo se
moría en la flor de su juventud; cuando mirándoos con ternura con aquellos ojos
lánguidos y casi inexpresivos os dijo por última vez; «¡Padre, madre! ...» ¡Cómo se os clavó en el alma esta palabra!
Al reo condenado a muerte no se le niega nada
en la última hora. A un hijo que va a morir... ¿qué se le podrá negar?
Jesucristo quiere conmover a su Eterno Padre.
Y dirigiéndose a Él le dice con inefable ternura:
«Padre,
perdónalos».
Jesucristo les reconoce culpables. Si no lo
fueron no pediría perdón por ellos.
El mundo no conocía el perdón. «Sé implacable con
tus enemigos», decían los romanos. El perdón era una cobardía: «Ojo por ojo y
diente por diente». Era la ley del talión que todo el mundo practicaba.
Y sin embargo el perdón es el amor en su
máxima tensión. Es fácil amar; es heroico perdonar.
Pero hay un heroísmo superior todavía al mismo
perdón. Escuchad.
«Que no saben lo
que hacen».
Jesucristo:
eres la verdad eterna. Se lo dijiste anoche a tus discípulos:
«Yo soy el camino, la verdad y la vida».
Eres la verdad infinita y eterna.
Tenemos que creer lo que nos dices. Pero ¡qué difícil de entender nos resulta. Señor, lo que acabas
de decir!
¿Que no saben lo que hacen? Pero si en aquella mañana de primavera, cuando te
presentaste delante de Juan el Bautista y te bautizó en el río Jordán se
abrieron los cielos sobre ti y apareció el Espíritu Santo en forma de paloma y
el pueblo entero oyó la voz augusta de tu Eterno Padre, que decía:
«Este es mi Hijo muy amado en el que tengo puestas todas
mis complacencias. Escuchadle».
¿Qué no saben lo que hacen? ¡Pero si te han visto caminar sobre el mar como sobre una alfombra
azul festoneada de espumas!
¿Que no saben lo
que hacen? ¡Pero si fueron cinco mil hombres, sin contar
las mujeres ni los niños, los que alimentaste en el desierto con unos pocos
panes y peces que se multiplicaban milagrosamente entre tus manos!
¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si hasta tus
discípulos se estremecieron de espanto cuando
te pusiste de pie en la barca, azotada por furiosa tempestad e increpando al
viento y a las olas pronunciaste una sola palabra: ¡Calla!, y al instante el mar alborotado
se transformó en un lago tranquilo, suavemente acariciado por la brisa!
¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si en todas las aldeas y ciudades de Galilea, de
Samaria y de Judea has devuelto la vista a los ciegos y el oído a los sordos y
el movimiento a los paralíticos, delante de todo el pueblo que te aclamaba y
quería proclamarte rey!
¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si en medio
de ellos están aquellos diez leprosos —carne cancerosa, bacilo de Hansen...— y
una sola palabra tuya: «¡Quiero, sed
limpios!» bastó para transformar su carne
podrida en la fresca y sonrosada de un niño que acaba de nacer!
¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si la muerte te devolvía sin resistencia sus presas! ¡Si te
han visto resucitar a la hija de Jairo, todavía en su lecho de muerte, y al hijo
de la viuda de Naím cuando le llevaban al cementerio! Y hace unos pocos días, a cinco kilómetros
de Jerusalén, te acercaste al sepulcro de tu amigo Lázaro, que llevaba cuatro
días enterrado y putrefacto. Y no invocando a Dios, sino con tu propia y
exclusiva autoridad, le diste la orden soberana:
«Lázaro, yo te
lo mando, ¡sal fuera!», y
como un muchacho obediente cuando se le da una orden, inmediatamente el cadáver
corrompido se presenta delante de todos lleno de salud y de vida. ¡Y lo vieron los
judíos, y lo vieron igualmente los príncipes de los sacerdotes, de tal manera
que pensaron quitar también la vida a Lázaro, porque muchos creían en Ti por haberle
resucitado de entre los muertos! ¿Cómo dices
ahora que no saben lo que hacen? ¡Señor! Eres
la suprema Verdad, tenemos que creer lo que nos dices, pero esto nos resulta
muy difícil de entender. ¡Vaya si sabían lo que hacían! ¡Vaya si sabían lo que
hacían!...
Anoche
tuviste la osadía y el atrevimiento inaudito de decirle al príncipe de los
sacerdotes que eras el Hijo de Dios; pero mucho antes habías tenido la osadía y
el atrevimiento infinitamente mayor de demostrarlo plenamente. Eres el Hijo de Dios: lo habías demostrado hasta
la evidencia. ¿Cómo
dices, Señor, que no saben lo que hacen?
Y, sin
embargo, tienes razón. Señor. En realidad, en el fondo, no sabían lo que hacían
aquellos desgraciados. No sabían lo que hacían, como no lo sabemos tampoco
nosotros.
Porque
tened en cuenta que Nuestro Señor Jesucristo, con su ciencia infinita, ciencia
de Dios para la cual no hay futuros, ni pretéritos, sino un presente siempre
actual, delante de la cruz nos tuvo presente a cada uno de nosotros. Con tanto
lujo de detalles, con tanta precisión en los matices como si no tuviese delante
más que a uno solo de nosotros.
Y el Señor levantó su
mirada al cielo y pidió perdón no sólo por aquellos escribas y fariseos, sino
por cada uno de nosotros en particular: uno por uno, en particular.
Teología, no afirmaciones gratuitas, señores, teología; con su ciencia infinita
Jesucristo, en lo alto de la era, nos tuvo presentes a cada uno de nosotros en particular.
Pensó sin duda alguna en mí y pensó concretamente en ti
cuando repetía muchas veces, según el Evangelio: «Padre, perdónalos que no saben lo que
hacen».
No sabemos lo que hacemos, efectivamente. ¡Muchacho que me escuchas! Cuando te decides a pecar a costa del tesoro
infinito de la gracia santificante; de esa gracia de Dios que es el precio de
tu entrada en el cielo, el billete indispensable para entrar en la gloria; de
esa gracia santificante que, según el príncipe de la teología católica, Santo
Tomás de Aquino, en su más ínfima participación vale más y es infinitamente
superior a toda la creación entera, incluyendo a los mismos ángeles; cuando
haces entrega de ese tesoro divino, infinito, por un momento de sucio y bestial
placer: ¡no
sabes lo que haces! Y tú, muchacha: la que te presentas
elegantísimamente desnuda en aquella fiesta de noche. La que eres saludada y
aclamada como reina de la fiesta en aquel ambiente de pecado, y
ríes y gozas y te sientes feliz... ¡pobrecita!; ¡no sabes lo que haces!
Y aquel
padre de familia que pisotea las leyes del matrimonio y tasa a su capricho la
natalidad, que no se preocupa de la educación de sus hijos, que se dedica
solamente a sus negocios lícitos o ilícitos: ¡no sabe lo que hace!
Y tantos
y tantos otros como pudiéramos recordar recorriendo cada uno de los pecados en
particular; cuando pecando nos apartamos de la ley de Dios, en realidad tenía
razón Nuestro Señor Jesucristo: no sabemos lo que
hacemos:
¡Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen!
Jesucristo
no solamente perdona, no solamente olvida, lo que ya sería heroico; Jesucristo
excusa y esto ya es el colmo del amor y del perdón. Busca una circunstancia atenuante,
como hubiera buscado hasta una eximente total si pudiera encontrarla entre sus
verdugos.
No pudo
encontrarla puesto que pide perdón, y para el que es del todo inocente no se
pide perdón. Les reconoció culpables, Pero ya que no podía encontrar la
eximente total, al menos ofrece a su Eterno Padre una circunstancia atenuante: porque no saben lo que hacen.
Lección
soberana dada por Nuestro Señor Jesucristo en lo alto de la cruz. Lección del perdón. Lección dura. A muchísima gente
le resulta duro el sexto mandamiento, el séptimo, la honradez, la justicia
social, etc., etc. ¡Ah!, pero,
sobre todo, ¡qué
duro resulta perdonar!
Cuando
se ha metido en lo hondo del corazón el odio y el espíritu de venganza; cuando
en virtud de aquel pleito, de aquella herencia, de aquella discusión
acalorada... la familia queda destrozada y el padre ya no se habla con el hijo,
y los hermanos no se hablan entre sí... ¡por unas miserables pesetas que se estrellarán un poco más
tarde sobre la losa del sepulcro!... Cuando
se les ha metido el odio y el rencor en el alma, ¡qué difícil perdonar!... Por eso Nuestro Señor Jesucristo
nos lo recordó en la cruz.
La
doctrina del Evangelio, señores. Cristianismo íntegro. La doctrina del
Evangelio. ¡Cuántas
veces lo repitió Jesucristo a lo largo de su predicación!
Enseñó
la necesidad imprescindible de perdonar si queremos obtener para nosotros el
perdón de Dios:
«Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen
y calumnian, devolved a todos, bien por mal. Porque si sólo amáis a vuestros
amigos, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen eso también los publícanos? Y si
solamente saludáis a vuestros hermanos y amigos, ¿qué tiene eso de particular?
Los mismos paganos lo hacen. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es
perfecto».
«Bienaventurados
los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia».
«Con la misma medida que midiereis a los demás
seréis vosotros medidos».
«Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos
a nuestros deudores» (Así como
nosotros perdonamos... de la misma manera, ¡estás leyendo tu sentencia de condenación, tú que rezas el
Padrenuestro sin querer perdonar!).
«Señor, ¿hasta cuántas veces tengo que perdonar?, ¿hasta
siete veces. No. Sino hasta setenta veces siete», o sea, siempre que tu hermano te ofendiere, sin
tope ni límite alguno.
«Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen».
Esta es
la doctrina de Jesucristo: clara, terminante, ineludible.
¡Maravillosa
doctrina que el mundo no estaba acostumbrado a oír!
¡Qué bien la entendieron, qué bien la llevaron
a la práctica los grandes discípulos del Crucificado! Un San
Esteban, el protomártir, que cuando le estaban apedreando ve que se le
abren los cielos y lanza aquella sublime exclamación imitando al divino
Maestro:
«Señor,
no les tengas en cuenta este pecado».
Y después
de San Esteban, tantos y tantos millones de mártires como han dado testimonio
de Cristo perdonando de todo corazón a sus verdugos.
Como
aquel sacerdote de la gloriosa Cruzada Nacional, que cuando estaban a punto dé
fusilarle, dijo; «Esperad
un momento, esperad un momento nada más. Concededme esta dicha
suprema de poderos bendecir. Os bendigo con toda mi alma. En el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».
Como
una Santa Juana de Chantal, que perdonó de tal
manera al que mató a su marido, que llegó a ser madrina de bautismo de uno de
sus hijos; acción heroica que estremeció al mismo San Francisco de Sales.
Como el hijo de Luis XVI, el rey católico de Francia, cuando
cayó en manos de sus verdugos. Cuando el carnicero Simón le estaba atormentando
y le decía con sádico sarcasmo: «Dime, muchacho, dime: si llegases algún día a ocupar el
trono de Francia, tú que eres el príncipe heredero, y me tuvieses en tus manos,
¿qué me harías, qué me harías si me tuvieses en tus manos?». Y aquel muchacho, educado cristianamente por sus
padres, le contestó sin vacilar: «Te perdonaría de todo corazón».
¡Ese es el perdón cristiano! ¡Esa es la palabra
y el ejemplo de Cristo! ¡Qué bien lo saben imitar
los verdaderos discípulos de un Dios que en la cruz clavados tiene ya por los
pecados de todos los pecadores de tanto abrirlos de amores los brazos
descoyuntados!...
Hay que perdonar. Es muy duro, pero fíjate bien, tú
que odias, tú que te niegas a perdonar. Viernes Santo. Escuchando las Siete
Palabras de Nuestro Señor Jesucristo clavado en la cruz, la ley soberana del perdón.
Tú que tienes un odio en el corazón. Tú que no quieres perdonar, fíjate bien.
Mira, si esa persona que te ha ofendido a ti injustamente (voy a suponer que
tienes tú toda la razón del mundo), si esa persona que te ha ofendido se arrepiente
de su pecado y le pide perdón a Dios, se salvará, aunque tú no le quieras
perdonar. Le puede importar muy poco que tú le perdones o le dejes de perdonar.
En cambio, tú, que no le quieres perdonar (fíjate bien, no te eches tierra en
los ojos para no ver estas cosas tan claras, fíjate bien), ¡te vas a condenar para toda la eternidad!
De manera que, tratando de vengarte de tu
enemigo, no te das cuenta de que en realidad te estás clavando una puñalada en
tu propio corazón. ¡Quieres vengarte de tu enemigo y en realidad te estás vengando
de ti! El sé puede reír de tu ira e
indignación. Si le pide perdón a Dios, va al cielo. En cambio, si tú no le
perdonas vas al infierno para toda la eternidad. ¿Cómo no ves que estás haciendo un mal
negocio, que eres verdugo de ti mismo? Si no quieres perdonar, fíjate
bien, no soy yo, es Cristo quien lo dice: «Con la misma medida con que midiereis a los demás,
seréis medidos vosotros».
Si la
muerte te sorprende con ese rencor en el alma, no te quepa la menor duda, ni te
hagas ilusiones: descenderás al infierno para toda la
eternidad. ¡Pobrecito que me escuchas!, en
la tarde del Viernes Santo ¿no te decidirás a salvar tu alma perdonando de corazón a
tu enemigo... volviendo a hacer las paces con tu familia destrozada?
—«Es que no lo
merecen por la villanía de su ofensa».
¡Y qué
más da que no lo merezcan! Lo merece Cristo y lo merece también la salvación de tu propia
alma, que se pierde sin remedio si te obstinas en tu negativa de perdón. Parábola maravillosa de Nuestro
Señor Jesucristo, señores.
El
reino de los cielos es semejante a un rey que quiso tomar cuentas a sus
siervos. Al comenzar a tomarlas se le presentó uno que le debía diez mil
talentos (una fortuna colosal: más de sesenta millones de pesetas), pero como
no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus
hijos y todo cuanto tenía, y saldar la deuda. Entonces el siervo, cayendo de
hinojos, dijo: Señor,
dame espera y te lo pagaré todo. Compadecido
el señor del siervo aquel le despidió, condonándole la deuda. En saliendo de
allí, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien
denarios (cien miserables pesetillas), y agarrándole le sofocaba diciéndole: Paga lo que
debes. De hinojos le suplicaba su
compañero, diciendo: Dame espera y te pagaré. Pero él se negó, y le
hizo encerrar en la prisión hasta que pagara la deuda. Viendo esto sus
compañeros, les desagradó mucho, y fueron a contar a su señor todo lo que
pasaba. Entonces le hizo llamar el señor, y le dijo: Mal siervo, te condoné yo toda tu deuda, porque
me lo suplicaste. ¿No era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero,
como la tuve yo de ti? E irritado, le entregó a los torturadores hasta que
pagase toda la deuda.
Así
hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonaré cada uno a su hermano de
todo corazón.
Es Jesucristo, señores, la Verdad Eterna, quien pronunció
esta parábola. ¿No quieres perdonar?
¡Pues te
condenas!, no te hagas ilusiones: te vas al infierno para toda la eternidad. Te lo recuerda la
primera palabra de Jesucristo en la cruz.
¿Dices que te han ofendido demasiado? Escúchame: ¿Han
llegado a clavarte en una cruz? ¿Están chorreando sangre tus manos y tus pies? Pues
cuando clavado en la cruz, cuando chorreando sangre sus manos y sus pies, cuando las
burlas y las blasfemias, precisamente entonces es cuando Jesucristo Nuestro Señor
decía con inefable dulzura: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
No tienes excusa. Si después de este sublime ejemplo de
Jesucristo compareces delante de Dios con ese odio, te pierdes para toda la eternidad,
¡Ten valor! No por él, si no quieres; no por ese enemigo tuyo, sino por Cristo, por amor al divino Crucificado, por
compasión hacia tu pobre alma que se va a perder por toda la eternidad.
En esta noche de Viernes Santo, al pie de un crucifijo, ten el valor de decir: ¡Señor, voy a
perdonar con toda mi alma! Voy a tomar la iniciativa de ofrecer el perdón,
aunque yo sea el ofendido.
Y si
tu enemigo no te quiere perdonar, tú ya has cumplido, ya has hecho de tu parte
lo que Cristo te exige para darte su perdón. Pero dile de verdad a Cristo que
quieres perdonar de todo corazón a tu enemigo hoy a los pies de un crucifijo,
en esta noche del Viernes Santo.
Y si no
tienes el valor de llegar hasta el supremo heroísmo de Nuestro Señor Jesucristo
pronunciando su fórmula, que no solamente perdona, que no solamente olvida,
sino que incluso excusa al culpable, al menos pronuncia esta otra que es absolutamente
indispensable para obtener la salvación eterna de tu alma: «¡Padre, perdónalos, aunque sepan lo que
hacen!».