El que se siente llamado por Dios
a una religión observante (y digo observante, porque mejor sería permanecer en el
mundo que entrar en una Orden relajada) no debe olvidar que el fin e instituto
de toda religión observante es seguir de cerca, y en cuanto lo consienta
nuestra flaqueza, las huellas y ejemplos de la vida sacrosanta de Jesucristo,
el cual llevo en el mundo vida de mortificación y desprendimiento, cargada de
trabajos y desprecios. Por consiguiente, el que se decide a entrar en una religión
observante es menester que también se determine a padecer y negarse a sí mismo
en todas las cosas, como lo declara el mismo Jesucristo a los que quieren
entrar a su servicio: Si
alguno quiere venir en pos de mí, dice, que se niegue a sí
mismo, que tome su cruz y me siga (Mt. 16, 24). El que desee entrar en religión debe estar persuadido
de que ha de padecer y sufrir mucho, porque de lo contrario se expone, una vez
en religión, a dejarse vencer de la tentación cuando sienta caer sobre sus
hombros todo el peso de la vida pobre y mortificada que se lleva en el claustro.
Muchos hay que, al entrar en una religión
observante, no se acuerdan de buscar en ella la paz de la conciencia y la
santidad de vida, y solo se detienen pensando en las ventajas de la vida común,
como la soledad, el descanso, el alejamiento y desembarazo de los parientes, al
verse libre de los pleitos y otros cuidados, y, finalmente, de no tener que
preocuparse de la casa, del alimento y de los vestidos.
Sin duda que el religioso debe
estar muy agradecido a su instituto, porque se libra de mil cuidados y le
proporciona tantos medios de servir a Dios con mucha paz y perfección, suministrándole
innumerables medios de adelantar cada dia en la virtud, como son los buenos
ejemplos que recibe de sus hermanos de religión, los avisos de los Superiores,
que se desvelan por su espiritual aprovechamiento, y los ejercicios
espirituales, tan a propósito para alcanzar la salvación.
Todo es muy cierto; pero, esto, no
obstante, si se quiere no perder tantos provechos y ventajas, hay que abrazarse
generosamente con todos los trabajos y padecimientos inherentes a la vida
religiosa; y el que no los acepta con amor y generosidad, se verá privado de
aquella paz y pleno contento que Dios tiene reservados para los que por
complacerlo se vencen y mortifican. Al que
venciere, dice, le daré a gustar el
maná escondido. (Apocalipsis, 2, 17). Porque la paz que Dios da a gustar a sus leales
servidores esta oculta a las miradas de las gentes del mundo, y por eso, al ver
la vida mortificada que llevan, lejos de envidiar su suerte les tienen lástima
y los llaman desventurados, por no encontrar placer en la vida. “Estos tales, dice
SAN BERNARDO, ven la cruz, pero no ven el óleo que
suaviza su peso; ven que los siervos de Dios se mortifican, pero no aciertan a
comprender los gustos y contentos con que el Señor los regala”.
No hay duda de que
padecen las almas que se dedican a la piedad; pero también es cierto que, como
dice SANTA TERESA, “cuando uno se
determina a padecer, está acabado el trabajo”. Abrazándose con
ellas, las mismas penas se convierten en francas alegrías. Cierto dia dijo el Señor a Santa Brigada: “Has de saber, hija mía, que mis caudales y
tesoros están cercados de espinas; basta determinarse a soportar las primeras
punzadas, para que todo se trueque en dulzuras”. Y ¿Quién acertará a comprender, sino el que las
prueba, las inefables delicias que Dios da a gozar a sus escogidos en la oración,
en la comunión, en la soledad? ¿Quién podrá rastrear las luces interiores, los
grandes incendios de amor, los tiernos abrazos, la paz de la conciencia y los
gustos anticipados del cielo que da el Señor a las almas, sus amantes?
“Vale más, dice SANTA TERESA, una gota de celestial consuelo que un mar de alegrías y
placeres mundanos”. Nuestro Dios,
que por naturaleza es agradecido, aun en este valle de lágrimas sabe dar a
gustar por anticipado algo de las dulzuras de la gloria a los que padecen por
complacerlo, que de esta suerte se cumplen aquellas palabras de David: Qui fingis
laborem in precepto. Al darnos a
la vida interior nos exige el Señor que estemos dispuestos a soportar toda
suerte de angustias, de trabajos y hasta la misma muerte, y al parecer solo nos
convida con fatigas y sinsabores, y en realidad no es así, porque basta
entregarse del todo a Dios para que la vida espiritual traiga consigo al alma
aquella paz que, como dice San Pablo,
sobrepuja a
todo encarecimiento (Fil. 4, 7), y que vence a la que el mundo puede brindar a los mundanos. Y la
experiencia atestigua que los religiosos viven más felices en sus pobres celdas
que los monarcas en sus regias moradas. Gustad y ved, dice el Salmista, cuan suave es el Señor. (Sal. 33, 9). El que no lo experimente no lo acertara a comprender.
Con todo, hay que convencerse de
que no gozará jamás de paz verdadera el que al entrar en religión no se
determina a padecer y a vencerse en todo lo que contraría a la naturaleza. Al que venciere, dice el Señor, le daré a gustar maná escondido. El que desee entrar en una religión observante no gozara
de paz verdadera si no está determinado a vencerse en todo, a purificar su corazón
de todas sus malas inclinaciones y a desear lo que Dios quiere y como Dios lo
quiere.
Por consiguiente, debe desprenderse de todo, y señaladamente de cuatro
cosas:
1ª, de las comodidades;
2ª, de los parientes;
3ª, de su propia estima; y
4ª, de su propia voluntad.
LA VOCACIÓN RELIGIOSA”
“Editorial ICTION” Bs. As. Argentina. Año 1981.
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