Al definir, en 1854, el dogma de la Inmaculada
Concepción,
el Papa Pío IX hizo brillar con nuevo y definitivo lustre todos los demás
privilegios de María Santísima. En
efecto, la Inmaculada Concepción confiere,
por así decir, una sublime santidad a todos los
misterios de María. Así como Cristo debía ser el Santo de Dios (Lc. 1, 35), y este su carácter de Santo hace que
todos sus misterios sean santos y fuentes de santidad, del mismo modo también
la Santísima Virgen, destinada en los planes de Dios a ser la Madre del Verbo
encarnado y su colaboradora oficial en la obra de la Redención, debía ser
Santa, y esta su santidad hace que, a su vez, todos sus misterios se vean
bañados en la luz de la más excelsa pureza.
Según esto, la Inmaculada Concepción implica una
doble santidad en María:
• una negativa, que es la que define formalmente el
Papa Pío IX;
• y otra positiva, de la que la Inmaculada Concepción
es inseparable, y a la que claramente alude el Papa Pío IX en su bula de la
definición dogmática.
1º Santidad negativa de María, o
exención del pecado original y de sus consecuencias.
La
santidad negativa de María consiste en la ausencia total del pecado original y
de sus consecuencias inseparables. Esta santidad la proclama el Papa
Pío IX múltiples veces,
antes de definirla como dogma de fe.
En
efecto, afirma el Papa que María Santísima se vio absolutamente libre por siempre de toda
mancha de pecado (nº
1); que fue enteramente
inmune aun de la misma mancha de la culpa original (nº 2); que no estuvo jamás
sujeta a la maldición, más fue hecha partícipe, juntamente con su Hijo, de la
perpetua bendición
(nº 18); que fue tierra
absolutamente intacta, virginal, sin mancha, inmaculada, siempre bendita, y
libre de toda mancha de pecado…; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo
de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido
de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás
carcomió el gusano del pecado (nº
21); y que salió ilesa de los
igníferos dardos del Maligno (ib.).
Es más, usando el lenguaje mismo de los Santos Padres, no duda el inmortal Pontífice en
encomiar a la Virgen Santísima llamándola inmaculada, y bajo todos
los conceptos inmaculada, inocente e inocentísima, sin mancha y bajo todos los
aspectos incontaminada, santa y muy ajena a toda culpa, toda pura, toda
inviolada, y como el ideal de pureza e inocencia (nº 24). Y para poner un broche de
oro a esta verdad, el Papa
la define, por pedido de toda la Iglesia, como dogma de fe: Con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo,
de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo, y con la Nuestra, declaramos, proclamamos
y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue
preservada inmune de toda mancha de la culpa original, en el primer instante de
su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en
atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, ha sido
revelada por Dios, y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos
los fieles (nº
30).
En virtud, pues, de este privilegio,
María nunca vio su alma
empañada con el pecado original. Como en
ella la raíz era inmaculada, inmaculados debían de ser también el tronco, las
ramas, las hojas, las flores, y sobre todo los frutos: No puede el árbol bueno
producir frutos malos, ni el árbol malo producirlos buenos, había dicho ya el
Maestro.
Aplicando esta sentencia a María, hay
que decir que, suprimido en ella el pecado original por privilegio singular, no
pudo tampoco incurrir en ninguna de sus consecuencias, a saber, en pecado
mortal o venial ninguno, ni de malicia ni de fragilidad.
Según esto, podemos formarnos una primera idea
del alma de María: un entendimiento iluminado con las luces más puras; una
voluntad recta, en todo conforme con la de Dios; una libertad más perfecta que
la de los ángeles y de Adán en el estado de inocencia, de la que hizo
continuamente un uso excelente; nada de ignorancia ni de concupiscencia, que
son los dos mayores males de la naturaleza humana y la fuente de todos los
demás; por lo tanto, pasiones siempre ordenadas, que colaboraron siempre con la
razón y con la gracia; una carne tan pura, tan santa, que mereció ser un día la
carne del Hombre Dios; ninguna mala inclinación, ningún hábito vicioso por
dentro, ninguna tentación por fuera; un extremado horror a todo mal, aun el más
leve; un sacrificio absoluto a sus voluntades, un olvido total de sí misma: tales
fueron las primeras líneas de la santidad negativa de María Santísima, ya desde
su misma Concepción.
2º Santidad positiva de María
Inmaculada, o plenitud de gracia.
Si la santidad positiva de la Inmaculada
Concepción, o plenitud de gracia,
no está claramente comprendida en la definición del dogma, puede deducirse
directamente del texto de la Bula de Pío IX, que expresa netamente la creencia
universal de la Iglesia católica.
Afirma
el Papa: Desde el principio y
antes de los tiempos eligió y destinó para su unigénito Hijo una Madre, de la
cual se hiciese hombre y naciese en la dichosa plenitud de los tiempos. Y en
tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en Ella sola se
complació con señaladísima benevolencia. Por eso, muy por encima de todos los
espíritus angélicos y de la universalidad de los santos, la colmó de la
abundancia de todos los favores celestiales, sacada del tesoro de la divinidad,
y ello de manera tan admirable, que, absolutamente libre por siempre de toda
mancha de pecado, y toda hermosa y perfecta, gozase de tal plenitud de inocencia
y santidad, que no se puede concebir en modo alguno otra mayor después de Dios,
y nadie puede imaginar fuera de Dios
(nº 1).
Para no poder concebir mayor inocencia y
santidad después de Dios, es necesario que la Santísima Virgen gozara, no sólo de la inmunidad de
pecado, sino de una santidad eminente en gracia y en virtudes, acompañada
necesariamente de la perfecta integridad de la naturaleza. Por lo mismo, el
texto citado prueba la santidad positiva de María.
Prosiguiendo con la comparación comenzada,
hemos de decir que la raíz en María
no sólo era inmaculada, sino positivamente santa; y si santa era la raíz, santos
habían de ser los frutos. Esto es, no sólo no pudo haber en María malas obras, sino que todo en ella
debió ser santo: todas sus acciones, palabras, pensamientos, intenciones y
afectos debieron verse siempre revestidos de la más elevada santidad. Y nótese
que no fue la gracia de María
como la de los niños recién bautizados: Ella la
recibió en plenitud, de modo que no se puede imaginar después de Dios otra santidad mayor que la de María. Ni fue como la gracia del mismo Adán
en su justicia original: Ella fue confirmada en esa
gracia.
De todo esto sigue dando testimonio la
Bula de definición de
la Inmaculada Concepción, que en varios de sus pasajes afirma
que el privilegio de la santidad negativa fue acompañado de la más eximia
santidad positiva:
Era convenientísimo que tan venerable Madre
brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad (nº 2); y también: Con este singular y
solemne saludo [del Ángel], jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era
sede de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas
del divino Espíritu (nº
18); y también: La gloriosísima Virgen, en quien hizo cosas grandes el Poderoso,
brilló con tal abundancia de todos los dones celestiales, con tal plenitud de
gracia y con tal inocencia, que resultó como un inefable milagro de Dios (nº 19).
3º La doble santidad de María
Inmaculada se ordenaba a su divina Maternidad.
Pero hay más. Esta Concepción
Inmaculada, esta plenitud total de la gracia,
era un requisito para el gran privilegio de la Maternidad
divina.
Así lo enseña claramente el Papa Pío IX en su Bula dogmática:
Era, por cierto, convenientísimo que tan
venerable Madre brillase siempre adornada de los resplandores de la
perfectísima santidad [santidad positiva] y que reportase un total triunfo de
la antigua serpiente, siendo enteramente inmune aun de la misma mancha de la
culpa original [santidad negativa];
• pues a Ella Dios Padre dispuso dar a su único
Hijo, a quien ama como a Sí mismo, después de engendrarlo en su seno igual a
Sí, de tal manera que el Hijo común de Dios Padre y de la Virgen fuese
naturalmente uno solo y el mismo;
•
puesto que a Ella el
mismo Hijo en persona determinó convertirla sustancialmente en su Madre;
•
y porque de Ella el
Espíritu Santo quiso e hizo que fuese concebido y naciese Aquel de quien El
mismo procede (nº
2).
Según esto, a tres se podrían resumir los
argumentos con que los autores solían probar la conveniencia de la
Inmaculada Concepción y santidad de María en orden a su divina Maternidad.
El primero considera la
persona de Dios Padre.
Ya que Dios Padre y María Virgen tienen en común a un mismo Hijo, era sumamente
conveniente que el seno de María, donde el Verbo debía nacer en el tiempo,
fuese un fidelísimo reflejo del seno del Padre, donde el Verbo es engendrado
desde toda la eternidad.
El segundo considera la
persona de Dios Hijo.
Por la maternidad divina, María Santísima se convertía en el
Templo de Dios,
de manera infinitamente más perfecta que el templo material del Antiguo
Testamento;
ahora bien, Jesucristo no tuvo menos celo por esta Casa que
David por el templo material, respecto del cual decía: Señor, he amado la gloria
de tu casa, y del lugar de vuestra morada (Sal. 25).
Además, siendo Jesucristo el único hombre que pudo crearse una
Madre a su gusto, o poco respeto le habría tenido a Ella, dejándola en el
pecado común del género humano cuando podría haberla librado de él y
embellecido y adornado con todas sus gracias, o habría tenido menos sentido de
las conveniencias que nosotros, que esto no hubiésemos hecho.
El tercero considera la
persona del Espíritu Santo.
Puesto que todas las operaciones de este divino Espíritu son siempre santísimas, ¿cómo podría, al
realizar su obra maestra por excelencia, la Encarnación del Verbo, dejar de santificar
totalmente la carne de que debía ser formado el cuerpo santísimo de Cristo? Y como redunda en el Hijo el honor y alabanza
dirigidos a la Madre
(nº 29), de haber dejado con mancha al Tabernáculo de que debía salir el Sumo
Sacerdote, el Espíritu Santo no habría glorificado plenamente al Hijo, según
aquella palabra de Nuestro Señor: El Espíritu Santo me glorificará (Jn 16, 14).
Conclusión.
Por su Inmaculada Concepción, la Santísima Virgen pasa a ser –en expresión de San
Luis María– el verdadero Paraíso terrenal
del nuevo Adán, del que el antiguo paraíso terrenal no fue más que la figura. Y por eso:
Hay en este Paraíso terrenal riquezas,
hermosuras, rarezas y dulzuras inexplicables, que el nuevo Adán, Jesucristo, ha
depositado en él… Este santísimo lugar está compuesto de tierra virgen e
inmaculada, de la que ha sido formado y alimentado el nuevo Adán, sin mancha ni
suciedad alguna, por la operación del Espíritu Santo que allí habita. En este
Paraíso terrenal está verdaderamente el árbol de la vida que ha producido a
Jesucristo, el fruto de la vida… En este lugar divino hay árboles plantados por
la mano de Dios y regados con su divina unción, que han producido y producen
todos los días frutos de gusto divino; hay jardines esmaltados con hermosas y
diferentes flores de las virtudes, que despiden una fragancia que aromatiza
hasta a los ángeles. Hay en este lugar verdes praderas de esperanza, torres
inexpugnables de fortaleza, encantadoras mansiones de confianza… Hay en este
lugar un aire puro e incontaminado; un hermoso día, de la humanidad santa, sin
noche; un hermoso sol, de la Divinidad, sin sombras; un horno ardiente y
continuo de caridad, donde todo el hierro que se echa es abrasado y
transformado en oro; hay un río de humildad que brota de la tierra, y que,
dividiéndose en cuatro brazos, que son las cuatro virtudes cardinales, riega
todo este lugar de embeleso
(Verdadera Devoción, nº 261).
Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora.
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