Después del Sacramento de la Eucaristía, no hay Sacramento del que todo
cristiano deba servirse tan frecuentemente y sacar tanto fruto como de la Confesión o Penitencia. Este Sacramento
no sólo se ordena a la absolución de las faltas cometidas, sino
también contiene en sí mismo una eficacia extraordinaria en orden al aumento y
desarrollo de la vida cristiana.
A
fin de exponer convenientemente cuanto se refiere a este Sacramento, débanse
señalar los dos aspectos de la penitencia, a saber:
• uno, como virtud, o penitencia
interior;
• y otro, como Sacramento, o penitencia
exterior.
1º La penitencia como virtud.
La penitencia como virtud, o penitencia interior, es la disposición
del alma por la que nos convertimos de veras a Dios, detestamos y aborrecemos
los pecados cometidos, y nos proponemos cambiar nuestra mala vida y las
costumbres depravadas, con la esperanza de obtener el perdón de la divina
misericordia.
Esta
virtud le es absolutamente necesaria para salvarse al hombre caído en pecado
grave, como claramente lo enseñan las divinas Escrituras: «Haced
penitencia, porque está cerca el Reino de Dios» (Mt. 3, 2); «si
no hacéis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc. 13, 5); «no
vine a llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia» (Lc. 5, 32); «si el impío hiciese penitencia de todos los pecados que
ha cometido, y observase todos mis preceptos, y obrase según derecho y
justicia, tendrá vida verdadera» (Ez. 18, 21).
2º La Penitencia como Sacramento.
Nuestro divino Salvador, para facilitarnos y asegurarnos el perdón de
nuestros pecados, dispuso que los actos de la virtud de penitencia
constituyeran la materia del Sacramento
de la Penitencia. La Penitencia como
Sacramento, o penitencia exterior,
es la que tiene ciertas
señales externas y sensibles que
manifiestan la penitencia interior del alma:
• el pecador arrepentido muestra, por sus
palabras y actos, haber separado su corazón del pecado cometido;
• y el
sacerdote manifiesta, por lo que dice y hace, la misericordia de Dios, que
perdona los pecados.
Dios quiso elevar esta penitencia exterior a
la dignidad de Sacramento por dos razones principales:
•
para dar a todo pecador bien arrepentido, por medio de un signo eficaz que
produce su efecto infaliblemente, la certeza de la remisión de los pecados
alcanzada por la penitencia interior, si ha ido acompañada de la absolución del
sacerdote;
• y
para que, por medio de un signo sensible, se confiese públicamente que el
beneficio de nuestra reconciliación con Dios sólo se alcanza en virtud de los
méritos de la Pasión de nuestro Salvador.
Este Sacramento se distingue de
los demás por la materia: mientras que en éstos es un elemento natural, en la
Penitencia son los actos mismos del penitente, a saber: la contrición, la confesión y la
satisfacción.
3º Los actos del penitente.
1º La contrición es un dolor del alma y detestación del pecado cometido,
con propósito de no pecar en adelante.
Esta
contrición fue en todo tiempo necesaria para alcanzar el perdón de los pecados;
y, en el hombre caído después del Bautismo, sólo prepara para la remisión de
los pecados si va unida a la confianza en la divina misericordia y al deseo de
recibir el sacramento.
2º La confesión es la acusación de los pecados hecha con el fin de
conseguir el perdón de ellos en virtud del poder de las Llaves. Llamase acusación,
porque hay que decir los pecados con verdadero espíritu de recriminación, y no
como una narración de lo pasado, ni gozándose del mal hecho.
Esta confesión debe ser:
• íntegra: manifestando al
sacerdote todos los pecados mortales, con su número y sus circunstancias
agravantes;
• sencilla: sin artificios ni
excusas, presentándose al sacerdote tal como uno se ve y se conoce a sí mismo;
• clara: exponiendo lo cierto
como cierto y lo dudoso como dudoso;
• discreta: confesando los
pecados con modestia y pocas palabras;
• dolorosa: acusándose de los
pecados con dolor y compunción.
3º La satisfacción es la compensación que el hombre ofrece a Dios por los
pecados cometidos, según la disposición del sacerdote, unida a la firme
resolución de reparar el pecado cometido en cuanto sea posible.
Esta
satisfacción es necesaria y conveniente para ser absueltos, no sólo de la culpa, sino también de
la pena temporal debida por nuestros pecados:
• ante todo, porque retrae al penitente del
pecado, haciéndolo más cauto y vigilante;
• luego, porque enmienda las reliquias de
los pecados y quita, con los actos contrarios de las virtudes, los malos
hábitos contraídos por el mal vivir;
• además, porque nos hace más conformes a
Cristo Jesús, que satisfizo por nuestros pecados, haciéndonos compartir su
satisfacción;
• finalmente, porque aparta el castigo
inminente del Señor mediante la penitencia y dolor a que nos excita.
4º
Efectos del Sacramento de la Penitencia.
Los efectos del Sacramento de la
Penitencia en el alma pueden reducirse a uno solo: la sanación reparadora de los pecados personales cometidos después del Bautismo.
Pero este efecto global tiene varios aspectos parciales, negativos unos, y positivos
los otros.
1º Los efectos negativos de
la Penitencia pueden reducirse a tres:
• remite los pecados mortales con la pena eterna debida por ellos;
• perdona los pecados veniales;
• remite siempre,
total o parcialmente, la pena temporal debida
por los pecados ya perdonados, según las disposiciones más o menos perfectas
del penitente, pudiendo a veces ser tan grande su buena disposición que, en
virtud de la contrición, desaparezca toda la pena.
De
donde se sigue que la Penitencia tiene la virtud de reparar nuestra vida perdida
para la santidad. Es innegable que nuestras
infidelidades nos han impedido ser los santos que debiéramos ser para gloria de
Jesús y de su Padre. Con todo, Nuestro Señor Jesucristo ha querido dejarnos en
el sacramento de la Penitencia una posibilidad de reparar esa falta de santidad
y de celo. En efecto, la Penitencia tiene el fin especial y la virtud propia de
dirigir la efusión de las gracias de Nuestro Señor hacia la remisión del mal
del pecado, y en este mal se debe incluir la propia santidad perdida en esta
vida, y la disminución en el cielo de la gloria debida a Jesús y a su Padre.
Para conseguir este precioso fruto, el alma debe estar animada, no sólo por un
vivo dolor y detestación de sus pecados, sino por un deseo intenso de ver
reparada la pérdida de la propia santidad y de la gloria que Dios podía esperar
de ella, y una firme confianza de que Jesús puede y quiere realizar esta
reparación.
2º Tres son también los
principales efectos positivos de este Sacramento:
• infunde la gracia
santificante, ya bajo forma de gracia primera, o infusión de la gracia en quien no la poseía, ya
bajo forma de gracia
segunda, o aumento de gracia
santificante en quien ya la poseía;
• hace revivir todos
los méritos
mortificados, esto es, los que el hombre adquirió por sus buenas
obras hechas en estado de gracia, y luego perdió al cometer un pecado mortal;
• y concede especiales auxilios
para no recaer en el pecado y en orden a la santificación (así, aumenta las fuerzas del alma para vencer las
tentaciones y cumplir los mandamientos, llena el alma de paz y tranquilidad de
conciencia, y comunica mayores luces en los caminos de Dios).
5º Disposiciones para recibir con fruto el Sacramento de
la Penitencia.
Para recibir con fruto el Sacramento de la Penitencia hay que asegurar
aquellas disposiciones que confieren la máxima perfección a los actos que
constituyen la materia de este sacramento, contrición, confesión y satisfacción, y que se cuentan al número de cinco:
1º Fe profunda en el Sacramento, creyendo firmemente:
• en la sobreabundancia de la satisfacción que Jesús
ofrece a su Padre por nosotros en este sacramento, y que basta para borrar
cualquier pecado;
• en la eficacia
santificadora de la Sangre de Jesucristo, que se derrama copiosamente en
nuestras almas para purificarlas y fortalecerlas contra la tentación y el
pecado;
• en el carácter
sacramental de todos nuestros actos;
• y que es Jesucristo
mismo quien nos perdona por medio del confesor.
2º Examen minucioso de los pecados, tanto más diligente cuanto más numerosas sean las faltas
en que cae el penitente y menos conozca su interior. Y así:
• las almas que no se confiesan regularmente, o caen en
muchas faltas, han de entregarse a él con más esmero;
• mientras que a las
almas que cada día hacen su examen de conciencia y se confiesan cada semana,
les será más provechoso orientar la diligencia de su examen a indagar, no tanto
el número de faltas, sino la causa de las mismas, a fin de aprender a combatir el pecado en sus
raíces, adquirir un mayor conocimiento de sí mismas, y permitirle al confesor
darles los consejos y remedios más oportunos.
3º Contrición lo más perfecta
posible: pues cuanto más
intenso sea el dolor de las faltas, y más perfecto sea el motivo que lo
produzca (amor de Dios,
consideración de su infinita bondad y misericordia, del amor y sufrimientos de
Cristo, de la monstruosa ingratitud del pecado hacia un Padre tan bueno y un
Redentor tan amante), mayor
también será el grado de gracia que el alma recibirá en la absolución
sacramental.
Por
ello, una práctica sumamente útil es la de pedirle a Dios la gracia de la
contrición, el día mismo de la confesión, asistiendo al Santo Sacrificio de la
Misa; pues el Concilio de Trento declara que «el Señor, aplacado por la
oblación de este Sacrificio, concede la gracia y el don de la penitencia, y
perdona por ella los crímenes y pecados, por grandes que sean»; lo cual quiere decir que Dios concede
entonces, si se lo pedimos con fe, los sentimientos de arrepentimiento y buenos
propósitos, de humildad y confianza, que nos llevan a la contrición y nos
preparan a recibir con fruto la remisión de nuestros pecados.
4º Confesión humilde y dolorosa, unida a las humillaciones de Cristo. Nuestro Señor tomó
sobre sí todas nuestras iniquidades (Is. 53 6), y cargado con ellas las expió en la cruz; pero quiso
dejarnos a nosotros una parte de expiación. Por eso hace falta que en el
tribunal de la misericordia nos sintamos cargados de nuestras faltas,
ingratitudes y miserias, y que la bajeza y la falta de delicadeza de nuestros
pecados e infidelidades pesen sobre nuestra conciencia. Unidos a Jesucristo en
sus humillaciones a causa de nuestros pecados, seremos purificados por la
inmensidad de sus expiaciones.
5º Voluntad firme de corregirse: después de haberse reconocido culpable, aunque sólo sea
de faltas veniales, es de la mayor importancia para la vida interior guardar en
el alma una voluntad eficaz y un propósito firme de no volver a consentir a
esas negligencias ni a nada que pueda desagradar a Dios. Para ello:
• no
basta un propósito general de no volver a pecar, sino que hay que tomar una
resolución clara, concreta y enérgica, de poner por obra los medios necesarios
para evitar tal o cual falta, o adelantar en una determinada virtud;
• esta resolución debe
controlarse en el examen diario de conciencia;
• finalmente,
hay que dar cuenta al confesor de la fidelidad y diligencia que se ha puesto en
cumplirla.
Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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