Venga
mi Amado a su huerto,
y
coma de sus frutos exquisitos
(Cant. 5 1)
La Esposa del Cantar de los Cantares, esto
es, la Iglesia, que al principio del poema inspirado, es decir, al comienzo de
los tiempos mesiánicos, recibió del Esposo el encargo de cultivar su jardín
(que no es otro que Ella misma), hacia el final del poema, esto es, hacia el
fin de la historia, presenta a su Esposo los innumerables frutos que sus
cuidados continuos han hecho producir al jardín, y le invita a comer de ellos.
El Esposo, atento a la invitación de la Esposa, le contesta:
«Ya vine a mi jardín, hermana
mía esposa; ya tomé de mi mirra y de mis aromas; ya comí mi panal y mi miel; ya
bebí de mi vino y de mi leche».
Y concluye:
« ¡Comed, amigos, y bebed; y embriagaos, mis
bien amados!».
Es lo que hace la Iglesia en la fiesta de
Todos los Santos: llegada al fin de su ciclo litúrgico, fin
que representa el fin de su historia y de su acción redentora, quiere celebrar
en una sola fiesta solemne la gloria del reino que ganó para Jesús. Ella reúne
en una misma alabanza la multitud entera de la sociedad de los elegidos para
exaltar su triunfo y su alegría, al mismo tiempo que para invitarnos a nosotros
al festín, esto es, para excitarnos a seguirlos en sus ejemplos y compartir un
día su felicidad.
Tres enseñanzas principales podemos sacar de
esta importante fiesta litúrgica:
1º la Iglesia es santa: está llena de frutos de santidad, que son todos y cada uno de
sus santos;
2º toda esta santidad
que se encuentra en la Iglesia tiene como raíz y como causa a Cristo Jesús;
3º esta santidad exigió la colaboración del hombre, de los santos que
ahora gozan de ella.
1º La Iglesia es santa, pues está llena
de frutos de santidad.
Es más, sólo Ella es santa, sólo en Ella se
da esta nota que la hace reconocible a los ojos de todos los hombres (contra el
error actual del ecumenismo, que pretende que la santidad puede darse en
cualquier religión).
La Epístola de la fiesta de Todos los Santos
nos presenta la visión de San Juan, en que el vidente contempla a los elegidos,
144.000 sacados de todas las tribus de Israel.
Y a continuación, dice el
Apóstol,
«vi, y he aquí una gran
muchedumbre, la cual nadie podía contar, de todas las naciones, y tribus, y
pueblos, y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos de
ropas blancas y palmas en sus manos; y clamaban con voz poderosa diciendo: “La
salud a nuestro Dios, que está sentado en el trono, y al Cordero”... Y tomó la
palabra uno de los ancianos, diciéndome: “Estos son los que vienen de la gran
tribulación, y lavaron sus vestiduras y las blanquearon con la sangre del
Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, y le rinden culto día y noche
en su templo, y el que está sentado sobre el trono tenderá su tienda sobre
ellos. No tendrán ya más hambre ni más sed, ni caerá sobre ellos el sol ni
ardor alguno, porque el Cordero que está en medio ante el trono los pastoreará
y los guiará a las fuentes de las aguas de la vida; y enjugará Dios toda
lágrima de sus ojos”».
La Iglesia, pues, es santa, plenamente
santa, y esta plenitud de santidad se manifiesta por la gran variedad de la
santidad de sus miembros. Nada puede alentarnos más a la santidad que ver que
la Iglesia ha recibido de Dios tal fecundidad, que en cualquier tiempo, lugar,
condición, sexo, puede Ella suscitar santos. ¿Qué podrá impedirle esta obra?
« ¿La tribulación? ¿la angustia?
¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada?» (Rom. 8 35).
Así como la naturaleza cuenta con gran
diversidad de frutos, de modo que los hay para todas las estaciones, y dentro
de cada estación, los tenemos muy variados, así también en la Iglesia hay santos de todas las estaciones: de primavera, de
verano, de otoño y de invierno; esto es, santos
forjados en tiempo de paz y en tiempo de persecución, en el mundo cristiano y en
el mundo hostil a la Iglesia, al comienzo de la Iglesia y al fin de Ella; y, dentro de cada una de estas categorías, tenemos gran diversidad de santos: Así,
honramos a los
Patriarcas, a los Profetas, a los Apóstoles, a los Mártires, a los Confesores,
a las santas Vírgenes, a los Anacoretas, a todos los Ángeles, a los Doctores y
Pontífices, a todos los fieles que han alcanzado la santidad en las más
variadas circunstancias y tiempos de la Iglesia.
Esta gran variedad de la
santidad de la Iglesia responde al plan de Dios. Así como Dios, cuando hizo el
paraíso terrenal para Adán, no se limitó a trazar su ordenamiento general, sino
que plantó en él cada uno de los árboles y de las flores, dando a cada una de
ellas su naturaleza, determinándole su función y asignándole su lugar, así
también Dios asignó a cada alma el lugar que ocuparía en su Iglesia, la
santidad que debería asegurar en ella para la hermosura y variedad del todo; en
el pensamiento y en la voluntad de Dios, cada uno de nosotros ha de ser un
árbol del jardín que es la Iglesia. «Dios,
según su voluntad libre y todopoderosa, antes de la creación del mundo, nos
predestinó, nos eligió, nos bendijo en Cristo, para que en su presencia seamos
santos y puros en la caridad, y lleguemos a ser una alabanza y una gloria de su
gracia» (Ef. 1 3, 6). Todo,
para la creatura, depende de estar en su verdadero lugar en el conjunto de la
creación, porque eso es justamente lo que la pone en armonía con el todo; y en
eso consiste su belleza, su utilidad y su felicidad.
2º La santidad que se encuentra en la
Iglesia tiene como raíz y causa a Cristo Jesús.
También, contra el error actual del ecumenismo,
hay que afirmar que sólo en Jesucristo puede hallarse la santidad; que no puede
ser sino una participación a la Santidad que es Cristo Jesús.
La Iglesia trabaja el huerto que le ha sido
confiado, pero que es el huerto de su Esposo. Por eso, continuamente, vemos a
la Esposa del Cantar apoyada en su Esposo. Es decir, la variada santidad de la
Iglesia no es más que la participación a la santidad inagotable de su Esposo,
Jesucristo; y en eso está variada santidad encuentra el motivo de su profunda unidad y, por lo tanto, de su
armonía y hermosura. Así como la luz, una por naturaleza, es dividida en varios
colores por el prisma, y estos colores manifiestan la riqueza contenida en la
luz; así como también la naturaleza humana de Cristo manifiesta, por sucesivos
actos humanos, las perfecciones infinitas de Dios, expresando de manera
múltiple lo que en Dios es simplicísimo y uno; del mismo modo la Iglesia
manifiesta toda la riqueza de la santidad de Cristo, mediante la gran variedad
de sus santos. Si la humanidad de Cristo es el prisma de Dios, la Iglesia es el
prisma de Cristo. Y de ahí proviene la gran y maravillosa diversidad de santidades,
de vocaciones, de estados, de misiones, de ministerios en la Iglesia de que
habla San
Pablo (I Cor. 12; Ef. 4). No
podía ser de otro modo, pues el misterio de la Iglesia es la irradiación de
Cristo y como su complemento.
3º Esta santidad exige la colaboración de
los santos que ahora gozan de ella.
Un tercer error sobre la santidad consiste
en pensar que no requiere de parte nuestra ninguna colaboración ni fidelidad a
la gracia. Supuestamente, «por la Encarnación Cristo se unió con todo hombre, lo
sepa o no lo sepa, lo quiera o no lo quiera». Nada más falso que
eso.
En efecto, no basta que Dios nos asigne una
función y un lugar en la Iglesia: hace falta que la creatura conozca cuál es
este lugar, y conociéndolo, se disponga a cumplirlo. Dios le manifiesta este
lugar que ha de ocupar por medio de la vocación: vocación primera a la fe,
vocación segunda a tal o cual estado de vida, vocación que para algunos es
señal de mayor predilección de Dios, cuando es llamado a la vida consagrada, ya
sea sacerdotal o religiosa.
En este llamamiento hay un acto
de suma misericordia por parte de Dios. En efecto, sólo Dios nos conoce a
fondo, sólo El ve y prevé la serie de incidentes que nos esperan según el
camino que adoptemos, sólo Él tiene el secreto de nuestro fin particular; ahora
bien, este fin es nuestra ley en esta vida y debe regular toda nuestra
conducta, de él depende la perfección de nuestro ser y la paz de nuestra vida.
Es este fin el que Dios nos muestra por la vocación.
Pero este llamamiento se dirige a creaturas
libres. Es necesario que el hombre lo escuche y quiera cumplirlo. Y el
cumplimiento de esta vocación se realiza siempre, no lo dudemos, por la
aceptación de muchas y variadas cruces. ¿No nos lo manifiesta Nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio
de la fiesta de Todos los Santos? Las bienaventuranzas, ¿qué otra cosa
son sino un llamado a renunciarnos a nosotros mismos, a morir al pecado, a
aspirar a los bienes del cielo?
Conclusión:
somos llamados a ser santos.
La fiesta de Todos los Santos es para nosotros un llamado
constante, una invitación apremiante, a la santidad. También nosotros somos hijos de la Iglesia, razón por
la cual la Iglesia ha de manifestarse fecunda en nosotros: ha de poder ofrecer
a Cristo, en estos tiempos en que sufre una crisis tan grande, los frutos que
precisamente en estos tiempos es capaz de producir. Estos frutos, a no dudarlo,
somos nosotros. ¡Qué
gran alegría sentiremos en el cielo cuando veamos que nosotros, pobres
pecadores, somos el gran regalo que la Iglesia hace a su Esposo! «Mira —podrá decir la Iglesia—, en esos tiempos que me fueron tan contrarios, te conseguí estos
hijos, todos fruto de mi solicitud, de mi amor de Madre y de Esposa».
¿Imposible? ¿Soñamos? Me parece que, para probarlo, y a modo de
conclusión, podemos traer como ejemplo a los santos Macabeos. Los Macabeos, y todos los judíos fieles que hacia
el año 160 antes de Cristo, tuvieron que resistir a la paganización que imponía
un Sumo Pontífice indigno, se limitaron a guardar la fe de sus padres, la alianza
de sus mayores. Para ello resistieron, como lo hacemos nosotros, cada cual
según su condición. Cuando lo pudieron, pasaron a la ofensiva. Algunos
sufrieron persecución y martirio, otros vieron el triunfo contra los enemigos.
Pero todos ellos, con todas sus miserias, llevaron su resistencia como la
podemos estar llevando nosotros. Y, sin embargo, merecieron ellos el elogio y
la alabanza del Espíritu Santo, en los dos libros inspirados que nos cuentan
estos acontecimientos para nuestra edificación.
Pidamos, pues, a la Santísima Virgen, a San
José, a los Santos Ángeles, a todo el cortejo de Patriarcas, Profetas,
Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes, la gracia de aspirar generosamente a
la santidad, sin dejarnos desalentar lo más mínimo por nuestras miserias y por
las cruces y adversidades que nos toque sobrellevar; para que un día podamos
recibir como ellos el elogio del Espíritu Santo, y la recompensa que Dios reserva
a sus fieles servidores.
Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires.
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