Dos males comete el pecador cuando peca: deja a Dios, sumo Bien, y se entrega a las criaturas. «Porque dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que
soy fuente de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no pueden
contener las aguas» (Jer. 2 13). Y porque, al ofender a Dios, el pecador se dio a las
criaturas, justamente será después atormentado en el infierno por esas mismas
criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de sentido. Mas como su
mayor culpa es la maldad del pecado, que consiste en apartarse de Dios, la pena
más grande que hay en el infierno es la pena de daño, esto es, el carecer de la
vista de Dios y haberle perdido para siempre.
1º La pena de sentido.
Consideremos primeramente la pena
de sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se halla esa
cárcel, destinada al castigo de los rebeldes contra Dios. ¿Qué es, pues, el
infierno? El
lugar de tormentos (Lc. 16 28), como lo llamó el rico Epulón, donde todos los sentidos y potencias del condenado han de
tener su propio castigo, y donde aquel sentido que más hubiese servido de medio
para ofender a Dios será más gravemente atormentado. (Apoc. 18 7).
La vista padecerá el tormento de las
tinieblas (Job 10 21). Digno de profunda compasión sería el hombre infeliz que pasase cuarenta o
cincuenta años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho calabozo. Pues
bien, el
infierno es cárcel por completo cerrada y oscura, donde no penetrará nunca ni
un rayo de sol ni de luz alguna (Sal. 48, 20).
El
fuego que en la tierra alumbra no será luminoso en el infierno. San Basilio explica que el
Señor separará del fuego la luz,
de modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar; o como dice San Alberto Magno, «apartará
del calor el resplandor». Y el humo
que despedirá esa hoguera formará la espesa nube tenebrosa que, como nos dice San Judas (Jud. 1, 3), cegará los ojos de los
réprobos. No habrá
allí más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos: un pálido
fulgor que deje ver la fealdad de los condenados y de los demonios, y el
horrendo aspecto que éstos tomarán para causar mayor espanto.
El olfato padecerá su propio
tormento. Sería insoportable estar encerrado en estrecha habitación con un
cadáver fétido. Pues
bien, el condenado ha de estar siempre entre millones de réprobos, vivos para
la pena, cadáveres hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí (Is. 34 3).
Dice
San Buenaventura que, si el cuerpo de un condenado saliera del infierno,
bastaría él solo para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y
aún dice algún insensato: «Si voy al infierno, no iré
solo…». ¡Infeliz!,
cuantos más réprobos haya allí, mayores serán tus padecimientos. «Allí
–dice Santo Tomás– la
compañía de otros desdichados no alivia, antes acrecienta la común desventura». Mucho más penarán, sin duda, por la
fetidez asquerosa, por los lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la
estrechez en que se hallarán amontonados y oprimidos, «como
ovejas en tiempo de invierno» (Sal. 48, 15), «como
uvas prensadas en el lagar de la ira de Dios» (Apoc. 19, 15).
Padecerán asimismo el tormento de la
inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal y como caiga el condenado en el infierno, así ha de
permanecer inmóvil, sin que le sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie
mientras Dios sea Dios.
Será atormentado el oído con los continuos
lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y por el horroroso estruendo
que los demonios moverán (Job 15 21). A menudo el sueño huye de nosotros cuando oímos cerca
gemidos de enfermos, llanto de niños o ladridos de algún perro… ¡Infelices
réprobos, que han de oír forzosamente por toda la eternidad los gritos
pavorosos de todos los condenados!…
La gula será castigada con hambre
devoradora (Sal. 58 15), mas no
habrá allí ni un pedazo de pan. El
condenado padecerá abrasadora sed, que no se apagaría con toda el agua del mar,
pero no se le dará ni una sola gota. Una gota de agua tan solo pedía el rico
avariento, y no la obtuvo ni la obtendrá jamás.
2º El fuego del infierno y otros tormentos que lo
acompañan.
La pena de sentido que más
atormenta a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del tacto (Ecl. 7 19). El Señor lo mencionará especialmente en el día del juicio: «Apartaos de Mí,
malditos, al fuego eterno» (Mt. 25 41).
Aun en este mundo, el suplicio del
fuego es el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las llamas de
la tierra y las del infierno, que, según
dice San Agustín, «en
comparación de aquéllas, las nuestras son como pintadas»; «o como si fueran de
hielo», añade San Vicente Ferrer. Y la razón de
esto consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad nuestra; pero
el del infierno sólo para castigo fue formado. «Muy diferentes son –dice
Tertuliano– el fuego que se utiliza para el uso del hombre y el que
sirve para la justicia de Dios». La indignación de Dios enciende esas llamas de venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías llama «espíritu
de ardor» (Is. 4, 4) al
fuego del infierno.
El réprobo estará dentro de las
llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño en el horno. Tendrá
abismos de fuego bajo sus plantas, inmensas masas de fuego sobre su cabeza y
alrededor de sí. Todo cuanto vea, toque o respire será fuego. Estará sumergido
en fuego como el pez en el agua.
Y esas llamas no se hallarán sólo en derredor
del réprobo, sino que penetrarán dentro de él, en sus mismas entrañas, para
atormentarle. El cuerpo será pura llama; el corazón arderá en el pecho, las
vísceras en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre, la médula
en los huesos. Todo condenado se convertirá en un horno ardiente (Sal. 20 10).
Hay
personas que no sufren el ardor de un suelo calentado por los rayos del sol, ni
estar junto a un brasero encendido en cerrado aposento, ni pueden resistir una
chispa que les salte de la lumbre, y luego no temen «aquel
fuego que devora», como dice Isaías (Is. 33 14). Así como
una fiera devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno devorarán
al condenado. Le devorarán sin darle muerte.
«Sigue, pues, insensato –dice San Pedro
Damián hablando del voluptuoso–; sigue
satisfaciendo tu carne, que un día llegará en que tus deshonestidades se
convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas, y harán más intensa y
abrasadora la llama infernal en que has de arder». Y añade San Jerónimo que «aquel fuego llevará consigo
todos los dolores y males que en la tierra nos atribulan»; hasta el tormento del hielo se padecerá
allí (Job 24 19). Y todo ello con tal intensidad, que, como dice San
Juan Crisóstomo, «los
padecimientos de este mundo son pálida sombra en comparación de los del
infierno».
Las potencias del alma recibirán
también su adecuado castigo.
Tormento de la memoria será el
vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el condenado para salvarse y que él
gastó en perderse, y de las gracias que Dios le dio y él menospreció.
El entendimiento padecerá
considerando el gran bien que ha perdido al perder a Dios y el Cielo, y
ponderando que esa pérdida es ya irremediable.
La voluntad verá que se le niega
todo cuanto desea (Sal. 140, 10). El desventurado réprobo no tendrá nunca nada de lo que
quiere, y siempre ha de tener lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá
librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre será atormentado, sin
hallar jamás un momento de reposo.
3º La pena de daño.
Todas las penas referidas nada son
si se comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el llanto y las
llamas no constituyen la esencia del infierno. El verdadero infierno es la pena
de haber perdido a Dios. Decía San Bruno:
«Multiplíquense
los tormentos, con tal de que no se nos prive de Dios». Y San Juan Crisóstomo: «Si dijeras mil infiernos
de fuego, nada dirías comparable al dolor aquél». Y San Agustín
añade que
si los réprobos gozasen de la vista de Dios, «no sentirían tormento
alguno, y el mismo infierno se les convertiría en paraíso».
Para comprender algo de esta pena,
consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra preciosa que valga
cien escudos, tendrá disgusto grande; pero si esa piedra valiese doscientos,
sentiría la pérdida mucho más, y más todavía si valiera quinientos. En suma:
cuanto mayor es el valor de lo que se pierde, tanto más se acrecienta la pena
que ocasiona el haberlo perdido… Y «puesto
que los réprobos pierden el Bien infinito, que es Dios, sienten –como dice Santo Tomás– una
pena en cierto modo infinita».
«En este mundo solamente los
justos temen esa pena», dice San Agustín. San Ignacio de Loyola decía: «Señor,
todo lo sufriré, mas no la pena de estar privado de Vos». Los pecadores no sienten temor ninguno por
tan grande pérdida, porque se contentan con vivir largos años sin Dios,
hundidos en tinieblas. Pero en la hora de la muerte conocerán el gran bien que
han perdido.
«El alma, al salir de este
mundo –dice San Antonino–, conoce que fue creada por Dios,
e irresistiblemente vuela a unirse y abrazarse con el sumo Bien; más si está en
pecado, Dios la rechaza». Si un
lebrel sujeto y amarrado ve cerca de sí exquisita caza, se esfuerza por romper
la cadena que le retiene, y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al
separarse del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios; pero el pecado
la aparta y arroja lejos de El (Is. 1, 2).
Así pues, todo el infierno se
cifra y resume en aquellas primeras palabras de la sentencia: «Apartaos de Mí,
malditos» (Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el Señor; no quiero que veáis mi rostro. «Ni aun imaginando mil
infiernos –dice
San Juan Crisóstomo–, podrá
nadie hacerse una idea de lo que significa la pena de ser aborrecido de
Cristo».
Cuando David impuso a Absalón el
castigo de que jamás compareciese ante él, sintió Absalón dolor tan profundo, que exclamó: «Decid
a mi padre que, o me permita ver su rostro, o me dé la muerte» (II Rey. 14, 32).
Felipe II, viendo que un noble de su corte estaba
en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente: «No
volváis a presentaros ante mí»; y tal fue
la confusión y dolor de aquel hombre que, al llegar a su casa, murió… ¿Qué será, entonces, cuando Dios despida al
réprobo para siempre?… «Esconderé de él mi rostro, y hallará todos los males y
aflicciones» (Deut. 31, 17). «No sois ya míos, ni Yo
vuestro», dirá
Cristo a los condenados (Os. 1, 9) el día del juicio.
¡Y si, al menos, pudiese el desdichado amar
a Dios en el infierno y conformarse con la divina voluntad! Mas no;
si eso pudiese hacer, el infierno ya no sería infierno. Ni podrá resignarse, ni
le será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole eternamente, y ése ha de ser su
mayor tormento: conocer que Dios es el sumo Bien, digno de infinito amor, y
verse forzado a aborrecerle siempre. «Soy aquel malvado desposeído del amor de Dios»: así respondió un demonio interrogado por Santa Catalina de Génova.
El réprobo odiará y maldecirá a Dios, y, maldiciéndole,
maldecirá los beneficios que de Él recibió: la
creación, la redención, los sacramentos, singularmente los del bautismo y
penitencia, y, sobre todo, el Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos los Ángeles y Santos, y
con odio implacable a su Ángel custodio, a sus Santos protectores y a la Virgen
Santísima. Maldecidas serán por él las tres divinas Personas, especialmente la
del Hijo de Dios, que murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre,
Pasión y muerte de Cristo Jesús.
Seminario Internacional Nuestra Señora Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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