¡Qué hermosa transformación la que hace en
el alma el santo sacramento de la Penitencia! El culpado se convierte en inocente, el esclavo de Satanás
en hijo de Dios, y el que poco antes era monstruo horrendo por la culpa, en
imagen bellísima del Creador. ¡Tanto
es el poder de la divina gracia que se comunica en este Sacramento! Necio es, pues, el que mira con horror a un
Sacramento tan saludable, recibiéndolo tan sólo, o por temor a las censuras de
la Iglesia, o por respeto al qué dirán. ¿Qué delincuente se
detuviera perezoso en las prisiones si dependiera su libertad de la confesión
ingenua de su culpa? ¿Qué náufrago no alargaría la mano a la tabla que le ofreciese
la Providencia? ¿Qué enfermo consentiría en morir por evitar lo poco de mal
sabor de la medicina?
No quieras, hija de María, ser
calificada de necia si, hallándote agobiada bajo el peso de las culpas, o por
siniestras preocupaciones o por frívolas excusas, huyes del alivio que se te
ofrece en este Sacramento, o no lo frecuentas a menudo y con las debidas
disposiciones. Mira que un solo grado de gracia de los que allí se comunican es
de más precio que todo cuanto hermoso y bello hay en la Naturaleza. ¿Y quién á tan
poca costa no atesora para el cielo lo que vale tanto? ¿Quién no solicita
purificarse en esta vida de aquellas manchas que para quitarse necesitan de
mucho fuego en el purgatorio?
Pero antes de pasar a la práctica
de este Sacramento quiero prevenirte contra otra necedad peligrosísima, harto
frecuente por desgracia aun en personas que se acercan a menudo a los santos
Sacramentos: la necedad
de callar pecados. Prudente
es el rubor que impide el pecado, pero imprudente el que dificulta la
penitencia. Una refinada soberbia
suele ser el origen de esta confusión culpable, que tantas almas tiene
precipitadas en el abismo infernal; porque, si eres humilde, te holgarás de que
el confesor te tenga por defectuosa y delincuente.
Ea, rompe con valor ese rubor que oprime la garganta, y descubre tu
pecho al que como padre te guardará inviolable secreto. Nada dirá, que nada
puede decir; y aunque pudiera lo callaría, porque más hace el penitente en fiarle
su mayor secreto que él en guardarlo. No creas se escandalice el confesor
prudente por la enormidad del delito, porque harto conocida le es tu miseria, o
por lo que ha leído, o por lo que ha aprendido en los demás.
Manifiesta con confianza todas tus
culpas graves, según las tengas en la conciencia, y sabe que mientras así no lo
hagas añades pecados a pecados, quitas el mérito a tus obras y compras leña
para quemarte en el infierno. Si oras, si das limosna, si ayunas a pan y agua,
si derramas toda la sangre de tus venas al golpe de la disciplina, y al mismo
tiempo callas o disimulas algún pecado, no podrás, a pesar de todo eso, entrar
en el cielo; de nada te servirá.
¡Qué locura! ¡Por no querer pasar un poquito de vergüenza en el rincón de un
confesonario, padecer eterna confusión! —Si no tienes
valor para descubrir el mal estado de tu conciencia al propio director (que fuera
lo más acertado), busca otro y comienza tu confesión por estas palabras: Padre, vengo poseída de
la vergüenza.
Convencida Santa Teresa de Jesús de que las confesiones mal hechas precipitan a
muchas almas en el infierno, escribía llena de celo a un predicador estas
palabras: «Padre,
predicad muchas veces contra las confesiones mal hechas, porque el demonio no
tiene otro lazo con que coger tantas almas cuantas coge con éste.» No basta, pues, confesarse; es
preciso hacerlo bien, y con las disposiciones requeridas, de examen, dolor,
propósito, confesión de boca y satisfacción. Hazlo así, que yo te aseguro feliz
éxito en el Tribunal divino, ante el cual no valdrá excusa alguna, — Además, importa mucho que obedezcas ciegamente; y así,
cuando el director te diga que estás bien confesada, lo creas y ahorres ciertas
inflexiones extravagantes de si te has o no explicado bien, si te han o no
entendido, si tienes o no dolor de tus pecados, si hubo o no falta en el
examen, persuadiéndote que sólo se va seguro por el camino de la obediencia. —Evita
el ser larga en el confesionario; para esto omite cuentos ridículos, noticias
que no pertenecen al Sacramento, faltas ajenas y ciertas pretensiones de mundo
que hacen sospechosas las confesiones.
POR
GABINO CHÁVEZ
Presbítero (1894).
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