Una de las mayores desventuras que nos acarreó la culpa de Adán es nuestra
propensión al pecado. «Veo
otra ley en mis miembros –se lamentaba el Apóstol–
que me
lleva cautivo a la ley del pecado» (Rom. 7, 23). De aquí viene que, a nosotros, infectos de tal
concupiscencia y rodeados de tantos enemigos que nos mueven al mal, sea difícil
llegar sin culpa a la gloria.
Reconocida
esta nuestra fragilidad, pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un viajero que, debiendo
atravesar el mar durante una tempestad espantosa y en un barco medio deshecho,
quisiera cargarle con tal peso, que, aun sin tempestades y aunque la nave fuese
fortísima, bastaría para sumergirla?… Pues pensad eso mismo del hombre de malos
hábitos y costumbres, que ha de cruzar el mar tempestuoso de esta vida, en que
tantos se pierden, y ha de usar de frágil y ruinosa nave, como es nuestro
cuerpo, a que el alma va unida. ¿Qué ha de suceder si la cargamos todavía con
el peso irresistible de los pecados habituales?
Difícil es que tales pecadores se
salven, porque los malos hábitos ciegan el espíritu, endurecen el corazón y ocasionan probablemente la obstinación completa en la hora de la muerte.
1º Los malos hábitos ciegan la inteligencia.
Primeramente, el mal hábito nos ciega. ¿Por qué los
Santos pidieron siempre a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los
más abominables pecadores del mundo? Porque sabían que, si perdían la
divina luz, podrían cometer horrendas culpas. ¿Y cómo tantos cristianos viven obstinadamente en pecado, hasta que sin
remedio se condenan? Porque
el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sab. 2, 21). Cada culpa lleva consigo ceguedad, y acrecentándose los
pecados, se aumenta la ceguera del pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más
se aleja el alma de Dios, tanto más ciega queda.
Así
como en un vaso lleno de tierra no puede entrar la luz del sol, así no puede
penetrar la luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos con
frecuencia que ciertos pecadores andan de pecado en pecado, y no piensan
siquiera en corregirse. Caídos esos infelices en oscura fosa, sólo saben
cometer pecados y hablar de pecados; no piensan más que en pecar, y apenas
conocen cuán grave mal es el pecado. «La misma costumbre de pecar –dice San Agustín–
no deja ver al pecador el mal que hace». De suerte que viven como si no creyesen
que existe Dios, la gloria, el infierno y la eternidad.
Y acaece que aquel pecado que al
principio causaba horror, por efecto del mal hábito no horroriza luego. «Ponlos como rueda y como
paja delante del viento» (Sal. 82, 14). Ved con qué facilidad se mueve una paja por cualquier
suave brisa; así también veremos a muchos que antes de caer resistían y
combatían contra las tentaciones; más luego, contraído el mal hábito, caen al
instante en cualquier tentación, en toda ocasión de pecar que se les ofrece. ¿Y por qué? Porque
el mal hábito los privó de la luz.
Dice San Anselmo que el demonio procede con
ciertos pecadores como el que tiene un pajarillo aprisionado con una cinta; lo
deja volar, pero cuando quiere lo derriba otra vez en tierra. Tales son los que
el mal hábito domina. «Y algunos –añade San Bernardino de Sena– pecan
sin que la ocasión les solicite», siendo
semejantes a los molinos de viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen
dando vueltas, aunque no haya grano que moler, y aun a veces cuando el molinero
no quisiera que se moviesen. «Estos pecadores –observa San Juan
Crisóstomo– van forjando malos pensamientos
sin ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados por la fuerza de
la mala costumbre». Porque,
como dice San Agustín, «el mal hábito se convierte luego en necesidad»; y «la costumbre –según nota San Bernardo– se transforma en naturaleza».
«El
impío, después de llegar a lo profundo de los pecados, no hace caso» (Prov. 18, 3). San Juan
Crisóstomo explica estas palabras refiriéndolas al pecador obstinado en los
malos hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa, desprecia la corrección,
los sermones, las censuras, el infierno y hasta a Dios: lo menosprecia todo, y
se hace semejante al buitre voraz, que por no dejar el cadáver en que se ceba,
prefiere que los cazadores le maten.
Refiere el Padre Recúpito que un condenado a
muerte, yendo hacia la horca, alzó los ojos y, mirando a una joven, consintió
en un mal pensamiento. Y el Padre Gisolfo cuenta que un blasfemo, también
condenado a muerte, profirió una blasfemia en el mismo instante en que el
verdugo lo arrojaba de la escalera para ahorcarle.
Con razón, pues, nos dice San Bernardo, que «de nada suele servir el
rogar por los pecadores de costumbre, sino que más bien es menester
compadecerlos como a condenados». ¿Querrán salir del precipicio en
que están, si no le miran ni le ven? Se necesitaría un milagro de la gracia. Abrirán
los ojos en el infierno, cuando el conocimiento de su desdicha sólo haya de
servirles para llorar más amargamente su locura.
2º Los malos hábitos endurecen el corazón.
Además, los malos hábitos endurecen
el corazón, permitiéndolo Dios justamente como castigo de la resistencia
que se opone a sus llamamientos. Dice el Apóstol que el Señor «tiene misericordia de quien
quiere, y al que quiere, endurece» (Rom. 9, 18). San Agustín
explica este texto, diciendo que Dios no
endurece de modo inmediato el corazón del que peca habitualmente, sino que le
priva de la gracia como pena de la ingratitud y obstinación con que rechazó la que
antes le había concedido; y en tal estado el corazón del pecador se endurece
como si fuera de piedra. «Su corazón se endurecerá
como piedra, y se apretará como yunque de martillador» (Job 41, 15).
De este modo sucede que mientras
unos se enternecen y lloran al oír predicar el rigor del juicio divino, las
penas de los condenados o la Pasión de Cristo, los pecadores de ese linaje ni
siquiera se conmueven. Hablan y oyen hablar de ello con indiferencia, como si
se tratara de cosas que no les importan ni conciernen; y con este golpear de la
mala costumbre, la conciencia se endurece cada vez más.
Así
que ni las muertes repentinas, ni los terremotos, truenos y rayos, lograrán
atemorizarlos y hacerles volver en sí, antes bien, les conciliarán el sueño de
la muerte, en que perdidos reposan. El mal hábito destruye poco a poco los
remordimientos de conciencia, de tal modo que, a los que habitualmente pecan,
los más enormes pecados les parecen nada. «Pierden pecando –dice San Jerónimo– hasta ese cierto rubor que el
pecado lleva naturalmente consigo».
San Pedro los compara al cerdo que se revuelca
en el fango (II Ped. 2, 22); pues
así como este inmundo animal no percibe el hedor del cieno en que se revuelve,
así aquellos pecadores son los únicos que no conocen la hediondez de sus
culpas, que todos los demás hombres perciben y aborrecen. Y puesto que el fango les quitó hasta la
facultad de ver, «¿qué maravilla es –dice San Bernardino– que no vuelvan en sí, ni aun
cuando los azota la mano de Dios?». De
ahí viene que, en vez de entristecerse por sus pecados, se regocijan, se
ríen y alardean de ellos (Prov. 2 14).
«¿Qué
significan estas señales de tan diabólica dureza? –pregunta Santo Tomás de Villanueva–. Señales
son todas de eterna condenación». Teme, pues, hermano mío, que no te acaezca lo mismo. Si
tienes alguna mala costumbre, procura librarte de ella ahora que Dios te llama.
Y mientras te remuerda la conciencia, alégrate, porque es indicio de que Dios
no te ha abandonado todavía. Pero enmiéndate y sal presto de ese estado, porque
si no lo haces, la llaga se gangrenará y te verás perdido.
3º Los malos hábitos conducen a la impenitencia final.
Perdida la luz que nos guía, y
endurecido el corazón, ¿qué mucho que el
pecador tenga mal fin y muera obstinado en sus culpas? (Ecl. 3, 27). Los
justos andan por el camino recto
(Is. 26 7), y,
al contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por extraviados
senderos. Si se apartan del pecado por un poco de tiempo, vuelven
presto a recaer; por lo cual San
Bernardo les anuncia la condenación.
Tal vez alguno de ellos quiera
enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en eso se cifra precisamente la
dificultad: en que el habituado al pecado se enmiende aun cuando llegue a la
vejez. «El
mozo, según tomó su camino –dice el Espíritu Santo–, aun
cuando se envejeciere, no se apartará de él» (Prov. 22, 6). Y la razón de esto –dice Santo Tomás
de Villanueva– consiste en que
«nuestras
fuerzas son harto débiles, y por tanto el alma, privada de la gracia, no puede
permanecer sin cometer nuevos pecados».
Y, además, ¿no sería enorme locura arriesgar y perder voluntariamente cuanto
poseemos, esperando desquitarnos en la última partida? No es menor necedad
la de quien vive en pecado y espera que en el postrer instante de la vida lo
remediará todo. «¿Puede
el etíope mudar el color de su piel, o el leopardo sus manchas?» (Jer. 13, 23). Pues tampoco podrá llevar vida virtuosa el que tiene perversos e
inveterados hábitos, sino que al fin se entregará a la desesperación y acabará
desastrosamente sus días (Prov. 28, 14).
Comentando
San Gregorio el texto de
Job (16, 15): «Me laceró con herida sobre herida; se arrojó sobre mí como
gigante», dice: «Si
alguno se ve asaltado por enemigos, aunque reciba una herida, puede quedarle
aptitud para defenderse; pero si otra y más veces le hieren, va perdiendo las
fuerzas, hasta que, finalmente, queda muerto».
Así obra el pecado. En la primera y segunda vez deja alguna fuerza al pecador (siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si continúa pecando, el pecado se conviene en
gigante, mientras que el pecador, al contrario, cada vez más débil y con tantas
heridas, no puede evitar la muerte.
Compara Jeremías el pecado con una gran piedra que oprime al alma (Lam.
33, 53); y San Bernardo añade: «Tan difícil es que se
convierta quien tiene hábito de pecar, como difícil es al hombre sepultado bajo
rocas ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del peso que le
abruma».
¿Estoy, pues, condenado y sin esperanza? …, preguntará tal vez
alguno de estos infelices pecadores. No, todavía no, si de veras quieres enmendarte.
Pero males gravísimos requieren heroicos remedios. Cuando un enfermo se halla
en peligro de muerte y no quiere tomar medicamentos, porque ignora la gravedad
del mal, el médico le dice que, si no usa el remedio que se le ordena, morirá
irremediablemente. ¿Qué replicará el
enfermo? «Dispuesto
me hallo a obedecer en todo… ¡Se trata de la vida!». Pues lo mismo,
hermano mío, has de hacer tú. Si incurres habitualmente en cualquier pecado, «enfermo
estás, y de aquel mal que –como dice Santo Tomás de
Villanueva– rara vez se cura». En gran peligro te encuentras de condenarte. Sin embargo, si quieres sanar,
he aquí el remedio: no esperes un milagro de la gracia, sino
esfuérzate resueltamente en dejar las ocasiones peligrosas, huir de las malas
compañías y resistir a las tentaciones, encomendándote a Dios.
Acude a esos medios: la
confesión frecuente, la lectura espiritual diaria y la devoción a la Virgen
Santísima, rogándole continuamente que te alcance fuerzas para no recaer. Es
necesario que te domines y hagas violencia. De lo contrario, te alcanzará la
amenaza del Señor: «Moriréis
en vuestro pecado» (Jn. 8, 21). Y si
no pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente podrás remediarlo
más tarde. Escucha al Señor, que te dice como a Lázaro: «Sal afuera» (Jn. 11, 43). ¡Pobre
pecador ya muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y
entrégate a Dios, y teme que no sea éste su último llamamiento.
Seminario Internacional Nuestra
Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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