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domingo, 20 de abril de 2025

RESURRECCIÓN GLORIOSA DEL SEÑOR.

 



    

   La gloriosísima y alegrísima Resurrección de nuestro Señor Jesucristo se refiere en el sagrado Evangelio por estas palabras:

 

   — Al día siguiente después de Parasceve, los príncipes de los sacerdotes y fariseos acudieron juntos a Pilato, y le dijeron: 

   «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor cuando estaba aún en vida andaba diciendo: Después de tres días resucitaré. Manda, pues que se custodie el sepulcro hasta el tercer día; no sea, que vayan allá sus discípulos y lo hurten, y digan luego a la plebe: Ha resucitado de entre los muertos, y sea el postrero error peor que el primero.»

  

   Les respondió Pilato: 


   «Ahí tenéis a vuestra disposición la guardia: id, y ponedla como os parezca.»

 



   Con eso, yendo al lugar del sepulcro, lo aseguraron bien, sellando la piedra, y poniendo guardas de vista.

   Mas Jesús resucitó al amanecer del primer día de la semana.

   El ángel del Señor descendió de los cielos, y llegándose revolvió la losa del sepulcro.

   Su rostro era deslumbrador como un relámpago y su vestidura blanca como la nieve.

   A su vista los guardas quedaron yertos de espanto y como muertos.

   Viniendo después algunos de ellos a la ciudad, contaron a los príncipes de los sacerdotes lo que había acaecido: y congregados estos en asamblea con los ancianos tuvieron su consejo, y dieron una grande suma de dinero a los soldados con esta advertencia: 

   «Habéis de decir: Estando nosotros durmiendo, vinieron de noche sus discípulos, y lo hurtaron. Y si esto llega a oídos del presidente, nosotros le aplacaremos, y os sacaremos a paz y a salvo”.

   Tomando ellos el dinero, obraron conforme a la instrucción que se les dio, y la noticia de esto ha corrido entre los judíos hasta el día de hoy. (Matth. XXVII, Marc, XVI).




   — Aquel mismo día, primero de la semana, siendo ya tarde y estando cerradas las puertas de la casa donde se hallaban reunidos los discípulos por temor de los judíos, vino Jesús; y apareciéndose en medio de ellos, les dijo: 

   «La paz sea con vosotros»: 



   Mas ellos turbados y espantados imaginaban ver algún espíritu. Les dijo Jesús: 

   «¿De qué os asustáis, y por qué habéis de pensar tales cosas? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y miradme; que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.» 




   Dichas estas palabras les mostró las manos y los pies y el costado, y les echó en cara la dureza de su corazón por no haber creído a los que ya le habían visto resucitado. Mas como aun no acababan de creer lo qu e veían, estando como estaban enajenados de júbilo y asombro, les dijo Jesús: 

   «¿Tenéis ahí algo de comer?»



   Ellos le presentaron una ración de pescado asado y un panal de miel. Y habiendo comido delante de ellos, tomó las sobras y se las dio. Se Llenaron, pues de alegría los discípulos con la vista del Señor (Joann., XXI).

 

 

*

 


 

   Reflexión: La gloriosa Resurrección de Jesucristo, manifestada por espacio de cuarenta días con muchas y singularísimas apariciones que pueden leerse en los cuatro Evangelios, es la prueba más evidente e irrefragable de su Divinidad.

   Es también un divino testimonio de nuestra esperanza; pues habiendo resucitado el Señor, también nosotros, como él nos dijo, resucitaremos.

 


 

   Oración: ¡Oh Dios! que en el día de hoy nos has abierto la entrada de la Eternidad por tu Unigénito vencedor de la muerte, favorece con la ayuda de tu gracia las súplicas que nos has inspirado previniéndonos con ella. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

 

 

FLOS SANCTORVM

DE LA FAMILIA CRISTIANA.


sábado, 19 de abril de 2025

SEMANA SANTA: DOMINGO.

 


DOMINGO DE PASCUA:

RESURRECCIÓN. SEPULCRO VACÍO.

 MENSAJE DEL ÁNGEL.

 

San Marcos 16.1-8

San Juan 20.1-10

San Lucas 24.1-7

 

¿Qué celebramos los cristianos? DOMINGO DE PASCUA. DÍA DE LA RESURRECCIÓN DEL SEÑOR.

 

Se da inicio al Tiempo Pascual con la Eucaristía y Misas Solemnes. Los Templos vuelven a embellecerse con luces y flores.

 


El día Domingo comienza el Tiempo Pascual el cual durará hasta Pentecostés. La resurrección de Jesús es el punto de partida de nuestra fe, pues “Si Cristo no hubiera resucitado nuestra fe sería vana”, por lo tanto, la buena nueva de la Salvación es aclamada por todos.

 




Durante el Tiempo Pascual se reemplaza el rezo de El Ángelus a las 6 am, 12 pm y 6 pm por el rezo o canto del Regina Caeli, desde el Domingo de Resurrección hasta Pentecostés.

  


Regína coeli, laetáre,

Allelúia.

Quia quem meruísti

Portáre, allelúia.

Resurréxit sicut dixit,

Allelúia.

Ora pro nobis Deum,

Allelúia.

Gaude et laetáre, Virgo María,

Allelúia

Quia surréxit Dóminus vere,

Allelúia.

 

Orémus:

 

Deus, qui per resurrectiónem

Fílii tui Dómini nostri Jesu

Christi mundum laetificáre

Dignátus es, praesta quáesumus,

Ut per ejus Genitrícem

Virginem Maríam perpétuae

Capiámus gáudia vitae. Per

Eúmdem Christum Dóminum

Nostrum.

Amén.

 

 

Reina del cielo, alégrate,

Aleluya.

Porque El que mereciste llevar

En tu seno, aleluya.

Resucitó, como había dicho,

Aleluya.

Ruega por nosotros a Dios,

Aleluya.

Gózate y alégrate, Virgen María,

Aleluya.

Porque verdaderamente resucitó

El Señor, aleluya.

 

Oremos:

 

Oh Dios, que te dignaste alegrar

al mundo por la resurrección de tu Hijo,

Nuestro Señor Jesucristo: concédenos,

Te rogamos, que, por la Virgen María,

Su Madre, alcancemos los goces de la

vida eterna. Por el mismo Jesucristo, Nuestro

Señor.

Amén.

 

 

¡Cristo ha Resucitado!


¡Aleluya, Aleluya!


SEMANA SANTA: SÁBADO.

 



SÁBADO SANTO: JESÚS REPOSA EN EL SEPULCRO. DESCENSO DE JESÚS A LOS INFIERNOS.

 

San Lucas 23.50-56

San Juan 19.38-42

1 San Pedro 3.19

 

¿Qué celebramos los cristianos? SÁBADO SANTO: LA SEPULTURA DEL SEÑOR Y EL SANTO SEPULCRO. SOLEMNE VIGILIA PASCUAL.

 

La comunidad cristiana no se reúne sino hasta la noche para celebrar la solemne vigilia pascual o la Misa de Gloria.

 

Cristo yace en el sepulcro y la Iglesia medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros. Hay que guardar silencio para aprender del Maestro, al contemplar su cuerpo destrozado. Cada uno de nosotros debe considerarse responsable de esa muerte.

 

El sábado santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido a Satanás y al pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre Celestial.

 

Esta es una noche de Vigilia en honor del Señor, conmemorando la noche santa en la que el Señor resucitó.

 

Durante la vigilia la iglesia espera la resurrección del Señor y la celebra con los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Comunión.

 

La Vigilia Pascual es la celebración más importante de todo el calendario cristiano. Celebramos con mayor esplendor y fervor porque creemos que Cristo ha resucitado de entre los muertos y vive y está presente entre nosotros en la Eucaristía.

 

Pidamos al Señor que nos transmita la eficacia salvadora de Su Pasión y de su Muerte, que es la Redención.


viernes, 18 de abril de 2025

LAS SIETE PALABRAS: PRIMERA PALABRA

 




Fr. Antonio Royo Martín O. P



 «PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN» (LC. 23, 34)

 

 Acababan de levantar en alto a Jesucristo clavado en la cruz. Y precisamente entonces: cuando se levantó aquel clamoreo de blasfemias y de insultos; cuando los silbidos del pueblo se mezclaron con las risotadas de los escribas y fariseos; cuando saboreando su triunfo lanzaron sus enemigos su reto definitivo:

  «¿Pues no eres tú el Hijo de Dios? Ahora tienes la ocasión de demostrárnoslo. ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en ti y caeremos de rodillas a tus pies!»

  Y dirigiéndose a la chusma añadirían sin duda:  

   «¿Veis cómo teníamos razón? ¡Veis como no era más que un hechicero y embaucador?»

  Y precisamente entonces: cuando Jesucristo hubiera podido ordenar a la tierra que se abriera y hundir para siempre en el infierno a aquellos energúmenos, precisamente entonces,

   Jesús decía: «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen».

 Decía. Así leemos en el Evangelio de San Lucas, único que recoge esta primera palabra de Cristo en la cruz. «Iesus autem dicebat...».

 No lo dijo una sola vez. Lo repitió varias veces: decía.

 «¡Padre»!




 ¡Qué palabra en boca de un hijo moribundo! ¿Os acordáis? Cuando vuestro hijo se moría en la flor de su juventud; cuando mirándoos con ternura con aquellos ojos lánguidos y casi inexpresivos os dijo por última vez; «¡Padre, madre! ...» ¡Cómo se os clavó en el alma esta palabra!

 Al reo condenado a muerte no se le niega nada en la última hora. A un hijo que va a morir... ¿qué se le podrá negar?

 Jesucristo quiere conmover a su Eterno Padre. Y dirigiéndose a Él le dice con inefable ternura:

   «Padre, perdónalos».

 Jesucristo les reconoce culpables. Si no lo fueron no pediría perdón por ellos.

 El mundo no conocía el perdón. «Sé implacable con tus enemigos», decían los romanos. El perdón era una cobardía: «Ojo por ojo y diente por diente». Era la ley del talión que todo el mundo practicaba.

 Y sin embargo el perdón es el amor en su máxima tensión. Es fácil amar; es heroico perdonar.

 Pero hay un heroísmo superior todavía al mismo perdón. Escuchad.

  «Que no saben lo que hacen».

   Jesucristo: eres la verdad eterna. Se lo dijiste anoche a tus discípulos:

   «Yo soy el camino, la verdad y la vida».

   Eres la verdad infinita y eterna. Tenemos que creer lo que nos dices. Pero ¡qué difícil de entender nos resulta. Señor, lo que acabas de decir!

 ¿Que no saben lo que hacen? Pero si en aquella mañana de primavera, cuando te presentaste delante de Juan el Bautista y te bautizó en el río Jordán se abrieron los cielos sobre ti y apareció el Espíritu Santo en forma de paloma y el pueblo entero oyó la voz augusta de tu Eterno Padre, que decía:

   «Este es mi Hijo muy amado en el que tengo puestas todas mis complacencias. Escuchadle».

   ¿Qué no saben lo que hacen? ¡Pero si te han visto caminar sobre el mar como sobre una alfombra azul festoneada de espumas!

  ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si fueron cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños, los que alimentaste en el desierto con unos pocos panes y peces que se multiplicaban milagrosamente entre tus manos!

  ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si hasta tus

 discípulos se estremecieron de espanto cuando te pusiste de pie en la barca, azotada por furiosa tempestad e increpando al viento y a las olas pronunciaste una sola palabra: ¡Calla!, y al instante el mar alborotado se transformó en un lago tranquilo, suavemente acariciado por la brisa!

   ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si en todas las aldeas y ciudades de Galilea, de Samaria y de Judea has devuelto la vista a los ciegos y el oído a los sordos y el movimiento a los paralíticos, delante de todo el pueblo que te aclamaba y quería proclamarte rey!

   ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si en medio de ellos están aquellos diez leprosos —carne cancerosa, bacilo de Hansen...— y una sola palabra tuya: «¡Quiero, sed limpios!» bastó para transformar su carne podrida en la fresca y sonrosada de un niño que acaba de nacer!

 ¿Que no saben lo que hacen? ¡Pero si la muerte te devolvía sin resistencia sus presas! ¡Si te han visto resucitar a la hija de Jairo, todavía en su lecho de muerte, y al hijo de la viuda de Naím cuando le llevaban al cementerio! Y hace unos pocos días, a cinco kilómetros de Jerusalén, te acercaste al sepulcro de tu amigo Lázaro, que llevaba cuatro días enterrado y putrefacto. Y no invocando a Dios, sino con tu propia y exclusiva autoridad, le diste la orden soberana:

   «Lázaro, yo te lo mando, ¡sal fuera!», y como un muchacho obediente cuando se le da una orden, inmediatamente el cadáver corrompido se presenta delante de todos lleno de salud y de vida. ¡Y lo vieron los judíos, y lo vieron igualmente los príncipes de los sacerdotes, de tal manera que pensaron quitar también la vida a Lázaro, porque muchos creían en Ti por haberle resucitado de entre los muertos! ¿Cómo dices ahora que no saben lo que hacen? ¡Señor! Eres la suprema Verdad, tenemos que creer lo que nos dices, pero esto nos resulta muy difícil de entender. ¡Vaya si sabían lo que hacían! ¡Vaya si sabían lo que hacían!...

 

  Anoche tuviste la osadía y el atrevimiento inaudito de decirle al príncipe de los sacerdotes que eras el Hijo de Dios; pero mucho antes habías tenido la osadía y el atrevimiento infinitamente mayor de demostrarlo plenamente. Eres el Hijo de Dios: lo habías demostrado hasta la evidencia. ¿Cómo dices, Señor, que no saben lo que hacen?

  Y, sin embargo, tienes razón. Señor. En realidad, en el fondo, no sabían lo que hacían aquellos desgraciados. No sabían lo que hacían, como no lo sabemos tampoco nosotros.

  Porque tened en cuenta que Nuestro Señor Jesucristo, con su ciencia infinita, ciencia de Dios para la cual no hay futuros, ni pretéritos, sino un presente siempre actual, delante de la cruz nos tuvo presente a cada uno de nosotros. Con tanto lujo de detalles, con tanta precisión en los matices como si no tuviese delante más que a uno solo de nosotros.

 Y el Señor levantó su mirada al cielo y pidió perdón no sólo por aquellos escribas y fariseos, sino por cada uno de nosotros en particular: uno por uno, en particular. Teología, no afirmaciones gratuitas, señores, teología; con su ciencia infinita Jesucristo, en lo alto de la era, nos tuvo presentes a cada uno de nosotros en particular.

  Pensó sin duda alguna en mí y pensó concretamente en ti cuando repetía muchas veces, según el Evangelio: «Padre, perdónalos que no saben lo que hacen».

  No sabemos lo que hacemos, efectivamente. ¡Muchacho que me escuchas! Cuando te decides a pecar a costa del tesoro infinito de la gracia santificante; de esa gracia de Dios que es el precio de tu entrada en el cielo, el billete indispensable para entrar en la gloria; de esa gracia santificante que, según el príncipe de la teología católica, Santo Tomás de Aquino, en su más ínfima participación vale más y es infinitamente superior a toda la creación entera, incluyendo a los mismos ángeles; cuando haces entrega de ese tesoro divino, infinito, por un momento de sucio y bestial placer: ¡no sabes lo que haces! Y tú, muchacha: la que te presentas elegantísimamente desnuda en aquella fiesta de noche. La que eres saludada y aclamada como reina de la fiesta en aquel ambiente de pecado, y ríes y gozas y te sientes feliz... ¡pobrecita!; ¡no sabes lo que haces!

  Y aquel padre de familia que pisotea las leyes del matrimonio y tasa a su capricho la natalidad, que no se preocupa de la educación de sus hijos, que se dedica solamente a sus negocios lícitos o ilícitos: ¡no sabe lo que hace!

  Y tantos y tantos otros como pudiéramos recordar recorriendo cada uno de los pecados en particular; cuando pecando nos apartamos de la ley de Dios, en realidad tenía razón Nuestro Señor Jesucristo: no sabemos lo que hacemos:

  ¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!

  Jesucristo no solamente perdona, no solamente olvida, lo que ya sería heroico; Jesucristo excusa y esto ya es el colmo del amor y del perdón. Busca una circunstancia atenuante, como hubiera buscado hasta una eximente total si pudiera encontrarla entre sus verdugos.

  No pudo encontrarla puesto que pide perdón, y para el que es del todo inocente no se pide perdón. Les reconoció culpables, Pero ya que no podía encontrar la eximente total, al menos ofrece a su Eterno Padre una circunstancia atenuante: porque no saben lo que hacen.

  Lección soberana dada por Nuestro Señor Jesucristo en lo alto de la cruz. Lección del perdón. Lección dura. A muchísima gente le resulta duro el sexto mandamiento, el séptimo, la honradez, la justicia social, etc., etc. ¡Ah!, pero, sobre todo, ¡qué duro resulta perdonar!

  Cuando se ha metido en lo hondo del corazón el odio y el espíritu de venganza; cuando en virtud de aquel pleito, de aquella herencia, de aquella discusión acalorada... la familia queda destrozada y el padre ya no se habla con el hijo, y los hermanos no se hablan entre sí... ¡por unas miserables pesetas que se estrellarán un poco más tarde sobre la losa del sepulcro!... Cuando se les ha metido el odio y el rencor en el alma, ¡qué difícil perdonar!... Por eso Nuestro Señor Jesucristo nos lo recordó en la cruz.

  La doctrina del Evangelio, señores. Cristianismo íntegro. La doctrina del Evangelio. ¡Cuántas veces lo repitió Jesucristo a lo largo de su predicación!


  Enseñó la necesidad imprescindible de perdonar si queremos obtener para nosotros el perdón de Dios:

   «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen y calumnian, devolved a todos, bien por mal. Porque si sólo amáis a vuestros amigos, ¿qué recompensa merecéis? ¿No hacen eso también los publícanos? Y si solamente saludáis a vuestros hermanos y amigos, ¿qué tiene eso de particular? Los mismos paganos lo hacen. Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto».

  «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia».

 «Con la misma medida que midiereis a los demás seréis vosotros medidos».

 «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Así como nosotros perdonamos... de la misma manera, ¡estás leyendo tu sentencia de condenación, tú que rezas el Padrenuestro sin querer perdonar!).

 «Señor, ¿hasta cuántas veces tengo que perdonar?, ¿hasta siete veces. No. Sino hasta setenta veces siete», o sea, siempre que tu hermano te ofendiere, sin tope ni límite alguno.

  «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

  Esta es la doctrina de Jesucristo: clara, terminante, ineludible.

  ¡Maravillosa doctrina que el mundo no estaba acostumbrado a oír!

 ¡Qué bien la entendieron, qué bien la llevaron a la práctica los grandes discípulos del Crucificado! Un San Esteban, el protomártir, que cuando le estaban apedreando ve que se le abren los cielos y lanza aquella sublime exclamación imitando al divino Maestro:

  «Señor, no les tengas en cuenta este pecado».

  Y después de San Esteban, tantos y tantos millones de mártires como han dado testimonio de Cristo perdonando de todo corazón a sus verdugos.

  Como aquel sacerdote de la gloriosa Cruzada Nacional, que cuando estaban a punto dé fusilarle, dijo; «Esperad un momento, esperad un momento nada más. Concededme esta dicha suprema de poderos bendecir. Os bendigo con toda mi alma. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

  Como una Santa Juana de Chantal, que perdonó de tal manera al que mató a su marido, que llegó a ser madrina de bautismo de uno de sus hijos; acción heroica que estremeció al mismo San Francisco de Sales.

  Como el hijo de Luis XVI, el rey católico de Francia, cuando cayó en manos de sus verdugos. Cuando el carnicero Simón le estaba atormentando y le decía con sádico sarcasmo: «Dime, muchacho, dime: si llegases algún día a ocupar el trono de Francia, tú que eres el príncipe heredero, y me tuvieses en tus manos, ¿qué me harías, qué me harías si me tuvieses en tus manos?». Y aquel muchacho, educado cristianamente por sus padres, le contestó sin vacilar: «Te perdonaría de todo corazón».

 ¡Ese es el perdón cristiano! ¡Esa es la palabra y el ejemplo de Cristo! ¡Qué bien lo saben imitar los verdaderos discípulos de un Dios que en la cruz clavados tiene ya por los pecados de todos los pecadores de tanto abrirlos de amores los brazos descoyuntados!...

  Hay que perdonar. Es muy duro, pero fíjate bien, tú que odias, tú que te niegas a perdonar. Viernes Santo. Escuchando las Siete Palabras de Nuestro Señor Jesucristo clavado en la cruz, la ley soberana del perdón. Tú que tienes un odio en el corazón. Tú que no quieres perdonar, fíjate bien. Mira, si esa persona que te ha ofendido a ti injustamente (voy a suponer que tienes tú toda la razón del mundo), si esa persona que te ha ofendido se arrepiente de su pecado y le pide perdón a Dios, se salvará, aunque tú no le quieras perdonar. Le puede importar muy poco que tú le perdones o le dejes de perdonar. En cambio, tú, que no le quieres perdonar (fíjate bien, no te eches tierra en los ojos para no ver estas cosas tan claras, fíjate bien), ¡te vas a condenar para toda la eternidad!

 De manera que, tratando de vengarte de tu enemigo, no te das cuenta de que en realidad te estás clavando una puñalada en tu propio corazón. ¡Quieres vengarte de tu enemigo y en realidad te estás vengando de ti! El sé puede reír de tu ira e indignación. Si le pide perdón a Dios, va al cielo. En cambio, si tú no le perdonas vas al infierno para toda la eternidad. ¿Cómo no ves que estás haciendo un mal negocio, que eres verdugo de ti mismo? Si no quieres perdonar, fíjate bien, no soy yo, es Cristo quien lo dice: «Con la misma medida con que midiereis a los demás, seréis medidos vosotros».

  Si la muerte te sorprende con ese rencor en el alma, no te quepa la menor duda, ni te hagas ilusiones: descenderás al infierno para toda la eternidad. ¡Pobrecito que me escuchas!, en la tarde del Viernes Santo ¿no te decidirás a salvar tu alma perdonando de corazón a tu enemigo... volviendo a hacer las paces con tu familia destrozada?

   —«Es que no lo merecen por la villanía de su ofensa».

  ¡Y qué más da que no lo merezcan! Lo merece Cristo y lo merece también la salvación de tu propia alma, que se pierde sin remedio si te obstinas en tu negativa de perdón. Parábola maravillosa de Nuestro Señor Jesucristo, señores.

  El reino de los cielos es semejante a un rey que quiso tomar cuentas a sus siervos. Al comenzar a tomarlas se le presentó uno que le debía diez mil talentos (una fortuna colosal: más de sesenta millones de pesetas), pero como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y saldar la deuda. Entonces el siervo, cayendo de hinojos, dijo: Señor, dame espera y te lo pagaré todo. Compadecido el señor del siervo aquel le despidió, condonándole la deuda. En saliendo de allí, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien denarios (cien miserables pesetillas), y agarrándole le sofocaba diciéndole: Paga lo que debes. De hinojos le suplicaba su compañero, diciendo: Dame espera y te pagaré. Pero él se negó, y le hizo encerrar en la prisión hasta que pagara la deuda. Viendo esto sus compañeros, les desagradó mucho, y fueron a contar a su señor todo lo que pasaba. Entonces le hizo llamar el señor, y le dijo: Mal siervo, te condoné yo toda tu deuda, porque me lo suplicaste. ¿No era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero, como la tuve yo de ti? E irritado, le entregó a los torturadores hasta que pagase toda la deuda.

  Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonaré cada uno a su hermano de todo corazón.

  Es Jesucristo, señores, la Verdad Eterna, quien pronunció esta parábola. ¿No quieres perdonar? ¡Pues te condenas!, no te hagas ilusiones: te vas al infierno para toda la eternidad. Te lo recuerda la primera palabra de Jesucristo en la cruz.

 ¿Dices que te han ofendido demasiado? Escúchame: ¿Han llegado a clavarte en una cruz? ¿Están chorreando sangre tus manos y tus pies? Pues cuando clavado en la cruz, cuando chorreando sangre sus manos y sus pies, cuando las burlas y las blasfemias, precisamente entonces es cuando Jesucristo Nuestro Señor decía con inefable dulzura: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».

   No tienes excusa. Si después de este sublime ejemplo de Jesucristo compareces delante de Dios con ese odio, te pierdes para toda la eternidad, ¡Ten valor! No por él, si no quieres; no por ese enemigo tuyo, sino por Cristo, por amor al divino Crucificado, por compasión hacia tu pobre alma que se va a perder por toda la eternidad. En esta noche de Viernes Santo, al pie de un crucifijo, ten el valor de decir: ¡Señor, voy a perdonar con toda mi alma! Voy a tomar la iniciativa de ofrecer el perdón, aunque yo sea el ofendido.

   Y si tu enemigo no te quiere perdonar, tú ya has cumplido, ya has hecho de tu parte lo que Cristo te exige para darte su perdón. Pero dile de verdad a Cristo que quieres perdonar de todo corazón a tu enemigo hoy a los pies de un crucifijo, en esta noche del Viernes Santo.

  Y si no tienes el valor de llegar hasta el supremo heroísmo de Nuestro Señor Jesucristo pronunciando su fórmula, que no solamente perdona, que no solamente olvida, sino que incluso excusa al culpable, al menos pronuncia esta otra que es absolutamente indispensable para obtener la salvación eterna de tu alma: «¡Padre, perdónalos, aunque sepan lo que hacen!».