“Los pecados serán perdonados a
aquellos a quienes los perdonáreís”, dice Jesucristo a
sus Apóstoles. (Juan 20, 23). Por
consiguiente, si queremos obtener el perdón de nuestros pecados, es preciso
confesarlos. Jesucristo no promete su gracia y el
cielo sino con esta condición… “Lo
que desatáreis en la tierra, quedará desatado en el cielo”. (Mateo 18, 18). Y como no hay otro medio para desatar
que la confesión, puesto que sólo a ella
Jesucristo ha unido la libertad del alma, resulta por consecuencia que es
necesaria la confesión. La confesión es necesaria para humillarnos, para arrojar lejos de nosotros
el pecado y
expiarlo......
Dios nos ha confiado el
ministerio de la reconciliación, dice S. Pablo. Es pues preciso acudir a los Sacerdotes, si queremos reconciliarnos con
Dios.
Si confesamos nuestros pecados, dice el apóstol S. Juan, Dios
fiel y justo es él para perdonárnoslos. Si
confesamos nuestros pecados; es pues necesario confesarnos. Nos dice el Apóstol: Si oráis, si ayunáis, Dios
perdonará vuestros pecados; sino: Si confesáis vuestros pecados. Por consiguiente, sólo a la confesión
ha unido Dios la remisión de los pecados......
Para apoderarse de la ciudad de Betulia,
Holofernes mandó que cortaran el canal que llevaba agua dentro de ella, (Judit
7, 7). La confesión es el único canal por donde
llega al hombre el agua de la gracia y del perdón. Por consiguiente, sin confesión, no
hay gracia, no hay perdón, no hay cielo......
Sobre las palabras
del Salmo 99, dice S. Agustín; el
Profeta indica que nadie puedo llegar a la puerta de la misericordia de Dios
sino por la confesión de sus pecados: (In Psal.).
Dios, dice el mismo Doctor, ha creado al
justo: el hombre ha producido al pecador. Pecadores, destruid lo que habéis
hecho, a fin de que Dios salve lo que ha hecho. Es menester que aborrezcáis en vosotros
vuestra obra, para que améis en vosotros la obra de Dios. Cuando empecéis por
detestar lo que habéis hecho, el bien nacerá en vosotros con la confesión de
vuestros pecados; el principio de las buenas obras es la declaración de las
malas. (Tract. XII in Joann.).
Después del bautismo, dice S. Bernardo,
no tiene el hombre otro remedio que acudir a la confesión. (Epist.).
Confesad vuestros pecados uno a
otro, dice el apóstol Santiago.
(v. 16).
Jesucristo dijo a sus
Apóstoles: Id é instruid a todas las naciones en el camino de la
salud, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo:
enseñándolas a observar todas las cosas que yo os he mandado. Y estad ciertos
que yo mismo estaré continuamente con vosotros hasta la consumación de los
siglos: (Mateo 28, 19-20).
También les dijo a los setenta y dos discípulos,
según nos refiere S. Lucas: El
que os escucha a vosotros, me escucha a mí; y el que os desprecia a vosotros, a
mí me desprecia: y quien a mí me desprecia, desprecia a Aquel que me ha enviado: (Luc. X. 16). Tened por
pagano y publicano a todo el que no escucha a la Iglesia: (Mateo 18, 17).
La Iglesia, sagrada esposa de Jesucristo, ha
pues recibido de su divino Esposo todos los poderes que el mismo tenia, y por consiguiente
el de hacer leyes. Mas, he aquí una de las que ha hecho y mandó observar so pena de pecado
mortal: Confesarás
todos tus pecados a lo menos una vez cada año.
Dice el Concilio de Trento; Es tan necesario el sacramento de la Penitencia para la
salvación de los que han caído después del bautismo, como lo es el bautismo
para los que no lo han recibido: (Sess. XIV. de Poenit.,
c. II).
Si alguno, dice el mismo
Concilio, niega que la confesión sacramental sea necesaria por
derecho divino para la salvación, téngasele por anatematizado: (Sess. XIV. de Poenit., c. VI).
La confesión es pues necesaria, y el que no obedece a
este precepto desprecia a la Iglesia; es anatema.
Siempre ha existido la confesión, dice el abate Gaume; y
además, siempre se ha mirado la confesión como el único medio de obtener la
remisión de los pecados. Y hasta es imposible que haya otro. En efecto:
si hubiese en la Religión otro medio distinto de la confesión para volver en
gracia con Dios; si bastase, por ejemplo, humillarse en su presencia, ayunar,
orar, dar limosna, confesarle la falta en el secreto del corazón, ¿qué sucedería? —Que nadie se confesaría. — ¿Y quién sería bastante simple de ir a solicitar con tono
suplicante, a los pies de un hombre, una gracia que tan fácilmente podría
obtenerse sin él y a pesar suyo? De dos medios, los hombres escogerán siempre
el que, más fácil, concilie también admirablemente los intereses de la
salvación y del amor propio. Desde entonces, ¿a qué
queda reducida la confesión establecida por el mismo Jesucristo? Cae y queda
sin honor ni efecto en el mundo. ¿Qué es del magnífico poder que dio a sus ministros de
perdonar y retener los pecados? ¿No es evidente que este poder tan admirable y
tan divino se volvería ridículo y completamente ilusorio, puesto que jamás podría
ejercerse?
Así es que, o
hay obligación para todos los pecadores de confesar sus pecados a los
Sacerdotes, o bien Jesucristo se ha burlado de sus Sacerdotes diciéndoles:
Los pecados serán perdonados a aquellos A quienes los
perdonéis, y serán retenidos a aquellos a quienes los retengáis. También se habría burlado de S.
Pedro cuando le dijo: Te
daré las llaves del reino de los cielos. ¿De qué les serviría tener las llaves del Cielo, sí se podía
entrar en él sin estar abierto por su ministerio?
Ya veis que, si la confesión no fuese el
único medio, el medio indispensable de obtener el perdón de los pecados, las
palabras del Hijo de Dios serian insignificantes, falsas y mentirosas: blasfemia horrible que equivaldría a negar la misma
divinidad de Jesucristo. (Catéch. de persév., art. Confess.).
Para prescindir de la ley de la confesión,
añade el Sr. Ganme, es menester
desafiar no sólo la autoridad de Jesucristo y de la Iglesia, sino también la
del sentido común; es preciso ahogar la voz de la naturaleza que grita a todos
los culpables: No hay perdón sin arrepentimiento, y no hay arrepentimiento
sin confesión de la falta. (Ut supra).
El sacramento de la Penitencia es necesario
por necesidad de medio y de derecho divino a todos los que han perdido la
inocencia de su bautismo, haciéndose culpables de algún pecado mortal; es el
sólo y único medio que Dios ha dejado a su Iglesia para reconciliarlos con
Dios.
“TESOROS”
DE
CORNELIO Á LÀPIDE.
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