DOCUMENTOS PONTIFICIOS SOBRE LA
MASONERIA.
Encíclica Quo graviora
del Papa León XII
sobre la Masonería.
(13 de marzo de 1826)
La encíclica Quo graviora,
publicada por el Papa León XII el 13 de marzo de 1826 y que trata sobre la
Masonería, tiene la particularidad de contener el texto completo de los
documentos publicados por los Papas precedentes, principalmente la carta de
Clemente XII (1738), la de Benedicto XIV (1751) y la de Pío VII (1821), con lo
que vemos que desde 1738, es decir, desde hacía ya un siglo, los Papas ya
habían denunciado las sociedades secretas y lo siguieron haciendo después de
León XII.
Este Papa quiso volver a poner
estos textos ante los ojos de los obispos y fieles porque, por desgracia, no se
había hecho bastante caso a las advertencias que contenían y estas sociedades
se desarrollaban cada día más.
Quo graviora empieza así:
«Cuanto más graves
son los males que aquejan a la grey de Jesucristo nuestro Dios y Salvador,
tanto más deben cuidar de librarla de ellos los Pontífices romanos, a quienes,
en la persona de Pedro príncipe de los Apóstoles, se confió la solicitud y el
poder de apacentarla».
Recuerda, pues, la principal
obligación que tiene el Papa, encargado de conducir el rebaño: señalarle los peligros
que le rodean.
«Corresponde pues a
los Pontífices, como a los que están puestos por primeros centinelas para
seguridad de la Iglesia, observar desde más lejos los lazos con que los
enemigos del nombre cristiano procuran exterminar la Iglesia de Jesucristo, a
lo que nunca llegarán, e indicar estos lazos a fin de que los fieles se guarden
de ellos y pueda la autoridad neutralizarlos y aniquilarlos».
Insisto: el Papa no vacila en
decir: “¡Esas sectas amenazan a la Iglesia!”,
es decir: “quieren la ruina completa de la
Iglesia”. Y continúa:
«No sólo se
encuentra esta solicitud de los Sumos Pontífices en los antiguos anales de la
cristiandad, sino que brilla todavía en todo lo que en nuestro tiempo y en el
de nuestros padres han estado haciendo constantemente para oponerse a las
sectas clandestinas de los culpables, que, en contradicción con Jesucristo,
están prontos a toda clase de maldades».
En ese momento introduce la carta
de Clemente XII:
«Cuando nuestro
predecesor, Clemente XII, vio que echaba raíces y crecía diariamente la secta
llamada de los francmasones, o con cualquier otro nombre, conoció por muchas
razones que era sospechosa y completamente enemiga de la Iglesia católica, y la
condenó con una elocuente constitución expedida el 28 de abril de 1738, la cual
comienza: In
eminenti».
Clemente XII: excomunión de los masones
La carta de Clemente XII dice:
«Habiéndonos
colocado la Divina Providencia, a pesar de nuestra indignidad, en la cátedra
más elevada del Apostolado, para velar sin cesar por la seguridad del rebaño
que Nos ha sido confiado, hemos dedicado todos nuestros cuidados, en lo que la
ayuda de lo alto Nos ha permitido, y toda nuestra aplicación ha sido para
oponer al vicio y al error una barrera que detenga su progreso, para conservar
especialmente la integridad de la religión ortodoxa, y para alejar del Universo
católico en estos tiempos tan difíciles, todo lo que pudiera ser para ellos
motivo de perturbación».
¡Qué claros y sencillos eran en
otro tiempo los Papas! Decían: “Somos los pastores
y tenemos que proteger al rebaño”. ¿Contra qué? “Contra los errores y contra
los vicios; por esto, denunciamos los vicios y los errores, y proclamamos la
verdad del Evangelio”. No podía ser más claro. Con tales pastores, que
no tenían miedo en decir: “¡Cuidado! ¡Evitad tal o
cual cosa! ¡Aquí hay peligro! ¡Seguid la verdad de la Iglesia!, etc.”, se
sentía seguridad. Ahora, después del Papa Juan XXIII, ya no sentimos esto.
Antes de él, en 1950, Pío XII había escrito la Humani generis, una encíclica
fuerte y magnífica contra los errores de los tiempos modernos, pero desde
entonces parece como si ya no hubiera errores o como si en los mismos errores
hubiese elementos de verdad. Con esa porcioncita de verdad aparente, la gente
se traga el error que la recubre y el rebaño se envenena… Volvamos a Clemente
XII:
«Nos hemos
enterado, y el rumor público no nos ha permitido ponerlo en duda, que se han
formado, y que se afirmaban de día en día, centros, reuniones, agrupaciones,
agregaciones o conventículos, que bajo el nombre de Liberi Muratori o
Francmasones o bajo otra denominación equivalente, según la diversidad de
lengua, en las cuales eran admitidas indiferentemente personas de todas las
religiones, y de todas las sectas, que con la apariencia exterior de una
natural probidad, que allí se exige y se cumple, han establecido ciertas leyes,
ciertos estatutos que las ligan entre sí, y que, en particular, les obligan
bajo las penas más graves, en virtud del juramento prestado sobre las sagradas
Escrituras, a guardar un secreto inviolable sobre todo cuanto sucede en sus
asambleas».
Esta definición es maravillosa. Primeramente,
son: hombres «de todas las religiones», con
una «apariencia exterior de una natural probidad» —es
decir de filantropía—, haciéndose pasar por amigos del pueblo, del progreso, de
la sociedad… lo mismo que hoy. Entre ellos siempre hay un pacto secreto que les
compromete, bajo penas graves —hasta la muerte, como después se supo— a un
silencio inviolable. Es imposible saber exactamente qué se trama en estas
sociedades; el secreto es absoluto. Los Papas insisten en este hecho: lo que se
realiza de este modo sólo puede ser malo, pues si hicieran cosas buenas no
habría motivos para no hacerlas a la luz del día.
Clemente XII enuncia luego las
acusaciones de la Iglesia contra estas sociedades. En primer lugar, las
sospechas que nacen en la mente de los fieles:
«Pero como tal es
la naturaleza humana del crimen que se traiciona a sí mismo, y que las mismas precauciones
que toma para ocultarse lo descubren por el escándalo que no puede contener,
esta sociedad y sus asambleas han llegado a hacerse tan sospechosas a los
fieles, que todo hombre de bien las considera hoy como un signo poco equívoco
de perversión para cualquiera que las adopte. Si no hiciesen nada malo no
sentirían ese odio por la luz».
El Papa se apoya en cierta
opinión pública: los fieles prudentes y personas honradas juzgan que algo malo
sucede en estas sociedades.
«Por ese motivo,
desde hace largo tiempo, estas sociedades han sido sabiamente proscritas por numerosos
príncipes en sus Estados, ya que han considerado a esta clase de gente como
enemigos de la seguridad pública».
En aquel tiempo, por supuesto,
los Estados eran católicos y los príncipes decidieron prohibir las sociedades
secretas. Como vemos, el Papa funda su juicio en lo que sabe a través de
personas que están en contacto con estas sociedades, y así proclama:
«Después de una
madura reflexión sobre los grandes males que se originan habitualmente de esas asociaciones,
siempre perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud de las almas,
y que, por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes civiles y
canónicas; instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios, que en
calidad de servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del Señor,
debemos estar continuamente alerta contra la gente de esta especie, por miedo a
que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que los
zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es decir,
el temor a que seduzcan a la gente sencilla y hieran secretamente con sus
flechas los corazones de los simples y de los inocentes.
Finalmente,
queriendo detener los avances de esta perversión y prohibir una vía que daría
lugar a dejarse ir impunemente a muchas iniquidades, y por otras varias razones
de Nos conocidas, y que son igualmente justas y razonables; después de haber
deliberado con nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia
romana, y por consejo suyo, así como por nuestra propia iniciativa y
conocimiento cierto, y en toda la plenitud de nuestra potencia apostólica,
hemos resuelto condenar y prohibir, como de hecho condenamos y prohibimos, los
susodichos centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos de
francmasones o cualquiera que fuese el nombre con que se designen, por esta
nuestra presente Constitución, valedera a perpetuidad.
Por todo ello,
prohibimos muy expresamente y en virtud de la santa obediencia, a todos los
fieles, sean laicos o clérigos, seculares o regulares… que entren por cualquier
causa y bajo ningún pretexto en tales centros, reuniones, agrupaciones,
agregaciones o conventículos antes mencionados, ni favorecer su progreso,
recibirlos u ocultarlos en sus casas, ni tampoco asociarse a los mismos, ni asistir,
ni facilitar sus asambleas, ni proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos,
ni prestarles ayuda o favores en público o en secreto, ni obrar directa o
indirectamente por sí mismo o por otra persona, ni exhortar, solicitar, inducir
ni comprometerse con nadie para hacerse adoptar en estas sociedades, asistir a
ellas ni prestarles ninguna clase de ayuda o fomentarlas; les ordenamos, por el
contrario, abstenerse completamente de estas asociaciones o asambleas, bajo la
pena de excomunión…»
Tal es el primer documento.
Clemente XII se inquietaba por las acciones secretas que llevaban a cabo estas
sociedades, y por eso excomulgó a los que asistían a sus reuniones.
Sin embargo, esta carta —podemos
decir esta bula— de 1738, no fue suficiente:
«Muchos decían que
no habiendo confirmado expresamente Benedicto XIV las letras de Clemente XII,
muerto pocos años antes, no subsistía ya la pena de excomunión».
Esto le hizo decir a León XII:
«No parecieron
suficientes todas estas precauciones a Benedicto XIV, también predecesor
nuestro de venerable memoria».
Benedicto XIV: luchar contra el indiferentismo
«Era seguramente
absurdo pretender que se reducían a nada las leyes de los Pontífices
anteriores, al no ser expresamente aprobadas por los sucesores; por otra parte,
era manifiesto que la Constitución de Clemente XII había sido confirmada por
Benedicto XIV diferentes veces. Con todo eso, pensó Benedicto XIV que debía
privar a los sectarios de tal argucia mediante la nueva Constitución expedida
el 18 de mayo de 1751… y que comienza Próvidas».
León XII se refiere a este
segundo documento. Primeramente, Benedicto XIV explica por qué ha juzgado
oportuno confirmar el acto de su predecesor:
«Nuestro
predecesor, Clemente XII, de gloriosa memoria… en 1738, el octavo de su
Pontificado… ha condenado y prohibido a perpetuidad ciertas sociedades llamadas
comúnmente de los Francmasones… prohibiendo a todos los fieles de Jesucristo, y
a cada uno en particular, bajo pena de excomunión, que se incurre en el mismo
acto y sin otra declaración, de la cual nadie puede ser
absuelto a no ser
por el Sumo Pontífice… Pero como se ha visto, y Nos hemos sabido, que no existe
temor de asegurar y publicar que la mencionada pena de excomunión dada por
nuestro predecesor, no tiene ya vigencia… y como también algunos hombres
piadosos y temerosos de Dios Nos han insinuado que, para quitarle toda clase de
subterfugios a los calumniadores y para poner de manifiesto la uniformidad de
Nuestra intención con la voluntad de Nuestro Predecesor, es necesario acompañar
el sufragio de Nuestra confirmación a la Constitución de Nuestro mencionado
predecesor…»
Vemos cómo el Papa confirma con
claridad lo que había dicho Clemente XII, aunque luego da algunas razones
suplementarias que hay que estudiar, puesto que las precisa con mucha claridad.
En la primera, repite con fuerza lo que ya había advertido Clemente XII:
«...que, en esta
clase de sociedades, se reúnen hombres de todas las religiones y de toda clase
de sectas...»
Y Benedicto XIV añade:
«...de lo que puede
resultar evidentemente cualquier clase de males para la pureza de la religión católica».
Hay que recordar que los Papas
han luchado siempre contra el indiferentismo: el error que consiste en decir
que todas las religiones son buenas, que cada persona puede tener la suya y que
no hay que poner la católica por encima de las demás. Esto contradice a la
verdad católica. Un católico no lo puede aceptar. Por esto los Papas han
luchado siempre contra estas reuniones denominadas “interconfesionales”,
sindicatos o congresos en los que se da la impresión de que todas las
religiones son iguales y que ninguna tiene más valor que las demás. Es algo
absolutamente contrario a nuestra fe.
Hay algunos casos en los que se
puede llegar a un acuerdo espontáneo ante un acontecimiento o una catástrofe,
como un terremoto, un maremoto o un ciclón, en que todo el mundo está en la
misma desgracia; o en tiempos de guerra, etc. En ese caso, ponerse de acuerdo
con un grupo de otra religión para ayudar a los demás, es una acción puntual
que no compromete a la fe; es un acto de caridad y algo perfectamente normal.
Pero es peligroso crear
instituciones permanentes, porque no se tienen los mismos principios.
Yo recuerdo muy bien que tuvimos
dificultades parecidas en Camerún. El gobierno había propuesto una ayuda a las
escuelas privadas. A algunos les pareció muy ingenioso decir: “Hay escuelas privadas
católicas y protestantes; unámonos para presentar nuestras exigencias, reclamos
y programas, y así seremos más fuertes”… y resultó que los que, a pesar de los
consejos de los obispos, actuaron así, se dejaron engañar por los protestantes,
pues un buen día estos últimos decidieron que había que aceptar todo lo que
proponía el gobierno, ya sea en los programas o en la implantación de las
escuelas, siendo que había cosas inadmisibles para un católico. Fue algo que
casi arruinó a las escuelas católicas. Se produjo una ruptura y la situación
fue peor que antes.
Lo mismo pasa con los sindicatos.
Hay una noción verdadera de la justicia, puesto que la de los que no son
católicos sólo es más o menos buena, y cuando se llega a las discusiones, estos
últimos se sienten más bien tentados a inducir a los obreros a la rebelión. San
Pío X tuvo que intervenir, sobre este tema, ante los sindicatos alemanes, que
estaban divididos acerca de la creación de sindicatos interconfesionales, y los
desaconsejó en una carta en que, en pocas palabras, les decía a los católicos: “Vosotros tenéis principios que aplicáis en la práctica,
pero ellos no tienen principios ni convicciones claras y los cambian; es
imposible trabajar juntos”. Volvamos al razonamiento de Benedicto XIV
contra la Masonería:
«La segunda es el
estrecho e impenetrable pacto secreto, en virtud del cual se oculta todo lo que
se hace en estos conventículos, por lo cual podemos aplicar con razón esta sentencia:
las cosas buenas aman siempre la publicidad; los crímenes se cubren con el
secreto».
Esta comprobación está
relacionada con la tercera razón, que se refiere a la aplicación del secreto:
«La tercera es el
juramento que ellos hacen de guardar inviolablemente este secreto como si
pudiese serle permitido a cualquiera apoyarse sobre el pretexto de una promesa
o de un juramento, para negarse a declarar si es interrogado por una autoridad
legítima, sobre si lo que se hace en cualesquiera de esos conventículos, no es
algo contra el Estado y las leyes de la Religión o de los gobernantes».
Hay un secreto y además, después
de haberlo jurado, no se puede decir nada ante la justicia. Eso es algo
ilegítimo. Nadie puede comprometerse bajo juramento a negarse a responder a
quienes tienen derecho a preguntar, ni a los que tienen que saber cosas que
repercuten en el ámbito de la seguridad del Estado e incluso para la existencia
de la religión.
Benedicto XIV sigue con la cuarta
razón:
«La cuarta es que
esas sociedades no son menos contrarias a las leyes civiles que a las normas canónicas».
Las leyes civiles y canónicas
prohíben estos conventículos, asociaciones y reuniones secretas, de las que no
se sabe nada, puesto que todas las sociedades que se reúnen sin el permiso de
la autoridad pública están prohibidas por el derecho civil y también por el
canónico.
«La quinta es que
ya en muchos países las dichas sociedades y agregaciones han sido proscritas y desterradas
por las leyes de los príncipes seculares».
Evidentemente, se podría objetar
que los príncipes obran así porque estas sociedades les estorban —y que eso no
quiere decir que siempre sean malas—, pero el Papa se apoya en los príncipes
seculares católicos que creen que no pueden tolerar estas asociaciones que se
esconden y obran en secreto. Luego da la sexta razón:
«Estas sociedades
gozan de mal concepto entre las personas prudentes y honradas, y alistarse en ellas
es ensuciarse con las manchas de la perversión y la malignidad».
El Papa se apoya en la opinión de
personas prudentes y honradas, y luego insiste, como su predecesor, ante los
prelados, obispos, ordinarios del lugar, superiores eclesiásticos y también
ante los príncipes y jefes de Estado para pedirles que luchen contra esas
sociedades secretas.
Este es, pues, el segundo
documento de Benedicto XIV. León XII añade una reflexión: reprocha a los
gobiernos y jefes de Estado que no hayan tenido en cuenta los avisos de los
Papas, de modo que las sociedades secretas siguieron expandiéndose y
difundiendo el mal. Citemos:
«Ojalá los
gobernantes de entonces hubiesen tenido en cuenta esos decretos que exigía la
salvación de la Iglesia y del Estado.
Ojalá se hubiesen
creído obligados a reconocer en los romanos Pontífices, sucesores de San Pedro,
no sólo los pastores y jefes de toda la Iglesia, sino también los infatigables
defensores de la dignidad y los diligentes descubridores de los peligros de los
príncipes.
Ojalá hubiesen
empleado su poder en destruir las sectas cuyos pestilenciales designios les
había descubierto la Santa Sede Apostólica. Habrían acabado con ellas desde
entonces. Pero fuese por el fraude de los sectarios, que ocultan con mucho
cuidado sus secretos, fuese por las imprudentes convicciones de algunos
soberanos que pensaron que no había en ello cosa que mereciese su atención ni
debiesen perseguir; no tuvieron temor alguno de las sectas masónicas, y de ahí
resultó que naciera gran número de otras más audaces y más malvadas. Pareció
entonces que, en cierto modo, la secta de los Carbonarios las encerraba todas
en su seno. Pasaba ésta por ser la principal en Italia y otros países; estaba
dividida en muchas ramas que solo se diferencian en el nombre, y le dio por
atacar a la religión católica y a toda soberanía legítima».
Como vemos, el Papa no vacila en
señalar esta nueva secta, que ataca abiertamente a la religión católica y
autoridad legítima del Estado.
Pío VII: contra el sacrilegio
En ese momento León XII presenta
un tercer documento:
«Nuestro predecesor
Pío VII, de feliz memoria… publicó la Constitución del 13 de septiembre de 1821
que empieza: Ecclesiam a Jesu Christo».
Este documento trata de la
condena de la secta de los Carbonarios con graves penas. Ya había pasado la
Revolución Francesa y estaba materialmente pacificada, pero desde 1821 se podía
ver que la actividad de las sectas no había hecho más que aumentar para
propagar la revolución en toda Europa.
«La Iglesia que
Nuestro Señor Jesucristo fundó sobre una piedra sólida, y contra la que el
mismo Cristo dijo que no habían jamás de prevalecer las puertas del infierno,
ha sido asaltada por tan gran número de enemigos que, si no lo hubiese
prometido la palabra divina, que no puede faltar, se habría creído que,
subyugada por su fuerza, por su astucia o malicia, iba ya a desaparecer».
Hay que suponer que Pío VII veía
entonces todos los efectos de la Revolución Francesa: el asesinato del rey de
Francia, el exterminio de sacerdotes y religiosos, la destrucción de iglesias,
y ruinas y persecuciones en todas partes:
«Lo que sucedió en
los tiempos antiguos ha sucedido también en nuestra deplorable edad y con
síntomas parecidos a los que antes se observaron y que anunciaron los Apóstoles
diciendo: Han de venir unos impostores que seguirán los caminos de
impiedad (Jud. 18). Nadie ignora el prodigioso
número de hombres culpables que se ha unido, en estos tiempos tan difíciles,
contra el Señor y contra su Cristo, y han puesto todo lo necesario para engañar
a los fieles por la sutilidad de una falsa y vana filosofía, y arrancarlos del
seno de la Iglesia, con la loca esperanza de arruinar y dar vuelta a esta misma
Iglesia. Para alcanzar más fácilmente este fin, la mayor parte de ellos han
formado las sociedades ocultas, las sectas clandestinas, jactándose por este
medio de asociar más libremente a un mayor número para su conjuración y
perversos designios.
Hace ya mucho
tiempo que la Iglesia, habiendo descubierto estas sectas, se levantó contra
ellas con fuerza y valor poniendo de manifiesto los tenebrosos designios que
ellas formaban contra la religión y contra la sociedad civil. Hace ya tiempo
que Ella llama la atención general sobre este punto y mueve a velar para que
las sectas no puedan intentar la ejecución de sus culpables proyectos. Pero es
necesario lamentarse de que el celo de la Santa Sede no ha obtenido los efectos
que Ella esperaba…»
Los mismos Papas reconocían que
sus esfuerzos habían sido en vano. San Pío X solía decir: “Nos esforzamos por luchar
contra el liberalismo, el modernismo, el progresismo… y no se nos escucha. Por
eso vendrán las peores desgracias sobre la humanidad. Los hombres quieren que
todo se les permita: libertad para todas las sectas, libertad de asociación, de
prensa, de palabra… El mal no hará sino difundirse cada vez más y llegaremos a
una sociedad en la que ya no se pueda vivir, como la del comunismo”.
Pío VII gime también porque ve:
«… que estos
hombres perversos no han desistido de su empresa, de la que han resultado todos
los males que hemos visto».
Está muy claro. Las desgracias de
la Revolución Francesa se deben a estas sectas.
«Aún más —añade
el Papa—, estos hombres se han atrevido a formar
nuevas sociedades secretas. En este aspecto, es necesario señalar aquí una
nueva sociedad formada recientemente y que se propaga a lo largo de toda Italia
y de otros países, la cual, aunque dividida en diversas ramas y llevando
diversos nombres, según las circunstancias, es, sin embargo, una, tanto por la
comunidad de opiniones y de puntos de vista, como por su constitución. La
mayoría de las veces, aparece designada bajo el nombre de Carbonari. Aparenta un respeto singular y un celo maravilloso por la doctrina y la
persona del Salvador Jesucristo que algunas veces tiene la audacia culpable de
llamarlo el Gran Maestro y jefe de esa sociedad.
Pero este discurso,
que parece más suave que el aceite, no es más que una trampa de la que se
sirven estos pérfidos hombres para herir con mayor seguridad a aquellos que no
están advertidos, a quienes se acercan con el exterior de las ovejas, mientras
por dentro son lobos carniceros».
Aquí se anuncian de nuevo los
motivos de acusación contra esos grupos:
«Juran que en
ningún tiempo y en ninguna circunstancia revelarán cualquier cosa que fuera de
lo que concierne a su sociedad a hombres que no sean allí admitidos, o que no
tratarán jamás con aquellos de los grados inferiores las cosas relativas a los
grados superiores».
En la Masonería no sólo hay un
secreto, sino también grados, y a los miembros de un grado superior se les
impone el juramento de no revelar nada a los de los grados inferiores, así que
todo inspira desconfianza:
«También esas
reuniones clandestinas que ellos tienen a ejemplo de muchos otros heresiarcas,
y la agregación de hombres de todas las sectas y religiones, muestran
suficientemente, aunque no se agreguen otros elementos, que es necesario no
prestar ninguna confianza en sus discursos».
Poco a poco los Papas fueron
recopilando informaciones, sobre todo de los que se convertían. Pío VII conocía
algunos libros en los que se revelaban algunas cosas:
«Sus libros
impresos, en los que se encuentra lo que se observa en sus reuniones, y sobre
todo en aquellas de los grados superiores, sus catecismos, sus estatutos, todo
prueba que los Carbonarios tienen por fin principalmente propagar el
indiferentismo en materia religiosa, el más peligroso de todos los sistemas,
concediendo a todos la libertad absoluta de hacerse una religión según su
propia inclinación e ideas, y de profanar y manchar la Pasión del Salvador con
algunos de sus ritos culpables».
Todas las cosas que se relatan no
pueden ser inventos. Se habla, por ejemplo, de las misas negras —que son
sacrilegios espantosos— para las cuales los Masones necesitan Hostias, y Hostias
consagradas. No las van a buscar en cualquier lugar, porque quieren estar
seguros de que están consagradas, y si es necesario, destruyen un sagrario. Su
intención es la de cometer un sacrilegio realmente abominable.
No estoy inventando nada. Las misas
negras se dicen incluso en diferentes lugares de Roma. En Ginebra, según una
encuesta publicada en la prensa, hay más de 50 sociedades secretas, con más de 2000
miembros; lo mismo se puede decir de Basilea y Zúrich. No hay que hacerse
ilusiones; Suiza está particularmente atacada por la Masonería, incluso en los
lugares católicos como el Valais. Muchos cantones suizos son como verdadero
terreno suyo. Se han introducido en el gobierno federal de Berna. Por eso,
Suiza es uno de los primeros países que cierra los ojos ante el aborto y que
atrae a las mujeres de los países vecinos para que puedan abortar.
Son cosas que suceden realmente y
que revelan una voluntad muy determinada de profanar la Pasión del Salvador y,
como decía también Pío VII, de:
«...despreciar los
Sacramentos de la Iglesia, a los que parecen sustituir, por un horrible
sacrilegio, unos que ellos mismos han inventado».
Tuve la oportunidad de ver unos
folletos publicados por la Masonería. Estaban muy bien hechos; había uno sobre
la Santísima Virgen; blasfemos desde la primera a la última página, llegando
incluso a compararla con todas las divinidades paganas femeninas y obscenas de
la antigüedad.
Su ceremonia de iniciación se
parece a la del bautismo, porque ridiculizan en todo a la Iglesia católica, lo
cual es una señal patente de Satanás. Tienen su culto, santuarios… hay un
verdadero altar, pero despojado de todo, sin ni siquiera un mantel, y detrás,
un sillón para el presidente. El nuevo diseño de las iglesias desde el Concilio
se parece mucho a éste: ¡altares en los que ya no hay ni siquiera un crucifijo!
¡los sacerdotes, que se llaman a sí mismos presidentes, de cara a los fieles,
exponiéndoles sus discursos! Hay una auténtica semejanza, por lo menos en lo
exterior.
Los Masones, dice Pío VII:
«Desprecian los
Sacramentos de la Iglesia… para destruir la Sede Apostólica contra la cual,
animados de un odio muy particular a causa de esta Cátedra, traman las
conjuraciones más negras y detestables».
Eso sucedía en 1821. Unos 50 años
después, como resultado de las conjuraciones de las sociedades secretas, la
Santa Sede iba a ser despojada de sus Estados.
«Los preceptos de
moral dados por la sociedad de los Carbonarios no son menos culpables, como lo
prueban esos mismos documentos, aunque ella altivamente se jacte de exigir de
sus sectarios que amen y practiquen la caridad y las otras virtudes, y se
abstengan de todo vicio. Así, ella favorece abiertamente el placer de los
sentidos; así, enseña que está permitido matar a aquéllos que revelen el
secreto del que Nos hemos hablado más arriba».
El Papa se atreve a afirmarlo.
Hay asesinatos que no se acaban de explicar. Pensemos en la muerte de un
ministro francés (Roberto Boulin, muerto el 30 de
octubre de 1979); se habló de suicidio. Luego los periódicos insinuaron
que podría tratarse de un asesinato y de que la Masonería estará quizás de por
medio. No sería la primera vez. De repente desaparecen personas sencillas,
masones sin mucha influencia, porque han revelado un secreto o simplemente
actuado de manera incorrecta.
Pensemos en todos los atentados
que suceden hoy.
Los encargados de la seguridad de
los Estados, o no lo saben o no lo quieren decir, pero es muy probable que haya
una mano que mande o guíe a distancia sus acciones y que puede muy bien
encontrarse en las sociedades secretas.
Volvamos a las condenaciones que
recuerda y reitera Pío VII:
«Esos son los
dogmas y los preceptos de esta sociedad, y tantos otros de igual tenor. De allí
los atentados ocurridos últimamente en Italia por los Carbonarios, atentados
que han afligido a los hombres honestos y piadosos…
En consecuencia,
Nos que estamos constituidos centinela de la casa de Israel, que es la Santa Iglesia;
Nos, que, en virtud de nuestro ministerio pastoral, tenemos obligación de
impedir que padezca pérdida alguna la grey del Señor que por divina disposición
Nos ha sido confiada, juzgamos que en una causa tan grave nos está prescrito
reprimir los impuros esfuerzos de esos perversos».
El Papa reitera finalmente la
sentencia: excomunión.
León XII: el infame proyecto de las sociedades secretas.
Sacando las conclusiones de estos
tres documentos, el Papa León XII declara su pensamiento respecto a estas
sociedades e incluso cita otra nueva:
«Hacía poco tiempo
que esta Bula había sido publicada por Pío VII, cuando fuimos llamados… a
sucederle en el cargo de la Sede Apostólica. Entonces, también Nos hemos
aplicado a examinar el estado, el número y las fuerzas de esas asociaciones
secretas, y hemos comprobado fácilmente que su audacia se ha acrecentado con
las nuevas sectas que se les han incorporado. Particularmente es aquella
designada bajo el nombre de Universitaria sobre la que Nos ponemos nuestra
atención; ella se ha instalado en numerosas Universidades donde los jóvenes, en
lugar de ser instruidos, son pervertidos y moldeados en todos los crímenes por
algunos profesores, iniciados no sólo en estos misterios que podríamos llamar
misterios de iniquidad, sino también en todo género de maldades.
De ahí que las
sectas secretas, desde que fueron toleradas, han encendido la antorcha de la
rebelión. Se esperaba que al cabo de tantas victorias alcanzadas en Europa por
príncipes poderosos serían reprimidos los esfuerzos de los malvados, mas no lo
fueron; antes, por el contrario, en las regiones donde se calmaron las primeras
tempestades, ¡cuánto no se temen ya nuevos disturbios y sediciones, que estas
sectas provocan con su audacia o su astucia! ¡Qué espanto no inspiran esos
impíos puñales que se clavan en el pecho de los que están destinados a la
muerte y caen sin saber quién les ha herido!»
El Papa reitera lo que ya había
visto su predecesor:
«De ahí los atroces
males que carcomen a la Iglesia… Se ataca a los dogmas y preceptos más santos; se
le quita su dignidad, y se perturba y destruye la poca calma y tranquilidad que
tendría la Iglesia tanto derecho a gozar.
Y no se crea que
todos estos males, y otros que no mencionamos, se imputan sin razón y
calumniosamente a esas sectas secretas. Los libros que esos sectarios han
tenido la osadía de escribir sobre la Religión y los gobiernos, mofándose de la
autoridad, blasfemando de la majestad, diciendo que Cristo es un escándalo o
una necedad; enseñando frecuentemente que no hay Dios, y que el alma del hombre
se acaba juntamente con su cuerpo; las reglas y los estatutos con que explican
sus designios e instituciones declaran sin embozos que debemos atribuir a ellos
los delitos ya mencionados y cuantos tienden a derribar las soberanías
legítimas y destruir la Iglesia casi en sus cimientos. Se ha de tener también
por cierto e indudable que, aunque diversas estas sectas en el nombre, se
hallan no obstante unidas entre sí por un vínculo culpable de los más impuros
designios».
Existe, pues, una organización
real, tal como lo recuerda el Papa:
«Nos pensamos que
es obligación nuestra volver a condenar estas sociedades secretas».
Obligación de los jefes de Estado.
León XII da aquí la cuarta
condenación en menos de un siglo. Antes de concluir, se dirige a los príncipes
católicos:
«Príncipes católicos, muy queridos hijos en Jesucristo, a
quienes tenemos un particular afecto. Os pedimos con insistencia que acudáis en
nuestra ayuda. Nos os recordamos las palabras de San León Magno, nuestro
predecesor, cuyo nombre tenemos, aunque siendo indigno de serle comparado:
Tenéis que recordar siempre que el poder real no os ha sido conferido sólo para
gobernar el mundo sino también para, y principalmente para ayudar con mano
fuerte a la Iglesia, reprimiendo a los malos con valor, protegiendo las buenas
leyes, y restableciendo el orden y todo lo que ha sido alterado».
Es algo que hoy mucha gente no
comprende: el poder no se les ha concedido a los príncipes para ejercerlo sólo
para lo temporal sino también para defender a la Iglesia. Los príncipes tienen
que ayudar a la propagación del bien que la Iglesia difunde en la sociedad,
reprimiendo con valor a los malos.
Hoy en día se escucha el grito
de: “¡Libertad, libertad!” Cuando un jefe de Estado limita,
por ejemplo, la libertad de la religión protestante, se levantan gritos y
abucheos en todo el mundo progresista. Sin embargo, hay que tener en cuenta que
la doctrina de la libertad que predica el protestantismo, muy pronto se
convierte en una doctrina revolucionaria (la misma moral se disuelve),
contraria a la moral católica.
Si a los musulmanes, por ejemplo,
se les concediese todas las libertades, en los Estados habría que admitir
incluso la poligamia. La religión musulmana no consiste únicamente en postrarse
como lo hacen en todas las calles en el momento de la oración, sino también en
la amenaza de la esclavitud, es decir, en “dhimmi” para todos los que no son como
ellos.
¿Se puede admitir esto en Estados católicos? ¿Se puede
admitir que los Estados no se defiendan contra todo esto?
NOTA: FIN de Encíclica Quo graviora del Papa León XII sobre
la Masonería.
Comentarios: Mons. Marcel
Lefebvre.
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