Por San Francisco de Sales.
En principio, antes de examinar la conciencia ajena, el confesor ha de
examinarse a sí mismo: “Tened una gran limpieza y pureza de conciencia, ya que
pretendéis limpiar y purgar las de los demás, para que el viejo refrán no os
sirva de reproche: ‘Médico,
cúrate a ti mismo’; y las palabras del apóstol: ‘Cuando juzgas a los
demás, te estás condenando a ti mismo’. Si, pues, cuando
os llaman para confesar os encontráis en estado de pecado mortal (Dios no la
quiera), PRIMERO
DEBEIS IR VOSOTROS A CONFESAROS Y A RECIBIR LA ABSOLUCIÓN…”.
Una segunda recomendación define
el estado de espíritu en que ha de encontrarse el medico de almas: “Desead ardientemente la
salvación de las almas, y especialmente de las de cuantos acuden a la
penitencia, rogando a Dios que tenga a bien cooperar en su conversión y
progreso espiritual”.
Bondad paternal, prudencia de médicos: estas dos advertencias recomendadas a los confesores se
completan con algunas alusiones precisas al estado de ánimo o a los estados de
espíritu de los penitentes, tales que nos dejan intuir la larga y rica
experiencia del maestro espiritual. De hecho, se podría decir que en sus
recomendaciones se dibuja, por así decir, una larga procesión de seres humanos,
sufrientes, desamparados, perdidos, en busca de un amor que les acoja y les
reconcilie consigo mismo:
“Recordad que los pobres penitentes, desde
el comienzo de su confesión, os llaman padre y que, en efecto, debéis cultivar
un corazón paterno, acogiéndolos con sumo amor, soportando con paciencia su
tosquedad, ignorancia, debilidad, lentitud y otras imperfecciones, sin cansaros
nunca de ayudarlos y socorrerlos, mientras quede en ellos esperanza de
enmendarse. Seguid el consejo de san Bernardo, que dice que los pastores no
deben preocuparse de las almas fuertes, sino de las flacas y débiles…
Tened la prudencia de un médico, porque también los pecados son
enfermedades y heridas espirituales, y considerad atentamente la disposición de
vuestro penitente… Así pues, si le veis atormentado por el oprobio y la vergüenza,
transmitidle seguridad y confianza mostrándole que tampoco vosotros sois ángeles,
no más que él; que no os extraña el que los hombres pequen; que la confesión y
la penitencia hacen infinitamente más digno al hombre, que reprobable le había vuelto
el pecado…, que los pecados, en la confesión, son sepultados ante Dios y el
confesor, de suerte que ya no serán nunca recordados…
Si
le veis dominado por el miedo, abatido y desconfiando de obtener el perdón de
sus pecados haced que recupere el ánimo, mostrándole el inmenso gozo que le
produce a Dios la penitencia de los grandes pecadores…; que los más grandes
santos han sido grandes pecadores: san Pedro, san Mateo, María Magdalena,
David, etc.; y, finalmente, que el mayor agravio que podemos hacer a la bondad
de Dios y a la muerte y pasión de Jesucristo es no tener confianza en que obtendremos
el perdón de nuestras iniquidades”. (Oeuvres complètes,
Visitación de Annecy 1892-1964).
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