Para los hombres
del sur, el lapacho es la imagen de la dureza y resistencia. Con su madera se fabrica aquello que
debe soportar la intemperie y los atropellos de la fuerza animal. Las mejores
tranqueras son de lapacho, lo mismo que los bretes y las mangas.
Pero el hombre del sur conoce de
este árbol sólo su madera. Es decir, lo ha visto despejado de toda su realidad
natal, desnudo en su escueto servicio. Para el que no
conoce el lapacho más que en su misión, su principal cualidad es la resistencia
y la dureza de su madera que no se pudre.
Y, sin embargo, no hay cosa más
tierna que el lapacho, cuando se lo va a encontrar entre los montes misioneros.
Es un árbol esbelto, femenino en su talle. De hojas
suaves y luminosas, que el viento mueve casi sacándoles un gesto humano. Su
copa se abre allá arriba como un rostro, sobre un tronco sin desperdicio y sin
espinas.
Y en septiembre,
el lapacho es una niña quinceañera. Antes de recuperar sus hojas, se viste todo de rosado en un reventón de
flores que regala en abundancia, embelleciendo la geografía que lo acoge. Es el
centinela de los montes, que descubre antes que los demás la llegada de la
primavera. Lo que el jacaranda es en azul, el lapacho lo es en sonrojo. El
invierno lo despoja de sus hojas, pero antes de volver a vestirlo, la primavera
le regala toda la ternura que sólo la selva virginal puede entregar a sus
criaturas.
Es un árbol que crece lento. No
tiene apuros. Sabe esperar en la fidelidad de sus ciclos, viviéndolos uno a uno
con intensidad, tanto en sus desnudeces invernales como en sus derroches de
vida. Su madera se va haciendo lentamente. Por eso logra ser tan resistente. No
necesita ser descortezado como el quebracho. Su resistencia le llega hasta la
piel. Cuando se entrega, se entrega entero.
Cuando
los antiguos misioneros jesuitas construían sus iglesias monumentales, iban a
los montes y arrancaban los lapachos con sus raíces enteras, transportándolos
con su terrón de tierra colorada adherido a ellas. Y así lo volvían a plantar en
el suelo, constituyéndolos en columnas que sostendrían toda la estructura del
edificio. Las paredes eran de esa misma tierra colorada, apisonada en un encofrado
de madera que luego se retiraba. Toda la resistencia del edificio, que aguanto
siglos, se fiaba a las columnas.
Por supuesto, para esta misión
había que despojarlo de sus ramas. Pero eso le sucede a todo árbol que tiene
que cumplir una misión distinta de la de ser simplemente planta. En San Ignacio Guazú y en muchos otros lugares de la tierra guaraní,
donde estuvieran antiguas y hermosas iglesias, hoy sólo quedan en pie partes de
esos troncos de taye.
Trozos
de columnas aún clavadas junto a montículos de tierra colorada que constituían
las paredes. Su madera no se pudre. Poco a poco va saltando en astillas que
regresan a la tierra madre, uniéndose al humus fértil que alimenta la vida
nueva que nace a sus pies.
Vocación
tierna de árbol, con misión resistente de columna, el lapacho es imagen del
alma de los curas. También ellos son
hombres, sacados de entre los hombres, para ser puestos al servicio de los
hombres en todo lo que a Dios se refiere. Para ello el cura-hombre tiene que
desprenderse de su follaje, pero no de sus raíces. Tiene que traer consigo su
imaguaré, como se nombra en guaraní al pasado en cuanto realidad de antes que aún
perdura viviente.
Alerta vigía de septiembre,
ternura de fiesta quinceañera,
se estrella el invierno entre sus flores
cubriendo de rosas las veredas.
Mil soles te dieron fortaleza,
mil noches te dieron su frescura;
es tuyo el misterio de las selvas,
del viento y del indio en su espesura.
Tenés corazón que no se pudre,
lapacho de flores sonrosadas,
pudor virginal que se arrebola
guardando tu savia acumulada.
Son parcas las ramas de tus gestos,
que sólo en la copa se te ensancha,
dejando que el tronco surja recto,
igual como surge la confianza.
Tayé, te llamaron los antiguos,
y el nombre, por gracia, ha perdurado,
volviendo a endulzarlo el camoatí
que busca la miel entre sus labios.
Imagen del alma de los curas
—rara conjunción de tierra y gracia—
columna sacada de los montes
Y luego de pie crucificada.
Sacado con todas tus raíces
trajiste contigo tu pasado,
bravo imaguaré de los antiguos,
Retá con color de sangre y barro.
Hoy queda de pie sobre las ruinas,
cual mudo testigo del pasado,
e invitas a todos los que llegan a ver,
a pensar y dar la mano.
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