Felix Sardà y Salvany
DE LA ESPECIAL GRAVEDAD DEL PECADO DEL LIBERALISMO.
Enseña la teología católica que no todos los
pecados graves son igualmente graves, aun dentro de su esencial condición que
los distingue de los pecados veniales.
Hay grados en el pecado, aun
dentro de la categoría de pecado mortal, como hay grados en la obra buena
dentro de la categoría de obra buena y ajustada a la ley de Dios. Así el pecado directo contra Dios, como la
blasfemia, es pecado mortal más grave de sí
que el pecado directo contra el
hombre, como es el robo. Ahora bien, a excepción del odio formal contra
Dios y de la desesperación absoluta, que rarísimas veces se cometen por la
criatura, como no sea en el infierno, los pecados más graves de todos son los pecados contra la
fe.
La razón es evidente. La fe es el fundamento de todo orden
sobrenatural; el pecado es pecado en cuanto ataca cualquiera de los
puntos de este orden sobrenatural; es,
pues, pecado máximo el que ataca el fundamento máximo de dicho orden. Un
ejemplo lo aclarará. Se ocasiona una herida al árbol cortándole cualquiera de
sus ramas; se le ocasiona herida mayor cuando es más importante la rama que se
le destruye; se le ocasiona herida máxima o radical si se le corta por su
tronco o raíz.
San Agustín, citado por Santo Tomás, hablando del pecado contra la fe,
dice con fórmula incontestable: Hoc est peccatum quo tenentur cuncta peccata: “Pecado es éste en que se
contienen todos los pecados”.
Y el mismo Ángel de las Escuelas
discurre sobre este punto, como siempre, con su acostumbrada claridad. “Tanto, dice,
es más grave un pecado, cuanto por él se separa más el hombre de Dios. Por el
pecado contra la fe se separa lo más que puede de Él, pues se priva de su
verdadero conocimiento; por donde, concluye el santo Doctor, el pecado contra la
fe es el mayor que se conoce”.
Pero es mayor todavía cuando el pecado contra la fe no es simplemente
carencia culpable de esta virtud y conocimiento, sino que es negación y combate formal
contra dogmas expresamente definidos por la revelación divina.
Entonces el pecado contra la fe, de suyo gravísimo, adquiere una
gravedad mayor, que constituye lo que se llama herejía. Incluye
toda la malicia de la infidelidad, más la protesta expresa contra una enseñanza
de la fe, o la protesta expresa a una enseñanza que por falsa y errónea es
condenada por la misma fe. Añade al
pecado gravísimo contra le fe la terquedad y contumacia en él, y una cierta
orgullosa preferencia: la da razón propia sobre la razón de Dios.
De consiguiente, las doctrinas
heréticas y las obras hereticales constituyen el pecado mayor de todos, a excepción de los arriba dichos, de los que,
como ya dijimos, sólo son capaces por lo común el demonio y los condenados. De
consiguiente, el
Liberalismo, que es herejía, y las otras liberales, que son obras hereticales,
son el pecado máximo que se conoce en el código de la ley cristiana. De consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es
más pecado que ser blasfemo, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa
de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita.
No lo comprende así el moderno Naturalismo; pero
siempre lo creyeron así las leyes de los Estados cristianos hasta el
advenimiento de la presente era liberal, y sigue enseñándolo así la ley de la
Iglesia, y sigue juzgando y condenando así al tribunal de Dios. Sí, la
herejía y las obras hereticales son los peores pecados de todos, y por tanto el
Liberalismo y los actos liberales son ex genere
sue, el mal sobre todo mal.
DE LOS DIFERENTES GRADOS QUE PUEDE HABER Y HAY DENTRO DE
LA UNIDAD ESPECÍFICA DEL LIBERALISMO.
El Liberalismo como sistema de doctrina puede apellidarse escuela;
como organización de adeptos para
difundirlas y propagarlas, secta; como agrupación de hombres dedicados a
hacerlas prevalecer en la esfera del derecho público, partido. Pero, ya se considere al Liberalismo como escuela, como secta,
ya como partido, ofrece dentro de
su unidad lógica y específica varios grados o matices que conviene al teólogo
cristiano estudiar y exponer.
Ante todo, conviene hacer notar que el Liberalismo es uno, es
decir, constituye
un organismo de errores perfecta y lógicamente encadenados, motivo
por el cual se le llama sistema. En efecto, partiendo en él del principio
fundamental de que el hombre y la sociedad son perfectamente autónomos o libres
con absoluta independencia de todo otro criterio natural o sobrenatural que no
sea el suyo propio, síguese por una perfecta ilación de consecuencias todo lo
que en nombre de él proclama la demagogia más avanzada.
La Revolución no
tiene de grande sino su inflexible lógica. Hasta los actos más despóticos, que
ejecuta en nombre de la libertad, y que a primera vista tachamos todos de
monstruosas inconsecuencias, obedecen a una lógica altísima y superior. Porque reconociendo la sociedad por única ley social el
criterio de los más, sin otra norma o regulador, ¿cómo puede negarse perfecto derecho al Estado
para cometer cualquier atropello contra la Iglesia siempre y cuando, según
aquel su único criterio social, sea conveniente cometerlo?
Admitido que los más son los que tienen siempre razón, queda admitida por ende como única ley la del más fuerte,
y por tanto muy lógicamente se puede llegar hasta la última brutalidad. Mas a pesar de esta unidad lógica del sistema, los
hombres no son lógicos siempre, y esto produce dentro de aquella unidad la más
asombrosa variedad o gradación de tintas. Las
doctrinas se derivan necesariamente y por su propia virtud unas de otras; pero los
hombres al aplicarlas son por lo común ilógicos e inconsecuentes. Los
hombres, llevando hasta sus últimas consecuencias sus principios, serían todos santos cuando sus principios fuesen
buenos, y serían todos demonios del infierno cuando sus
principios fuesen malos.
La inconsecuencia es la que hace, de los
hombres buenos y de los malos, buenos a medias y malos no rematados. Aplicando estas observaciones al asunto presente del Liberalismo diremos: que liberales
completos se encuentran relativamente pocos gracias a Dios; lo cual
no obsta para que los más, aún sin haber llegado al último límite de
depravación liberal, sean verdaderos
liberales, es decir, verdaderos discípulos o partidarios o sectarios del
Liberalismo, según que el Liberalismo se considere como escuela, secta o
partido.
Examinemos estas variedades de la
familia liberal. Hay liberales que
aceptan los principios, pero rehúyen las consecuencias, a lo menos las más crudas
y extremadas. Otros aceptan
alguna que otra consecuencia o aplicación que les halaga, pero haciéndose los escrupulosos en aceptar radicalmente
los principios. Quisieran unos el Liberalismo aplicado tan sólo a la enseñanza;
otros a la economía civil; otros tan sólo a las formas políticas. Sólo los más avanzados predican su natural
aplicación a todo y para todo.
Las atenuaciones y mutilaciones
del credo liberal son tantas cuantos son los interesados por su aplicación
perjudicados o favorecidos; pues generalmente existe el error de creer que el hombre
piensa con la inteligencia, cuando lo usual es que piense con el corazón, y aun
muchas veces con el estómago.
De aquí los diferentes partidos
liberales que pregonan Liberalismo de tantos o cuantos grados, como expende el
tabernero el aguardiente de tantos o cuantos grados, a gusto del consumidor. De aquí que no
haya liberal para quien su vecino más avanzado no sea un brutal demagogo, o su
vecino menos avanzado un furibundo reaccionario. Es asunto de escala
alcohólica y nada más. Pero así los que mojigatamente bautizaron en Cádiz su
Liberalismo con la invocación de la Santísima Trinidad, como los que en estos
últimos tiempos le han puesto por emblema ¡Guerra
a Dios! están dentro de tal escala liberal, y la
prueba es que todos aceptan, y en caso apurado invocan, este común
denominador.
El criterio liberal o
independiente es uno en ellos, aunque sean en cada cual más o menos acentuadas
las aplicaciones. ¿De qué depende esta mayor o menor acentuación? De los intereses muchas veces; del temperamento no pocas;
de ciertos lastres de educación que impiden a unos tomar el paso precipitado
que toman otros; de respetos humanos tal vez o de consideraciones de familia;
de relaciones y amistades contraídas, etc., etc. Sin contar la táctica
satánica que a veces aconseja al hombre no extremar una idea para no alarmar, y
para lograr hacerla más viable y pasadera;
lo cual, sin juicio temerario, se puede afirmar de ciertos liberales conservadores, en los
cuales el conservador no suele ser más que la máscara o envoltura del franco
demagogo.
Más en la generalidad de los liberales a medias, la caridad puede suponer cierta dosis de candor y de
natural bonomía o bobería, que si no los hace del todo irresponsables,
como diremos después, obliga no obstante a que se les tenga alguna compasión.
Quedamos, pues, curioso lector, en
que el Liberalismo es uno solo; pero liberales
los hay, como sucede con el mal vino, de diferente color y sabor.
DEL LLAMADO LIBERALISMO CATÓLICO O CATOLICISMO LIBERAL.
De todas las inconsecuencias y antinomias que se encuentran en las
gradaciones medias del Liberalismo, la más repugnante de todas y la más odiosa es la que
pretende nada menos que la unión del Liberalismo con el Catolicismo, para
formar lo que se conoce en la historia de los modernos desvaríos con el nombre
de Liberalismo católico o Catolicismo liberal.
Y no obstante han pagado tributo a
este absurdo preclaras inteligencias y honradísimos corazones, que no podemos
menos de creer bien intencionados. Ha
tenido su época de moda y prestigio, que, gracias al cielo, va pasando o ha
pasado ya. Nació este funesto error de un deseo
exagerado de poner conciliación y paz entre doctrinas que forzosamente y por su
propia esencia son inconciliables enemigas.
El Liberalismo es
el dogma de la
independencia absoluta de la
razón individual y social;
El Catolicismo es el dogma
de la
sujeción absoluta de la razón
individual y social a la ley de Dios.
¿Cómo conciliar el sí y el no de tan
opuestas doctrinas? A los fundadores del Liberalismo católico
pareció cosa fácil. Discurrieron una razón individual ligada a la ley del
Evangelio, pero coexistiendo con ella una razón pública o social libre de toda
traba en este particular. Dijeron: El Estado como
tal Estado no debe tener Religión, o debe tenerla solamente hasta cierto punto
que no moleste a los demás que no quieran tenerla. Así, pues, el
ciudadano particular debe sujetarse a la revelación de Jesucristo; pero el hombre
público puede portarse como tal, de la misma manera que si para él no existiese
dicha revelación. De esta suerte compaginaron la fórmula célebre de:
La Iglesia
libre en el Estado libre, fórmula para cuya propagación y defensa se
juramentaron en Francia varios católicos insignes, y entre ellos un ilustre
Prelado; fórmula que debía ser sospechosa desde que la tomó Cavour
para hacerla bandera de la revolución italiana contra el poder temporal de la
Santa Sede; fórmula de la cual, a pesar de su evidente fracaso, no nos consta
que ninguno de sus autores se haya retractado aún.
No echaron de ver estos
esclarecidos sofistas, que, si la razón
individual venía obligada a someterse a la ley de Dios, no podía declararse exenta de ella la razón pública o social sin caer
en un dualismo extravagante, que somete al hombre a la ley de dos criterios
opuestos y de dos opuestas conciencias. Así
que la distinción del hombre en
particular y en ciudadano, obligándole a ser cristiano en el primer concepto, y
permitiéndole ser ateo en el segundo, cayó inmediatamente por el suelo
bajo la contundente maza de la lógica íntegramente católica.
El Syllabus, del cual hablaremos luego, acabó de hundirla sin remisión. Queda todavía de
esta brillante pero funestísima escuela, alguno que otro discípulo rezagado,
que ya no se atreve a sustentar paladinamente la teoría católico-liberal, de la que fue en otros tiempos fervoroso
panegirista, pero a la que sigue obedeciendo aún en la práctica; tal vez sin
darse cuenta a sí propio de que se propone pescar con redes que, por viejas y
conocidas, el diablo ha mandado ya recoger.
EN QUE CONSISTE PROBABLEMENTE LA ESENCIA O INTRÍNSECA
RAZÓN DEL LLAMADO CATOLICISMO LIBERAL.
Si bien se considera, la íntima esencia del
Liberalismo llamado católico, por otro nombre llamado comúnmente Catolicismo
liberal consiste probablemente, tan sólo en un falso concepto del acto de fe. Parece, según
dan razón de la suya los católico-liberales, que hacen estribar todo el motivo
de su fe, no
en la autoridad de Dios infinitamente veraz e infalible, que se ha dignado
revelarnos el camino único que nos ha de conducir a la bienaventuranza
sobrenatural sino en la libre apreciación de su juicio individual que le dicta
al hombre ser mejor esta creencia que otra cualquiera. No quieren
reconocer el magisterio de la Iglesia, como único autorizado por Dios para
proponer a los fieles la doctrina revelada y determinar su sentido genuino, sino
que, haciéndose
ellos jueces de la doctrina, admiten de ella lo que bien les parece, reservándose
el derecho de creer la contraria, siempre que aparentes razones parezcan
probables ser hay falsa lo que ayer creyeron como verdadero.
Para refutación de lo cual baste
conocer la doctrina fundamental De Fide, expuesta
sobre esta materia por el santo Concilio Vaticano. Por lo demás se llaman católicos, porque creen
firmemente que el Catolicismo es la única verdadera revelación del Hijo de
Dios; pero se llaman católicos liberales o católicos libres, porque juzgan que
esta creencia suya no les debe ser impuesta a ellos ni a nadie por otro motivo
superior que el de su libre apreciación. De suerte que, sin sentirlo
ellos mismos, encuéntrense los tales con que el diablo les ha sustituido
arteramente el principio sobrenatural de la fe por el principio naturalista del
libre examen. Con lo cual, aunque juzgan tener fe de las verdades cristianas, no
tiene tal fe de ellas, sino simple humana convicción, lo cual es esencialmente
distinto.
Síguese de ahí que juzgan su inteligencia
libre de creer o de no creer, y juzgan asimismo libre la de todos los demás. En la
incredulidad, pues, no ven un vicio, o enfermedad, o ceguera voluntaria del
entendimiento, y más aún del corazón, sino un acto lícito de la jurisdicción interna de cada
uno, tan dueño en eso de creer, como en lo de no admitir creencia alguna. Por lo cual es muy ajustado a este principio el horror a
toda presión moral o física que venga por fuera a castigar o prevenir la
herejía, y de ahí su horror a las legislaciones civiles francamente
católicas.
De ahí el respeto sumo con que
entienden deben ser tratadas siempre las convicciones ajenas, aun las más
opuestas a la verdad revelada; pues para ellos son tan sagradas cuando son
erróneas como cuando son verdaderas, ya que todas nacen de un mismo sagrado principio
de libertad intelectual.
Con lo cual se erige en dogma lo que se
llama tolerancia, y se dicta para la polémica católica contra los herejes un nuevo código
de leyes, que nunca conocieron en la antigüedad los grandes polemistas del
Catolicismo. Siendo esencialmente naturalista el concepto primario
de la fe, síguese de eso que ha de ser naturalista todo el desarrollo de ella
en el individuo y en la sociedad. De ahí
el apreciar primaria, y a veces casi exclusivamente, a la Iglesia por las
ventajas de cultura y de civilización que proporciona a los pueblos; olvidando y casi nunca citando para nada su fin primario
sobrenatural, que es la glorificación de Dios y salvación de las almas. Del
cual falsa
concepto aparecen enfermas varias de las apologías católicas que se escriben en
la época presente.
De suerte que, para los tales, si el
Catolicismo por desdicha hubiese sido causa en algún punto de retraso material
para los pueblos, ya no sería verdadera ni laudable en buena lógica tal
Religión. Y cuenta que así podría ser, como indudablemente para algunos individuos
y familias ha sido ocasión de verdadero material ruina el ser fieles a su
Religión, sin que por eso dejase de ser ella cosa muy excelente y divina.
Este criterio es el que dirige la pluma de la mayor parte de los
periódicos liberales, que si lamentan
la demolición de un templo, sólo saben hacer notar en eso la profanación
del arte, si abogan por las órdenes religiosas, no
hacen más que ponderar los beneficios que prestaron a las letras; si ensalzan a la Hermana de la Caridad, no es sino
en consideración a los humanitarios servicios con que suaviza los horrores de
la guerra; si admiran el culto, no es sino
en atención a su brillo exterior y poesía; si en la
literatura católica respetan las Sagradas Escrituras, es fijándose tan
sólo en su majestuosa sublimidad. De este modo de encarecer las cosas católicas únicamente por su grandeza, belleza,
utilidad o material excelencia, síguese en recta lógica que merece
iguales encarecimientos el error cuando tales condiciones reuniere, como sin
duda las reúne aparentemente en más de una ocasión alguno de los falsos
cultos.
Hasta a la piedad llega la maléfica acción de este principio
naturalista, y la convierte en verdadero pietismo, es decir, en
falsificación de la piedad verdadera. Así lo vemos en tantas
personas que no buscan en las prácticas devotas más que la emoción, lo cual es
puro sensualismo del alma y nada más. Así
aparece hoy día en
muchas almas enteramente desvirtuado el ascetismo cristiano, que es la
purificación del corazón por medio del enfrentamiento de los apetitos y
desconocido el misticismo cristiano, que no es la emoción, ni el interior
consuelo, ni otra alguna de esas humanas golosinas, sino la unión con Dios por
medio de la sujeción a su voluntad santísima Y por medio del amor
sobrenatural.
Por eso es Catolicismo liberal, o mejor, Catolicismo
falso, gran parte del Catolicismo que se usa hoy entre ciertas personas. No es
Catolicismo, es mero Naturalismo, es Racionalismo puro, es Paganismo con lenguaje
y formas católicas, si se nos permite la expresión.
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