Adán fué el primer penitente; se confesó
diciendo: “He
comido el fruto de aquel árbol” (Gen, 3, 12). Eva
se confesó: “La
serpiente me ha engañado” dijo, (Gen. 3, 13). Caín
se confesó; pero su confesión fué nula, porque la hizo con desesperación: “Mi iniquidad, dijo, es
tan grande, que no puedo yo esperar perdón”. (Gen. 4, 13)
Heridos de las serpientes, los hebreos
confiesan en el desierto sus pecados… El mismo Faraón declaró sus crímenes,
pero sin arrepentimiento… David confesó su falta al profeta Nathan. El pródigo se
humilló a los pies de su Padre y le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y en
vuestra presencia.
Samaritana y Magdalena se confiesan
a Jesucristo. Pedro igualmente: Alejaos
de mí, Señor, dijo, porque soy un pecador. El buen ladrón en la cruz hace también una confesión
pública.
En la Sagrada Escritura
encontramos la confesión ya pública, ya particular......
Se dice en el libro
de las Actas do los Apóstoles, que muchos de los fieles venían a confesar y a
declarar aquello que habían hecho de mal.
Se trata aquí de una confesión
hecha a un hombre, esto es, a S. Pablo, de
una confesión que tiene por objeto obtener el perdón de los pecados. ¿No es ésta la confesión sacramental?
He aquí lo que, en el primer
siglo de la Iglesia S. Clemente, sucesor
de S. Pedro, dice de la confesión: Todo el que tenga cuidado de su alma no se
avergüence de confesar sus pecados al que presida, para obtener su perdón. S. Pedro,
añade, obligaba
a descubrir a los sacerdotes hasta los malos pensamientos. Mientras que estamos
en la tierra, convirtámonos, porque una vez estemos en la eternidad, ya no
podremos confesarnos ni hacer penitencia. (Epist. II. ad
Cor.).
En el siglo II, Tertuliano
dice: Muchos
evitan declarar sus pecados porque cuidan más de su honra que de su salvación.
Imitan a los que heridos de una enfermedad secreta, ocultan su mal al médico y
se atraen la muerte. ¿No vale más salvaros confesando vuestros pecados, que
condenaros ocultándolos? (De Poenit., c. X)
En el siglo III, escribe el
célebre Orígenes: Si nos arrepentimos de
nuestros pecados y los confesamos no sólo a Dios, sino también a aquellos que
pueden curar las llagas que nos han hecho, estos pecados nos serán perdonados. (Homil. II, in psal. XXXVII).
En el siglo IV, S. Atanasio se expresa
así: De
la misma manera que el hombre bautizado está iluminado por el Espíritu Santo, así
también el que confiesa sus pecados en el tribunal de la Penitencia, obtiene la
remisión por el Sacerdote. (Collect. choisie des
Pères, t. II). En el mismo siglo dice S. Basilio: Es absolutamente preciso descubrir nuestros
pecados a los que han recibido la dispensación de los misterios de Dios. (Libermann, c. IV).
En el siglo V, S. Ambrosio, según S. Paulino, lloraba de tal manera cuando un penitente se confesaba
con él, que le incitaba también a derramar lágrimas. S. Agustín, en
el mismo siglo, pronunciaba estas palabras: Nadie diga: Hago penitencia en secreto a
los ojos de Dios, y bastante es que Aquel que debe concederme el perdón, conozca
la penitencia que hago en el fondo de mi corazón; si fuese así, inútilmente
habría dicho Jesucristo: Lo que desataréis en la tierra, será desatado en el
cielo; y en vano también habría confiado las llaves a su Iglesia. No es pues
bastante confesarse con Dios, es preciso confesarse también con los que de él
han recibido el poder de atar y de desatar. (Serm. II. in
Psal., c. I).
Nunca se ha oído, dice S. Juan Clímaco, que
vivía en el siglo VI, nunca
se ha oído que los pecados cuya confesión se ha hecho en el tribunal de la
Penitencia hayan sido divulgados. Así lo ha permitido Dios, a fin de que los
pecadores no se apartasen de la confesión, y no se viesen privados de la única
esperanza de salvación que les queda. (Vit. Patr.).
En los siglos VII, VIII, IX y X, hallamos pruebas ciertas de la existencia de la confesión
auricular. En el siglo XI, dice S. Anselmo: Descubrid fielmente a los Sacerdotes, con una
humilde confesión, todas las manchas de la lepra que lleváis en vuestro
interior, y quedaréis purificados. (Homil, in decem
lepr.). Poco más tarde, S. Bernardo habla así: ¿De qué sirve declarar
parte de nuestros pecados y callar otros? ¿No lo conoce todo Dios? ¡Qué! ¡os
atrevéis a ocultar algo al que ocupa el lugar de Dios en un tan grande
Sacramento! (Opusc. in septem
grad. Confess.)
En todas las
épocas, desde Jesucristo hasta nuestros días, la existencia de la confesión
auricular está atestiguada de una manera irrecusable......
La confesión auricular y sacramental
ha subsistido y subsistirá siempre, porque es de creación divina; la confesión
pública, que era de origen eclesiástico, ya no tiene lugar, porque ya no
existen las razones que la habían hecho establecer......
Cuando Jesucristo vino a la tierra, dice el autor de las Recherches, etc., ya encontró la confesión
establecida, y al imponer a sus discípulos la obligación de confesarse, no dio
una ley nueva, no hizo más que confirmar y perfeccionar una ley ya existente. Así
como elevó el rito del matrimonio a la dignidad de Sacramento, de la misma manera
eleva a semejante dignidad el rito de la confesión. Unió a la confesión gracias
especiales, haciéndola parte esencial del sacramento de la Penitencia. Esto
explica como el precepto de la confesión no excitó ningún murmullo, ni entre
los Judíos, ni entre los Gentiles: estaban ya acostumbrados a ella, y nada les
parecía más natural: una tradición constante y universal les hacía sentir su
necesidad indispensable.
“TESOROS”
DE
CORNELIO Á LÀPIDE.
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