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jueves, 31 de enero de 2019
miércoles, 30 de enero de 2019
domingo, 27 de enero de 2019
EL LIBERALISMO ES PECADO (II PARTE)
Felix Sardà y Salvany
DE LA ESPECIAL GRAVEDAD DEL PECADO DEL LIBERALISMO.
Enseña la teología católica que no todos los
pecados graves son igualmente graves, aun dentro de su esencial condición que
los distingue de los pecados veniales.
Hay grados en el pecado, aun
dentro de la categoría de pecado mortal, como hay grados en la obra buena
dentro de la categoría de obra buena y ajustada a la ley de Dios. Así el pecado directo contra Dios, como la
blasfemia, es pecado mortal más grave de sí
que el pecado directo contra el
hombre, como es el robo. Ahora bien, a excepción del odio formal contra
Dios y de la desesperación absoluta, que rarísimas veces se cometen por la
criatura, como no sea en el infierno, los pecados más graves de todos son los pecados contra la
fe.
La razón es evidente. La fe es el fundamento de todo orden
sobrenatural; el pecado es pecado en cuanto ataca cualquiera de los
puntos de este orden sobrenatural; es,
pues, pecado máximo el que ataca el fundamento máximo de dicho orden. Un
ejemplo lo aclarará. Se ocasiona una herida al árbol cortándole cualquiera de
sus ramas; se le ocasiona herida mayor cuando es más importante la rama que se
le destruye; se le ocasiona herida máxima o radical si se le corta por su
tronco o raíz.
San Agustín, citado por Santo Tomás, hablando del pecado contra la fe,
dice con fórmula incontestable: Hoc est peccatum quo tenentur cuncta peccata: “Pecado es éste en que se
contienen todos los pecados”.
Y el mismo Ángel de las Escuelas
discurre sobre este punto, como siempre, con su acostumbrada claridad. “Tanto, dice,
es más grave un pecado, cuanto por él se separa más el hombre de Dios. Por el
pecado contra la fe se separa lo más que puede de Él, pues se priva de su
verdadero conocimiento; por donde, concluye el santo Doctor, el pecado contra la
fe es el mayor que se conoce”.
Pero es mayor todavía cuando el pecado contra la fe no es simplemente
carencia culpable de esta virtud y conocimiento, sino que es negación y combate formal
contra dogmas expresamente definidos por la revelación divina.
Entonces el pecado contra la fe, de suyo gravísimo, adquiere una
gravedad mayor, que constituye lo que se llama herejía. Incluye
toda la malicia de la infidelidad, más la protesta expresa contra una enseñanza
de la fe, o la protesta expresa a una enseñanza que por falsa y errónea es
condenada por la misma fe. Añade al
pecado gravísimo contra le fe la terquedad y contumacia en él, y una cierta
orgullosa preferencia: la da razón propia sobre la razón de Dios.
De consiguiente, las doctrinas
heréticas y las obras hereticales constituyen el pecado mayor de todos, a excepción de los arriba dichos, de los que,
como ya dijimos, sólo son capaces por lo común el demonio y los condenados. De
consiguiente, el
Liberalismo, que es herejía, y las otras liberales, que son obras hereticales,
son el pecado máximo que se conoce en el código de la ley cristiana. De consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es
más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa
de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita.
No lo comprende así el moderno Naturalismo; pero
siempre lo creyeron así las leyes de los Estados cristianos hasta el
advenimiento de la presente era liberal, y sigue enseñándolo así la ley de la
Iglesia, y sigue juzgando y condenando así al tribunal de Dios. Sí, la
herejía y las obras hereticales son los peores pecados de todos, y por tanto el
Liberalismo y los actos liberales son ex genere
sue, el mal sobre todo mal.
DE LOS DIFERENTES GRADOS QUE PUEDE HABER Y HAY DENTRO DE
LA UNIDAD ESPECÍFICA DEL LIBERALISMO.
El Liberalismo como sistema de doctrina puede apellidarse escuela;
como organización de adeptos para
difundirlas y propagarlas, secta; como agrupación de hombres dedicados a
hacerlas prevalecer en la esfera del derecho público, partido. Pero, ya se considere al Liberalismo como escuela, como secta,
ya como partido, ofrece dentro de
su unidad lógica y específica varios grados o matices que conviene al teólogo
cristiano estudiar y exponer.
Ante todo, conviene hacer notar que el Liberalismo es uno, es
decir, constituye
un organismo de errores perfecta y lógicamente encadenados, motivo
por el cual se le llama sistema. En efecto, partiendo en él del principio
fundamental de que el hombre y la sociedad son perfectamente autónomos o libres
con absoluta independencia de todo otro criterio natural o sobrenatural que no
sea el suyo propio, síguese por una perfecta ilación de consecuencias todo lo
que en nombre de él proclama la demagogia más avanzada.
La Revolución no
tiene de grande sino su inflexible lógica. Hasta los actos más despóticos, que
ejecuta en nombre de la libertad, y que a primera vista tachamos todos de
monstruosas inconsecuencias, obedecen a una lógica altísima y superior. Porque reconociendo la sociedad por única ley social el
criterio de los más, sin otra norma o regulador, ¿cómo puede negarse perfecto derecho al Estado
para cometer cualquier atropello contra la Iglesia siempre y cuando, según
aquel su único criterio social, sea conveniente cometerlo?
Admitido que los más son los que tienen siempre razón, queda admitida por ende como única ley la del más fuerte,
y por tanto muy lógicamente se puede llegar hasta la última brutalidad. Mas a pesar de esta unidad lógica del sistema, los
hombres no son lógicos siempre, y esto produce dentro de aquella unidad la más
asombrosa variedad o gradación de tintas. Las
doctrinas se derivan necesariamente y por su propia virtud unas de otras; pero los
hombres al aplicarlas son por lo común ilógicos e inconsecuentes. Los
hombres, llevando hasta sus últimas consecuencias sus principios, serían todos santos cuando sus principios fuesen
buenos, y serían todos demonios del infierno cuando sus
principios fuesen malos.
La inconsecuencia es la que hace, de los
hombres buenos y de los malos, buenos a medias y malos no rematados. Aplicando estas observaciones al asunto presente del Liberalismo diremos: que liberales
completos se encuentran relativamente pocos gracias a Dios; lo cual
no obsta para que los más, aún sin haber llegado al último límite de
depravación liberal, sean verdaderos
liberales, es decir, verdaderos discípulos o partidarios o sectarios del
Liberalismo, según que el Liberalismo se considere como escuela, secta o
partido.
Examinemos estas variedades de la
familia liberal. Hay liberales que
aceptan los principios, pero rehúyen las consecuencias, a lo menos las más crudas
y extremadas. Otros aceptan
alguna que otra consecuencia o aplicación que les halaga, pero haciéndose los escrupulosos en aceptar radicalmente
los principios. Quisieran unos el Liberalismo aplicado tan sólo a la enseñanza;
otros a la economía civil; otros tan sólo a las formas políticas. Sólo los más avanzados predican su natural
aplicación a todo y para todo.
Las atenuaciones y mutilaciones
del credo liberal son tantas cuantos son los interesados por su aplicación
perjudicados o favorecidos; pues generalmente existe el error de creer que el hombre
piensa con la inteligencia, cuando lo usual es que piense con el corazón, y aun
muchas veces con el estómago.
De aquí los diferentes partidos
liberales que pregonan Liberalismo de tantos o cuantos grados, como expende el
tabernero el aguardiente de tantos o cuantos grados, a gusto del consumidor. De aquí que no
haya liberal para quien su vecino más avanzado no sea un brutal demagogo, o su
vecino menos avanzado un furibundo reaccionario. Es asunto de escala
alcohólica y nada más. Pero así los que mojigatamente bautizaron en Cádiz su
Liberalismo con la invocación de la Santísima Trinidad, como los que en estos
últimos tiempos le han puesto por emblema ¡Guerra
a Dios! están dentro de tal escala liberal, y la
prueba es que todos aceptan, y en caso apurado invocan, este común
denominador.
El criterio liberal o
independiente es uno en ellos, aunque sean en cada cual más o menos acentuadas
las aplicaciones. ¿De qué depende esta mayor o menor acentuación? De los intereses muchas veces; del temperamento no pocas;
de ciertos lastres de educación que impiden a unos tomar el paso precipitado
que toman otros; de respetos humanos tal vez o de consideraciones de familia;
de relaciones y amistades contraídas, etc., etc. Sin contar la táctica
satánica que a veces aconseja al hombre no extremar una idea para no alarmar, y
para lograr hacerla más viable y pasadera;
lo cual, sin juicio temerario, se puede afirmar de ciertos liberales conservadores, en los
cuales el conservador no suele ser más que la máscara o envoltura del franco
demagogo.
Más en la generalidad de los liberales a medias, la caridad puede suponer cierta dosis de candor y de
natural bonomía o bobería, que si no los hace del todo irresponsables,
como diremos después, obliga no obstante a que se les tenga alguna compasión.
Quedamos, pues, curioso lector, en
que el Liberalismo es uno solo; pero liberales
los hay, como sucede con el mal vino, de diferente color y sabor.
DEL LLAMADO LIBERALISMO CATÓLICO O CATOLICISMO LIBERAL.
De todas las inconsecuencias y antinomias que se encuentran en las
gradaciones medias del Liberalismo, la más repugnante de todas y la más odiosa es la que
pretende nada menos que la unión del Liberalismo con el Catolicismo, para
formar lo que se conoce en la historia de los modernos desvaríos con el nombre
de Liberalismo católico o Catolicismo liberal.
Y no obstante han pagado tributo a
este absurdo preclaras inteligencias y honradísimos corazones, que no podemos
menos de creer bien intencionados. Ha
tenido su época de moda y prestigio, que, gracias al cielo, va pasando o ha
pasado ya. Nació este funesto error de un deseo
exagerado de poner conciliación y paz entre doctrinas que forzosamente y por su
propia esencia son inconciliables enemigas.
El Liberalismo es
el dogma de la
independencia absoluta de la
razón individual y social;
El Catolicismo es el dogma
de la
sujeción absoluta de la razón
individual y social a la ley de Dios.
¿Cómo conciliar el sí y el no de tan
opuestas doctrinas? A los fundadores del Liberalismo católico
pareció cosa fácil. Discurrieron una razón individual ligada a la ley del
Evangelio, pero coexistiendo con ella una razón pública o social libre de toda
traba en este particular. Dijeron: El Estado como
tal Estado no debe tener Religión, o debe tenerla solamente hasta cierto punto
que no moleste a los demás que no quieran tenerla. Así, pues, el
ciudadano particular debe sujetarse a la revelación de Jesucristo; pero el hombre
público puede portarse como tal, de la misma manera que si para él no existiese
dicha revelación. De esta suerte compaginaron la fórmula célebre de:
La Iglesia
libre en el Estado libre, fórmula para cuya propagación y defensa se
juramentaron en Francia varios católicos insignes, y entre ellos un ilustre
Prelado; fórmula que debía ser sospechosa desde que la tomó Cavour
para hacerla bandera de la revolución italiana contra el poder temporal de la
Santa Sede; fórmula de la cual, a pesar de su evidente fracaso, no nos consta
que ninguno de sus autores se haya retractado aún.
No echaron de ver estos
esclarecidos sofistas, que, si la razón
individual venía obligada a someterse a la ley de Dios, no podía declararse exenta de ella la razón pública o social sin caer
en un dualismo extravagante, que somete al hombre a la ley de dos criterios
opuestos y de dos opuestas conciencias. Así
que la distinción del hombre en
particular y en ciudadano, obligándole a ser cristiano en el primer concepto, y
permitiéndole ser ateo en el segundo, cayó inmediatamente por el suelo
bajo la contundente maza de la lógica íntegramente católica.
El Syllabus, del cual hablaremos luego, acabó de hundirla sin remisión. Queda todavía de
esta brillante pero funestísima escuela, alguno que otro discípulo rezagado,
que ya no se atreve a sustentar paladinamente la teoría católico-liberal, de la que fue en otros tiempos fervoroso
panegirista, pero a la que sigue obedeciendo aún en la práctica; tal vez sin
darse cuenta a sí propio de que se propone pescar con redes que, por viejas y
conocidas, el diablo ha mandado ya recoger.
EN QUE CONSISTE PROBABLEMENTE LA ESENCIA O INTRÍNSECA
RAZÓN DEL LLAMADO CATOLICISMO LIBERAL.
Si bien se considera, la íntima esencia del
Liberalismo llamado católico, por otro nombre llamado comúnmente Catolicismo
liberal consiste probablemente, tan sólo en un falso concepto del acto de fe. Parece, según
dan razón de la suya los católico-liberales, que hacen estribar todo el motivo
de su fe, no
en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado
revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza
sobrenatural sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta
al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera. No quieren
reconocer el magisterio de la Iglesia, como único autorizado por Dios para
proponer a los fieles la doctrina revelada y determinar su sentido genuino, sino
que, haciéndose
ellos jueces de la doctrina, admiten de ella lo que bien les parece, reservándose
el derecho de creer la contraria, siempre que aparentes razones parezcan
probables ser hay falsa lo que ayer creyeron como verdadero.
Para refutación de lo cual baste
conocer la doctrina fundamental De Fide, expuesta
sobre esta materia por el santo Concilio Vaticano. Por lo demás se llaman católicos, porque creen
firmemente que el Catolicismo es la única verdadera revelación del Hijo de
Dios; pero se llaman católicos liberales o católicos libres, porque juzgan que
esta creencia suya no les debe ser impuesta a ellos ni a nadie por otro motivo
superior que el de su libre apreciación. De suerte que, sin sentirlo
ellos mismos, encuéntrense los tales con que el diablo les ha sustituido
arteramente el principio sobrenatural de la fe por el principio naturalista del
libre examen. Con lo cual, aunque juzgan tener fe de las verdades cristianas, no
tiene tal fe de ellas, sino simple humana convicción, lo cual es esencialmente
distinto.
Síguese de ahí que juzgan su inteligencia
libre de creer o de no creer, y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la
incredulidad, pues, no ven un vicio, o enfermedad, o ceguera voluntaria del
entendimiento, y más aún del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada
uno, tan dueño en eso de creer, como en lo de no admitir creencia alguna. Por lo cual es muy ajustado a este principio el horror a
toda presión moral o física que venga por fuera a castigar o prevenir la
herejía, y de ahí su horror a las legislaciones civiles francamente
católicas.
De ahí el respeto sumo con que
entienden deben ser tratadas siempre las convicciones ajenas, aun las más
opuestas a la verdad revelada; pues para ellos son tan sagradas cuando son
erróneas como cuando son verdaderas, ya que todas nacen de un mismo sagrado principio
de libertad intelectual.
Con lo cual se erige en dogma lo que se
llama tolerancia, y se dicta para la polémica católica contra los herejes un nuevo código
de leyes, que nunca conocieron en la antigüedad los grandes polemistas del
Catolicismo. Siendo esencialmente naturalista el concepto primario
de la fe, síguese de eso que ha de ser naturalista todo el desarrollo de ella
en el individuo y en la sociedad. De ahí
el apreciar primaria, y a veces casi exclusivamente, a la Iglesia por las
ventajas de cultura y de civilización que proporciona a los pueblos; olvidando y casi nunca citando para nada su fin primario
sobrenatural, que es la glorificación de Dios y salvación de las almas. Del
cual falsa
concepto aparecen enfermas varias de las apologías católicas que se escriben en
la época presente.
De suerte que, para los tales, si el
Catolicismo por desdicha hubiese sido causa en algún punto de retraso material
para los pueblos, ya no sería verdadera ni laudable en buena lógica tal
Religión. Y cuenta que así podría ser, como indudablemente para algunos individuos
y familias ha sido ocasión de verdadero material ruina el ser fieles a su
Religión, sin que por eso dejase de ser ella cosa muy excelente y divina.
Este criterio es el que dirige la pluma de la mayor parte de los
periódicos liberales, que si lamentan
la demolición de un templo, sólo saben hacer notar en eso la profanación
del arte, si abogan por las órdenes religiosas, no
hacen más que ponderar los beneficios que prestaron a las letras; si ensalzan a la Hermana de la Caridad, no es sino
en consideración a los humanitarios servicios con que suaviza los horrores de
la guerra; si admiran el culto, no es sino
en atención a su brillo exterior y poesía; si en la
literatura católica respetan las Sagradas Escrituras, es fijándose tan
sólo en su majestuosa sublimidad. De este modo de encarecer las cosas católicas únicamente por su grandeza, belleza,
utilidad o material excelencia, síguese en recta lógica que merece
iguales encarecimientos el error cuando tales condiciones reuniere, como sin
duda las reúne aparentemente en más de una ocasión alguno de los falsos
cultos.
Hasta a la piedad llega la maléfica acción de este principio
naturalista, y la convierte en verdadero pietismo, es decir, en
falsificación de la piedad verdadera. Así lo vemos en tantas
personas que no buscan en las prácticas devotas más que la emoción, lo cual es
puro sensualismo del alma y nada más. Así
aparece hoy día en
muchas almas enteramente desvirtuado el ascetismo cristiano, que es la
purificación del corazón por medio del enfrentamiento de los apetitos y
desconocido el misticismo cristiano, que no es la emoción, ni el interior
consuelo, ni otra alguna de esas humanas golosinas, sino la unión con Dios por
medio de la sujeción a su voluntad santísima Y por medio del amor
sobrenatural.
Por eso es Catolicismo liberal, o mejor, Catolicismo
falso, gran parte del Catolicismo que se usa hoy entre ciertas personas. No es
Catolicismo, es mero Naturalismo, es Racionalismo puro, es Paganismo con lenguaje
y formas católicas, si se nos permite la expresión.
jueves, 24 de enero de 2019
MEDITANDO CON SAN ALFONSO: LAS PENAS DEL INFIERNO.
Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, sumo Bien, y se entrega a las criaturas. «Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que
soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden
contener las aguas» (Jer. 2 13). Y porque, al ofender a Dios, el pecador se dio a las
criaturas, justamente será después atormentado en el infierno por esas mismas
criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su
mayor culpa es la maldad del pecado, que consiste en apartarse de Dios, la pena
más grande que hay en el infierno es la pena de daño, esto es, el carecer de la
vista de Dios y haberle perdido para siempre.
1º La pena de sentido.
Consideremos primeramente la pena
de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa
cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios. ¿Qué es, pues, el
infierno? El
lugar de tormentos (Lc. 16 28), como lo llamó el rico Epulón, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de
tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiese servido de medio
para ofender a Dios será más gravemente atormentado. (Apoc. 18 7).
La vista padecerá el tormento de las
tinieblas (Job 10 21). Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasase cuarenta o
cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues
bien, el
infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni
un rayo de sol ni de luz alguna (Sal. 48, 20).
El
fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. San Basilio explica que el
Señor separará del fuego la luz,
de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar; o como dice San Alberto Magno, «apartará
del calor el resplandor». Y el humo
que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (Jud. 1, 3), cegará los ojos de los
réprobos. No habrá
allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos: un pálido
fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios, y el
horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.
El olfato padecerá su propio
tormento. Sería insoportable estar encerrado en estrecha habitación con un
cadáver fétido. Pues
bien, el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para
la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34 3).
Dice
San Buenaventura que, si el cuerpo de un condenado saliera del infierno,
bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y
aún dice algún insensato: «Si voy al infierno, no iré
solo…». ¡Infeliz!,
cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos. «Allí
–dice Santo Tomás– la
compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura». Mucho más penarán, sin duda, por la
fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la
estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, «como
ovejas en tiempo de invierno» (Sal. 48, 15), «como
uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios» (Apoc. 19, 15).
Padecerán asimismo el tormento de la
inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de
permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie
mientras Dios sea Dios.
Será atormentado el oído con los continuos
lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo
que los demonios moverán (Job 15 21). A menudo el sueño huye de nosotros cuando oímos cerca
gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro… ¡Infelices
réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos
pavorosos de todos los condenados!…
La gula será castigada con hambre
devoradora (Sal. 58 15), mas no
habrá allí ni un pedazo de pan. El
condenado padecerá abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar,
pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua tan solo pedía el rico
avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.
2º El fuego del infierno y otros tormentos que lo
acompañan.
La pena de sentido que más
atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7 19). El Señor lo mencionará especialmente en el día del juicio: «Apartaos de Mí,
malditos, al fuego eterno» (Mt. 25 41).
Aun en este mundo, el suplicio del
fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de
la tierra y las del infierno, que, según
dice San Agustín, «en
comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas»; «o como si fueran de
hielo», añade San Vicente Ferrer. Y la razón de
esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero
el del infierno sólo para castigo fue formado. «Muy diferentes son –dice
Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que
sirve para la justicia de Dios». La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías llama «espíritu
de ardor» (Is. 4, 4) al
fuego del infierno.
El réprobo estará dentro de las
llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá
abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y
alrededor de sí. Todo cuanto vea, toque o respire será fuego. Estará sumergido
en fuego como el pez en el agua.
Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor
del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para
atormentarle. El cuerpo será pura llama; el corazón arderá en el pecho, las
vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula
en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Sal. 20 10).
Hay
personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, ni
estar junto a un brasero encendido en cerrado aposento, ni pueden resistir una
chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen «aquel
fuego que devora», como dice Isaías (Is. 33 14). Así como
una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán
al condenado. Le devorarán sin darle muerte.
«Sigue, pues, insensato –dice San Pedro
Damián hablando del voluptuoso–; sigue
satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se
convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas, y harán más intensa y
abrasadora la llama infernal en que has de arder». Y añade San Jerónimo que «aquel fuego llevará consigo
todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan»; hasta el tormento del hielo se padecerá
allí (Job 24 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San
Juan Crisóstomo, «los
padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del
infierno».
Las potencias del alma recibirán
también su adecuado castigo.
Tormento de la memoria será el
vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y que él
gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y él menospreció.
El entendimiento padecerá
considerando el gran bien que ha perdido al perder a Dios y el Cielo, y
ponderando que esa pérdida es ya irremediable.
La voluntad verá que se le niega
todo cuanto desea (Sal. 140, 10). El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que
quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá
librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, sin
hallar jamás un momento de reposo.
3º La pena de daño.
Todas las penas referidas nada son
si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las
llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena
de haber perdido a Dios. Decía San Bruno:
«Multiplíquense
los tormentos, con tal de que no se nos prive de Dios». Y San Juan Crisóstomo: «Si dijeras mil infiernos
de fuego, nada dirías comparable al dolor aquél». Y San Agustín
añade que
si los réprobos gozasen de la vista de Dios, «no sentirían tormento
alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso».
Para comprender algo de esta pena,
consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga
cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos,
sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos. En suma:
cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena
que ocasiona el haberlo perdido… Y «puesto
que los réprobos pierden el Bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una
pena en cierto modo infinita».
«En este mundo solamente los
justos temen esa pena», dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor,
todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos». Los pecadores no sienten temor ninguno por
tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios,
hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que
han perdido.
«El alma, al salir de este
mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios,
e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el sumo Bien; más si está en
pecado, Dios la rechaza». Si un
lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper
la cadena que le retiene, y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al
separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios; pero el pecado
la aparta y arroja lejos de El (Is. 1, 2).
Así pues, todo el infierno se
cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: «Apartaos de Mí,
malditos» (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando mil
infiernos –dice
San Juan Crisóstomo–, podrá
nadie hacerse una idea de lo que significa la pena de ser aborrecido de
Cristo».
Cuando David impuso a Absalón el
castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: «Decid
a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte» (II Rey. 14, 32).
Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba
en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: «No
volváis a presentaros ante mí»; y tal fue
la confusión y dolor de aquel hombre que, al llegar a su casa, murió… ¿Qué será, entonces, cuando Dios despida al
réprobo para siempre?… «Esconderé de él mi rostro, y hallará todos los males y
aflicciones» (Deut. 31, 17). «No sois ya míos, ni Yo
vuestro», dirá
Cristo a los condenados (Os. 1, 9) el día del juicio.
¡Y si, al menos, pudiese el desdichado amar
a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no;
si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse, ni
le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su
mayor tormento: conocer que Dios es el sumo Bien, digno de infinito amor, y
verse forzado a aborrecerle siempre. «Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios»: así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.
El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y, maldiciéndole,
maldecirá los beneficios que de Él recibió: la
creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y
penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los Ángeles y Santos, y
con odio implacable a su Ángel custodio, a sus Santos protectores y a la Virgen
Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la
del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre,
Pasión y muerte de Cristo Jesús.
Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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