«Nadie posee mejor que nuestra Madre, la Santa Iglesia, Esposa real del Salvador, el sentido de Nuestro Señor Jesucristo, y, por ende, el sentido de su sacerdocio, que Ella está encargada de perpetuar», escribía Monseñor Lefebvre. Ahora bien, este sentido del sacerdocio católico, tal como lo instituyó Nuestro Señor Jesucristo, la Iglesia se lo declara al candidato al sacerdocio, con admirable pedagogía, a través de las etapas que le hace recorrer antes de llegar al sacerdocio. La finalidad de estas etapas es doble:
• Por una parte, la Iglesia quiere asegurarse de la idoneidad y dignidad de los candidatos a
tan elevadas funciones. Estas diferentes etapas, pues, vienen a ser para el
seminarista como un largo noviciado en el que pueda considerar si el estado
sacerdotal es el que Dios quiere para él, estudiándose a sí mismo en las
propias cualidades, en los defectos, en la disciplina de vida que deberá
asumir, en las exigencias propias de la vida sacerdotal.
• Por otra parte, quiere la Iglesia disponer progresivamente al candidato al sacerdocio
al ejercicio de las funciones sacerdotales, confiándole en cada una de estas
etapas un ministerio y un poder realmente sacerdotales, para que no caiga de
golpe sobre sus hombros todo el peso del sacerdocio, con sus tremendas
responsabilidades.
Estas
etapas podemos dividirlas en tres clases:
•
unas son previas a la recepción de las
Ordenes sagradas;
•
otras son las llamadas Ordenes menores;
•
y otras, finalmente, las llamadas Ordenes mayores.
1º Etapas previas a las Órdenes.
Lo primero que la Iglesia hace con el
candidato al sacerdocio es separarlo físicamente del mundo para el tiempo de su
formación. El llamado divino que él ha sentido, y al que ha respondido,
lo ha llevado al Seminario. Ahí la Iglesia comenzará por verificar si el
candidato reúne las condiciones que lo hacen idóneo para la vocación, a saber:
• la capacidad intelectual para los estudios eclesiásticos;
• la honestidad de costumbres;
• y la rectitud de la intención que lo hace aspirar al sacerdocio.
Una vez asegurada de su idoneidad, la
Iglesia reviste al candidato con el santo hábito talar, la sotana: sin
confiarle aún ninguna función, quiere que lleve ya el uniforme de los que la
representan a los ojos de los fieles y del mundo, lo cual es una gran
responsabilidad.
Finalmente, probada ya la gravedad con que
lleva la sotana, la Iglesia lo adopta por hijo suyo con la ceremonia de la tonsura. Esta
tonsura no es propiamente un Orden, sino una preparación para recibir las demás
Órdenes, por la que el aspirante se convierte en clérigo, y por la que se
significa que la persona tonsurada pasa a dedicarse enteramente al culto
sagrado.
2º Las Ordenes Menores.
La siguiente serie de etapas viene dada por
las Órdenes menores, que son cuatro: Ostiario,
Lector, Exorcista y Acólito.
Sobre estas Órdenes conviene señalar
dos cosas:
• la primera, que confieren poderes propios del sacerdote (y que, por lo
tanto, el candidato ya no tendrá que recibir de nuevo), a fin de que los vaya
ejerciendo paulatinamente, y pueda la Iglesia comprobar su fidelidad en
ejercerlos, y adquirir la seguridad de que será digno de recibir los grados
superiores;
• y la segunda es que, en cada una de
estas Ordenes sagradas, el seminarista se va acercando
más del altar, que es realmente la meta a que apuntan todas las Ordenes.
Pero veamos ahora un poco más en detalle cada una de ellas.
1º El Ostiario
es
el primer grado del Orden sagrado. Sus oficios son:
• cuidar de las llaves y de la puerta del templo: por eso, en el momento de ser ordenado, se le
entregan las llaves, y se le hace abrir la puerta de la iglesia;
• impedir la entrada en el templo a los indignos;
• procurar que nadie se acerque al altar más de lo justo y
estorbe al sacerdote que está celebrando la santa Misa;
• y encargarse de los tesoros de la Iglesia y de los vasos
sagrados: es, por lo tanto, el «sacristán» propiamente
dicho.
Estas funciones, humildes a los ojos
de los hombres, pero sobrenaturalmente muy elevadas, imponen al ostiario la
triple obligación del desprendimiento de los
bienes de la tierra, del amor de la casa de Dios y
de todo lo que se refiere al culto divino, y del celo
por la santificación de las almas.
2º El Lector
es
el segundo grado del Orden. Recibe la custodia de las Sagradas Escrituras, que son,
después de la Eucaristía, el tesoro más precioso que posea la Iglesia.
A él le incumbe:
• leer en la iglesia con claridad y distinción los libros del
Antiguo y Nuevo Testamento, especialmente las lecciones de los Maitines;
• y enseñar al pueblo los primeros rudimentos de la Religión
cristiana: razón que lo convierte
en el «catequista» por oficio.
Por la manera de cumplir su cargo,
manifiesta a la Iglesia cuánto puede esperar de él en el ministerio más
importante de la predicación. Debe tener el amor de la Sagrada Escritura, leerla, meditarla, y
convertirla en regla de su vida.
3º El Exorcista
es el tercer grado del Orden, al que se le confiere el poder de invocar el
nombre del Señor sobre los que están poseídos por los espíritus inmundos.
Participa de este modo de la dignidad de los sacerdotes, a los que Dios ha
establecido reyes
de los demonios, y de la dignidad
del mismo Hijo de Dios, que expulsó frecuentemente a los demonios de los
cuerpos, ejerciendo así la función del Exorcista.
Sin embargo, por el momento sólo puede
ejercer este poder mediante los exorcismos menores, de carácter privado. Para
realizar los grandes exorcismos públicos sobre gente realmente posesa, hace
falta haber recibido el grado del sacerdocio, y tener además el permiso del
obispo o del superior competente.
4º El Acólito participa del
sacerdocio en grado más elevado que el exorcista, y eso de tres
maneras:
• la vela encendida que lleva es imagen de la luz que el sacerdote
debe difundir en el mundo por la predicación;
• presenta al
subdiácono el
pan y el vino, materia del
sacrificio; y así colabora, aunque de modo remoto, a la divina oblación;
• finalmente, por el
derecho que tiene de llevar el incensario y
de incensar al pueblo, es una imagen del sacerdote, que debe ofrecer a Dios
oraciones por el pueblo, figuradas por el incienso en la Sagrada Escritura.
Y también por estos mismos motivos
tiene el Acólito la obligación de practicar tres virtudes:
• es menester que ilumine
espiritualmente a los fieles por los buenos ejemplos que ha de darles, sobre
todo por su modestia;
• servidor del Subdiácono, debe
practicar a un alto grado la humildad que
conviene a un servidor;
• ministro del incienso, que es
símbolo de la oración, debe tener un amor muy
particular a la oración.
3º Las Ordenes Mayores.
Al momento de recibir las Ordenes mayores,
el seminarista está ya en su quinto año; ha tenido, pues, sobrado tiempo de pensar
si el estado sacerdotal responde realmente a la voluntad de Dios sobre él.
Ahora llega para él el momento de contraer, con las Ordenes mayores,
compromisos definitivos e irrevocables, pero lo hace libremente y por expreso
pedido suyo. Estas Órdenes mayores son tres: el Subdiaconado, el Diaconado y el
Sacerdocio.
1º La importancia
del Subdiácono se manifiesta en que se le imponen ornamentos
sagrados, en que le toca servir directamente en el altar, y en que la Iglesia
le impone por esta Orden la ley de perpetua castidad, no pudiendo nadie ser admitido
a él si no promete voluntariamente guardar esta ley. Su cargo consiste en
servir al Diácono, particularmente:
• preparando los
corporales, el pan y el vino necesarios para el sacrificio; por eso se le entrega en la ordenación el cáliz
con la patena y las vinajeras;
• servir el agua
al Obispo y al sacerdote, cuando se lava las manos en el sacrificio
de la Misa;
• cantar la
Epístola;
• y procurar que
nadie perturbe al sacerdote que celebra.
Para que puedan cumplir con estas
obligaciones, la Iglesia pone en manos de los Subdiáconos el Santo Breviario, que deberán rezar cada día, a fin
de que se apliquen constantemente a las alabanzas de Dios, y comiencen a llevar
en la tierra la vida de adoración y de religión perpetua para con Dios, que
continuarán eternamente en el cielo.
2º El ministerio del Diácono
es
más santo: los
ritos y ceremonias solemnes con que el Obispo lo ordena, los ornamentos con que
lo reviste, la imposición de las manos y la entrega del libro de los
Evangelios, dan a entender la gran virtud y rectitud de costumbres
de que debe estar revestido. A él le incumbe:
• ir siempre con
el Obispo, acompañarle cuando
predica, y asistirle, a él como al sacerdote, al celebrar la santa Misa o
administrar otros sacramentos;
• cantar el
Evangelio en el sacrificio de la Misa;
• predicar o explicar el Evangelio en ausencia del Obispo o del
sacerdote, pero no desde el púlpito,
para indicar que no es cargo suyo propio.
También le pertenecía antiguamente:
• exhortar con frecuencia
a los fieles para que estuviesen atentos durante el
sacrificio;
• administrar
la sangre del Señor en las iglesias en que los fieles comulgaban
bajo las dos especies;
• distribuir
los bienes eclesiásticos y proveer a cada uno de lo necesario para el
sustento;
• investigar
quiénes vivían piadosamente y quiénes no, quiénes asistían a Misa y al sermón en
los días preceptuados y quiénes no, para informar de ello al Obispo en orden a
ser amonestados;
•leer públicamente los
nombres de los catecúmenos, y presentar al Obispo a los que han de ser
ordenados.
3º El Sacerdote
es el
tercero y superior de todos los Órdenes sagrados, al que los Padres suelen distinguir con
dos nombres:
• el de «presbítero» o
anciano, no tanto por la madurez de la edad como por la gravedad de costumbres,
instrucción y prudencia;
• y el de «sacerdote», que
significa «don
sagrado» o «dador de las cosas sagradas»,
por estar consagrado a Dios y por pertenecerle administrar los sacramentos y
cosas sagradas.
Por las ceremonias de la Ordenación, el
Sacerdote es constituido mediador entre Dios y los hombres, y ésta debe
considerarse la misión principal del Sacerdote. Por eso, es atribución propia
del Sacerdote:
• ofrecer a Dios el
sacrificio de la Misa, para
lo cual el Pontífice unge sus manos con el santo Crisma y le entrega un cáliz
con vino y una patena con hostia, dándole por sus palabras el poder de ofrecer
el santo Sacrificio a Dios por los vivos y por los difuntos;
• administrar los demás sacramentos, especialmente el de la Penitencia,
recibiendo del Obispo el poder de perdonar y de retener los pecados;
• y enseñar la divina ley, no sólo con palabras, sino con el ejemplo
de una vida santa.
4º Conclusión.
Como puede verse, la Iglesia, en su sabiduría,
hace todo lo posible para que los que no están llamados por Dios a las Sagradas
Ordenes, ya sea por indignidad, ya sea por falta de vocación divina, sean
descartados del sacerdocio a lo largo de las distintas etapas que se han de
recorrer para llegar a él; pero también hace lo posible para que los que sí
están llamados por Dios a este estado eminente, lleguen a él después de una
conveniente preparación. En todo eso la Iglesia tiene un solo y mismo espíritu
con Nuestro Señor Jesucristo, su divino Esposo, que formó cuidadosamente a sus
apóstoles, antes de ordenarlos, dedicándoles su principal preocupación.
Seminario Internacional
Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos
Aires.
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