DAVID SUÁREZ LEOZ
En la
constitución Ineffabilis
Deus, de 8 de diciembre de 1854, el beato
Pío IX pronuncia y define que la Santísima Virgen María «en el primer instante de su concepción, por singular privilegio
y gracia concedidos por Dios, en vista de los méritos de Jesucristo, el
Salvador del linaje humano, fue preservada de toda mancha de pecado original ».
La atribución de la Inmaculada Concepción a María armoniza con su maternidad
divina y santa, lo mismo que con su función de colaboradora en la obra del Hijo
único redentor. La Inmaculada es un ejemplo de justificación por pura gracia,
que sin embargo no permanece inerte en ella, sino que provoca una respuesta de
fe total al Dios santo que la ha purificado.
Sin embargo,
ningún otro dogma de la Iglesia ha pasado por dificultades mayores a la hora de
ser fijado, siendo así que el misterio de la Concepción Inmaculada, tan antiguo
como el hombre, gozaba ya en el siglo XVII del mayor grado de certeza moral y unánime
consentimiento, por lo que en las próximas líneas intentamos acercarnos a los
avatares que han acompañado este dogma mariano.
La doctrina
de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción
encontró cierta resistencia en Occidente, y eso se debió al modo en que, en
algunos casos, fueron interpretadas las afirmaciones de san Pablo sobre el
pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con
especial vigor por san Agustín. El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta,
sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo,
exigía una pureza total y una santidad extraordinaria, y en De natura et gratia mantiene que la santidad de María constituye un don
excepcional de gracia, pero no logró entender cómo la afirmación de una ausencia
total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la
doctrina paulina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de
la Redención para todos los descendientes de Adán.
Desde el siglo VII
la Iglesia oriental celebraba la fiesta de la Inmaculada Concepción, aunque no
fuera universalmente. Sobre el significado de la fiesta oigamos a
san Juan de Eubea: «Si se celebra la
dedicación de un nuevo templo, ¿cómo no se celebrará con mayor razón esta fiesta
tratándose de la edificación del templo de Dios, no con fundamentos de piedra,
ni por mano de hombre? Se celebra la concepción en el seno de Ana, pero el
mismo Hijo de Dios la edificó con el beneplácito de Dios Padre, y con la
cooperación del santísimo y vivificante Espíritu ». Como
se observará, en estas palabras se menciona la creación de María y, asimismo,
su santificación, como insinúa la alusión al Espíritu Santo a quien se apropia.
En el siglo IX se introdujo
en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en Italia, y luego en
Inglaterra. Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribe el primer
tratado sobre la Inmaculada Concepción, De Conceptu virginali, en el que
rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada
Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la
generación humana. Argumenta Eadmero que María permaneció libre de toda mancha
por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente,
y lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo hizo».
A pesar de la celebración litúrgica, el
significado de la solemnidad no estaba teológicamente fijado. Y no deja de llamar
la atención que fuese el santo quizá más devoto de María quien frenase los
impulsos del pueblo cristiano, suscitando la discusión teológica más enconada
de la historia de los dogmas. Me refiero a san Bernardo.
Habiendo
llegado a sus oídos que los monjes de Lyon, en 1140, introdujeron la fiesta, el
santo abad les escribió una carta vehementísima, reprobando lo que él llama una
innovación «ignorada de la Iglesia, no
aprobada por la razón y desconocida de la tradición antigua».
La carta es uno de los mejores
documentos para probar la gran devoción del santo a María. Cada vez que la
nombra, la pluma le rezuma unción, y con la inimitable galanura de estilo que
le caracteriza, convence al lector de que en todo el raciocinio no hay ni
brizna de pasión. Impugna el privilegio porque así cree deber hacerlo.
Los grandes teólogos del siglo XIII
hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando que si Cristo es el redentor de todos, si ningún pecado se perdona
sin la Redención de Cristo en la cruz, María tenía que ser también pecadora
para ser redimida por Cristo y la Redención obrada por Cristo no sería universal
si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. El
Doctor Angélico, santo Tomás, afirma y repite con insistencia en varias partes
de sus obras, escritas en diversas épocas, que María contrajo el pecado de
origen. Citemos sólo lo que escribe en su obra máxima, la Summa. «A la primera pregunta de si María fue santificada antes de
recibir el alma», responde que no, porque la culpa no puede borrarse más que por la gracia,
cuyo sujeto es sólo el alma. «A la segunda, es decir, si lo fue en el
momento de recibir el alma», responde
que ha de decirse que «si el alma de María no
hubiese sido jamás manchada con el pecado original, esto derogaría la dignidad
de Cristo que está en ser el Salvador universal de todos».
El beato Duns Escoto, siguiendo a algunos
teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la
doctrina de la Inmaculada Concepción de María, a través de la denominada
redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más
admirable: no
por liberación del pecado, sino por preservación del pecado. No obstante,
contamos con la afirmación de autores como el padre Juan Mir y Noguera, que
adelantan las consideraciones de Escoto a Raimundo Lulio, de quien aquel afirma
que le toca de derecho el honor de haber apadrinado la Concepción Inmaculada
antes que el inmortal Escoto, y ello porque éste sacó la prerrogativa de la Virgen
en 1300, mientras que el teólogo balear lo trata en sus obras desde 1273: (Padre Juan
Mir y Noguera: La Inmaculada Concepción, Madrid, Saenz de Jubera hnos., 1905,
p. 103.).
1. ¿A Dios le convenía
que su Madre naciera sin mancha del pecado original?
—Sí, a Dios le convenía que su Madre naciera sin ninguna mancha. Esto
es lo más honroso, para él.
2. ¿Dios podía
hacer que su Madre naciera sin mancha de pecado original?
—Sí, Dios lo puede todo, y por tanto podía hacer que su Madre naciera
sin mancha: Inmaculada.
3. ¿Lo que a Dios
le conviene hacer lo hace? ¿O no lo hace?
Todos respondieron: «Lo que a Dios le conviene hacer, lo que Dios ve que es
mejor hacerlo, lo hace».
Entonces
Escoto exclamó:
Luego
1. Para Dios era
mejor que su Madre fuera Inmaculada: o sea sin mancha del pecado original.
2. Dios podía
hacer que su Madre naciera Inmaculada: sin mancha.
3. Por lo tanto: Dios hizo que María naciera sin mancha del
pecado original. Porque Dios cuando sabe que algo es mejor hacerlo, lo hace. (Pascual Rambla,
OFM: Historia del dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Puede
consultarse en www.franciscanos.org/virgen/rambla.html)
Desde el tiempo de
Escoto la fiesta se expandió a lo largo de aquellos países donde no había sido
previamente adoptada. Con
excepción de los dominicos, todas o casi todas las órdenes religiosas la
asumieron: los franciscanos en el Capítulo General
de Pisa en 1263 adoptaron la fiesta de la Concepción de María en toda la orden; esto, sin embargo, no significa que profesasen en
este tiempo la doctrina de la Inmaculada Concepción. Siguiendo las huellas de Duns Escoto, sus discípulos
Pedro Aureolo y Francisco de Mayrone fueron los más fervientes defensores de la
doctrina, aunque sus antiguos maestros (san Buenaventura incluido) se hubiesen opuesto a ella. La controversia continuó,
pero los defensores de la opinión opuesta fueron la mayoría de ellos miembros
de la Orden dominicana.
En 1439 la disputa fue llevada ante el
Concilio de Basilea, donde la Universidad de París, anteriormente opuesta a la
doctrina, demostrando ser su más ardiente defensora, pidió una definición
dogmática: los
obispos declararon la Inmaculada Concepción como una pía doctrina, concorde con
el culto católico, con la fe católica, con el derecho racional y con la Sagrada
Escritura; de ahora en adelante, dijeron, no estaba permitido predicar o
declarar algo en contra.
Por un decreto de 28 de febrero de 1476,
Sixto IV adoptó por fin la fiesta para toda la Iglesia latina y otorgó una
indulgencia a todos cuantos asistieran a los oficios divinos de la solemnidad.
Como el
reconocimiento público de la fiesta por Sixto IV no calmó suficientemente el
conflicto, publicó en 1483 una constitución en la que penaba con la excomunión a
todo aquel que acusara de herejía a la opinión contraria (Grave nimis,
4 de septiembre de 1483). En 1546 el Concilio de Trento, cuando
la cuestión fue abordada, declaró que «no fue intención de este
Santo Sínodo incluir en un decreto lo concerniente al pecado original de la
Santísima e Inmaculada Virgen María Madre de Dios» (Ses. V, De
peccato originali). Como quiera que este decreto no definió la
doctrina, los teólogos opositores del misterio, aunque reducidos en número, no
se rindieron.
San Pío V no sólo condenó la proposición 73
de Bayo según la cual «no otro sino Cristo fue
sin pecado original y que, además, la Santísima Virgen murió a causa del pecado
contraído en Adán, y sufrió aflicciones en esta vida, como el resto de los justos,
como castigo del pecado actual y original», sino que también publicó una constitución
en la que negaba toda discusión pública del sujeto.
Mientras duraron estas disputas, las
grandes universidades y la mayor parte de las grandes órdenes se convirtieron
en baluartes de la defensa del dogma. Las universidades más famosas de
entonces: la de la Sorbona en París, las de Bolonia y
Nápoles en Italia, las de Salamanca y Alcalá en España y la de Maguncia en Alemania,
declararon solemnemente estar totalmente de acuerdo con la idea de que María
Santísima fue preservada de toda mancha de pecado, y en 1497 la Universidad de
París decretó que en adelante no fuese admitido como miembro de la Universidad
quien no jurase que haría cuanto pudiese para defender y mantener la Inmaculada
Concepción de María. (Enciclopedia Católica, término «Inmaculada
Concepción », puede consultarse en www.enciclopediacatolica.com/ i/inmaconcepcion.htm).
Pablo V (1617) decretó que no debería
enseñarse públicamente que María fue concebida en pecado original, y Gregorio V (1622) impuso absoluto silencio (in
scriptis et sermonibus etiam privatis) sobre los
adversarios de la doctrina hasta que la Santa Sede definiese la cuestión. Para
poner fin a toda ulterior cavilación, Alejandro VI promulgó el 8 de diciembre
de 1661 la famosa constitución Sollicitudo omnium Ecclesiarum, definiendo el
verdadero sentido de la palabra conceptio, y prohibiendo toda ulterior discusión
contra el común y piadoso sentimiento de la Iglesia. Declaró que la inmunidad de María del pecado original en el
primer momento de la creación de su alma y su infusión en el cuerpo era objeto de
fe.
Desde el
tiempo de Alejandro VII hasta antes de la definición final, no hubo dudas por
parte de los teólogos de que el privilegio estaba entre las verdades reveladas
por Dios. La
Inmaculada Concepción fue declarada el 8 de septiembre de 1760 como principal patrona
de todas las posesiones de la Corona de España, incluidas las de América. El
decreto del primer Concilio de Baltimore (1846), eligiendo a María en su
Inmaculada Concepción patrona principal de los Estados Unidos, fue confirmado
el 7 de febrero de 1847.
Finalmente, el beato Pío IX, rodeado por
una espléndida multitud de cardenales y obispos, promulgó el dogma el 8 de
diciembre de 1854. En una emotiva homilía, monseñor Óscar Romero lo
explicaba con gran sencillez: «Cristo es el Redentor de
todos los hombres, también María es redimida, pero hay dos clases de redención:
una redención, la que salva de la caída, uno que ha caído y le sacan del hoyo
donde cayó, del abismo donde cayó, es un redimido, y así nos ha redimido a
todos Cristo porque todos hemos caído en el abismo del pecado original, todos
nacemos manchados con esa desobediencia de Adán. Pero hay una segunda clase de
redención que se llama una redención de preservación, una redención que consiste
en no dejar caer, en decirle: antes de que caigas al abismo, te recojo en mis
brazos y te mantengo elevada; como todos los que han caído, tú no has caído,
pero debías haber caído, yo te he preservado por un amor especial». Cristo quería una Madre que no
tuviera la vergüenza de decir: fui concebida en pecado.
Él le adelantó los méritos de su
Redención.
«Te voy a preservar, Madre mía, porque de tus entrañas purísimas
voy a tomar carne yo, el Redentor ». (Homilía
pronunciada el día 8 de diciembre de 1977 por Óscar Arnulfo Romero y Galdamez,
arzobispo de San Salvador. Puede consultarse en www.supercable.es/~gato/ rome-2.htm).
CRISTIANDAD
“Al
reino de Cristo por los corazones de Jesús y de María”