Toda culpa, grave o
leve, tiene que ser necesariamente expiada, o por la penitencia o por el
castigo divino. El
arrepentimiento es ya un castigo. Castiga, pues, tus pecados si buscas la
misericordia de Dios. No
hay medio: o los
castigas tú o los castigará El. ¿Quieres que no
los castigue Dios? Castígalos tú.
1º La penitencia es la medicina de nuestros pecados.
Muchos hay que no se avergüenzan
de pecar y, en cambio, se avergüenzan de hacer penitencia. ¡Qué locura! ¡No tienes pudor por tu llaga
y te avergüenzas de la venda! ¿Acaso no es
más repugnante la llaga cuando se muestra descubierta? Corre, pues,
en busca del médico.
Muy
conveniente hubiera sido para ti observar las prescripciones del médico cuando
estabas sano, a fin de no necesitar sus servicios. Mucho mejor aún gozar
siempre de buena salud. Pero ya que por abandono y a causa de tus abusos e
intemperancias has caído enfermo, atiende al menos ahora los consejos del
médico, a fin de poder salir del estado en que te postró la culpa.
2º Dios es quien cura nuestras heridas, cuando las confesamos por la
penitencia.
Vete en busca del médico, no te
avergüences. Cuanto mayor es la llaga de tu corazón, con tanto más anhelo debes
buscar al médico.
Sea Dios quien vende tus llagas,
no tú; si por vergüenza pretendes ocultarlas tú, no te las curará el médico. El
médico es el que debe vendarlas y curarlas con sus medicamentos. Cuando es el
médico el que venda las llagas, se curan. ¿Y a quién tratas de ocultarlas? ¡Al que lo sabe
todo!
Los fariseos, que se tenían por
justos, reprendían al Señor, que venía como médico, porque se mezclaba con los
enfermos, y decían: «¡He aquí con quiénes come vuestro Maestro: con los
pecadores y publicanos!» El médico respondió, dirigiéndose a los
enfermos: «Los
sanos no tienen necesidad del médico, los que le necesitan son los enfermos; y
yo he venido no para llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt. 11, 12).
Que fue como decir: «Porque
vosotros os vanagloriáis de vuestra justicia, cuando en realidad sois
pecadores, y blasonáis de salud, estando enfermos, por ello rechazáis la
medicina y no conseguís la salud».
3º María Magdalena, la pecadora, ejemplo maravilloso de penitencia.
Y así también, el fariseo que
había invitado a comer al Señor se creía sano; por el contrario, aquella mujer
enferma, que entró en su casa sin estar invitada, y a quien el deseo de salud
hizo aparecer descortés, se acercó al Señor, y no lo hizo a la cabeza o a las
manos, sino a los pies, que lavó con sus lágrimas y enjugó con sus cabellos,
besándolos y ungiéndolos; y de este modo volvió a los pasos del Señor aquella
pecadora.
El fariseo, que estaba sentado a
la mesa y se creía sano, tomó de esto motivo para decir consigo mismo: «Si éste fuera
profeta, sabría qué mujer es la que toca sus pies».
La duda de que la conociera
provino de que no la rechazó al tocarle con sus manos impuras; el Señor, sin
embargo, la conocía bien, y permitió que le tocara para que con su contacto
sanase. Entonces el Señor, que leía
también en el corazón del fariseo, le propuso una parábola:
«Cierto
acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, y el otro
cincuenta. No teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de
ellos le amará más? Respondió Simón: Me parece que aquel a quien se perdonó más. Volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta
mujer? Yo entré en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies; ésta,
en cambio, los ha lavado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me
has dado el ósculo de paz; pero ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar
mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza; mas ésta ha derramado sus
perfumes sobre mis pies. Por todo lo cual te digo que le son perdonados sus
muchos pecados, porque ha amado mucho. En cambio, ama menos aquel a quien menos
se le perdona» (Lc. 7, 41).
Que fue como decirle: «Tú estás más enfermo que ésta y te juzgas sano; crees
que tienes poco de qué pedir perdón, cuando eres más deudor que ella».
¡Oh fariseo, que invitas al Señor y te ríes
de él! Das de comer al Señor
y no sabes de quién debes alimentarte tú.
¿De dónde sabes que Jesús no conoce a esa
mujer? Crees que lo ignora porque
le permite acercarse a él, porque consiente que le bese los pies, que se los
seque y que se los unja. ¿No debió permitir que hiciera esto en los pies limpios
la mujer manchada?
Si en vez de acercarse a los pies
de Cristo, la pecadora se hubiera acercado a los pies del fariseo, es indudable
que le hubiera dicho lo que en labios de los soberbios pone el Profeta: «Apártate de mí
y no me toques, porque estoy limpio» (Is. 65, 5).
Pero esa mujer inmunda se acercó al Señor,
y se retiró purificada; se acercó enferma, y se retiró sana; se acercó
confesando sus delitos, y se retiró de allí haciendo profesión de fe.
4º Aplicación del caso de María Magdalena a cada una de nuestras almas.
Si quieres verte libre, por la
gracia del Señor, de tus numerosos y grandes pecados, y deseas purificarte en
la Iglesia de tu inmunda prostitución, cree, acércate a los pies de Jesús,
busca sus huellas, riégalos con tus lágrimas, y límpialos con tus cabellos.
Los pies del Señor son los
predicadores del Evangelio. Los cabellos de la mujer, los bienes superfluos.
Limpia, pues, los pies de Jesús, sécalos totalmente, haciendo obras de
misericordia, y después de secarlos, bésalos; recibe la paz y conseguirás la
caridad.
No te avergüences; haz penitencia.
El corazón contrito será curado; el soberbio será burlado. Por tanto, obtendrás
la salud si tu corazón está contrito. El Señor sana a los contritos y a los
humildes de corazón, da su gracia a los arrepentidos, a los castigadores de sí
mismos y a todos los que se juzgan con severidad, a fin de conseguir su
misericordia.
No
te avergüences de manifestar tu contrición; humíllate; es a los humildes a
quienes cura el Señor. Si tú no ocultas nada, será el Señor quien lo oculte. Si
recusas humillarte confesando tu iniquidad, serás humillado bajo el peso de la
mano de Dios. Es necesario que confieses tu debilidad si deseas acercarte a la
divinidad.
Busca
el remedio en tu Redentor. El unirá las partes rotas y vendará las fracturas,
dándote al mismo tiempo la salud. De este modo te resultará posible lo que al
presente te parece imposible. Arrójate en los brazos del Señor; no temas que él
se retire y caigas; abandónate con confianza, que Él te recibirá y te sanará.
Afectos y súplicas.
¡Oh Señor! Ya que no he querido
obedecerte a ti, mi médico, para no enfermar, que te obedezca para verme libre
de la enfermedad. Tú, como médico, me has dado prescripciones cuando estaba
sano, para no tener necesidad del médico. Cuando gozaba de salud, desprecié tus
prescripciones, tocándome la triste suerte de tener que experimentar la miseria
a que he sido reducido por haber despreciado tales avisos. He empezado a
enfermar, y ahora en medio de mis sufrimientos, tendido en el lecho del dolor,
no desespero. Siendo yo impotente para acudir al médico, tú, Señor, te has
dignado venir a mí; no quisiste abandonarme enfermo, a pesar de que sano te
había despreciado.
Y aún más, has seguido dando
prescripciones para que no desfallezca el que no quiso sujetarse a las que le
dieron para que no enfermara. Aquel menosprecio fue el principio de mi mal, y
ahora no puedo sanar sin beber el amargo cáliz, el cáliz de las tentaciones en
que abunda la vida, el cáliz de las tribulaciones, de las angustias, de los
padecimientos.
«Bebe, me dijiste, bebe para que puedas
seguir con vida». Y para que no te respondiera, presa ya de gran
languidez: «No
puedo, no lo soporto, no bebo», bebiste
primero tú, siendo el médico y sano, a fin de que me animara yo, enfermo, a
beber también.
¿Qué amargura hubo en aquel cáliz que no
bebieras tú? Si son amargos los dolores, tú fuiste atado, y azotado,
y crucificado. Si es amarga la muerte, también tú pasaste por ella. Si mi
flaqueza se estremece ante la muerte, nada había entonces tan ignominioso como
la muerte de cruz.
¿Qué habría sido de mí sin tu socorro?
¡Grande
habría sido mi desesperación, si tú no me hubieses curado! ¡En verdad que era
bien triste mi situación, si tú no hubieras venido! Tu misericordia
se ha adelantado conmigo. Todo lo que soy, lo debo a tu misericordia.
¿Esperas a hacer
penitencia para cuando estás en trance de muerte? La experiencia testifica que
muchos han muerto con la esperanza de reconciliarse. Si difieres el hacer penitencia para el tiempo en que no
puedas pecar, no serás tú el que dejas los pecados, sino ellos los que te dejan
a ti. San Agustín
Poco importa separarse del pecado
si no te ocupas de reparar el pasado, según está escrito en el Eclesiástico: «Hijo, ¿pecaste? Pues no vuelvas a pecar». Y para que
no se considere seguro con esto, añade: «Ruega por tu pasado para que se te
perdone». Aírate contra ti
mismo por tus pecados pasados y deja ya de pecar. San Agustín
Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora.
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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