Por San Francisco de Sales.
Querida Hermana mía, me ha venido
a la memoria que los doctores señalan como la virtud más propia de las viudas
la santa humildad. Las vírgenes tienen la suya, los apóstoles, mártires,
doctores, pastores, cada uno la suya, como el orden de sus caballerías, y todos
han debido tener la humildad, pues no habrían sido exaltados, si antes no
hubieran sido humillados. Pero a las viudas pertenece sobre todo la humildad;
pues ¿Qué puede henchir a la viuda de orgullo?
Ya no tiene su integridad…, ni lo que confiere el más alto precio a este sexo
según la estima de este mundo; ya no tiene a su marido, que era su honra y de
quien ha tomado el nombre. ¿Qué le resta para
gloriarse sino Dios? ¡Oh, gloria
bienaventurada! ¡Oh corona preciosa!
En el jardín de la iglesia, las viudas son comparables a las violetas;
flores pequeñitas y bajas, de un color nada llamativo, de olor poco penetrante,
pero que son, sin embargo, maravillosamente suaves. ¡Oh,
qué hermosa flor es la viuda cristiana! Pequeña y baja por la humildad,
ya no es llamativa a los ojos del mundo, pues los rehúye y no se prepara ya para
atraer su mirada. ¿Para qué desearía los ojos de
los que ya no quiere el corazón? El Apóstol manda a su querido discípulo
que honre a las viudas que son realmente viudas. Y ¿quiénes son las viudas
que son realmente viudas, sino las que lo son de corazón y de espíritu, es
decir, las que no tienen su corazón desposado con ninguna criatura?
Carta a Juana de Chantal
(1 de noviembre de 1604).
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