POR LA IGLESIA Y EL SACERDOCIO.
1º Es necesario que Cristo reine.
Los primeros días de agosto de 1936 un grupo
de milicianos comunistas llega al Cerro de los Ángeles. Allí se alza el
monumento en honor al Sagrado Corazón de Jesús, debajo de cuya estatua se lee
la inscripción: «Reino en España».
Apuntando sus fusiles al Corazón de Jesús, disparan;
y siguen haciendo ejercicios de tiro al blanco sobre la estatua. Luego intentan
derribarla. Primero con cuerdas, luego con tractores, inútilmente. Durante
varios días trabajan preparando barrenos bajo la estructura del monumento,
hasta que, el 7 de agosto, logran hacerla saltar por los aires.
¡Todo un símbolo, con que su odio satánico
traiciona sus intenciones! El plan de Satán, el plan de los enemigos de Cristo,
es derrocarlo definitivamente de la sociedad, de las familias, de los
individuos, para levantar un orden de cosas en el que El deje de ser el
fundamento: «
¡No queremos que Este reine sobre nosotros!».
« ¿Por qué se amotinan
las naciones, y los pueblos maquinan planes vanos?
Los reyes de la tierra
se sublevan, los príncipes conspiran de consuno,
contra el Señor Dios y
contra su Mesías.
“Rompamos sus cadenas,
sus lazos arrojemos de nosotros”.
El que está en el cielo
se ríe de ellos, el Señor hace de ellos puro escarnio.
En su furor así les
habla, a par que en su ira los desconcierta:
Yo tengo a mi Rey
constituido sobre Sión, mi monte santo»
(Sal. 2, 1-6).
Ya acabada la guerra, los católicos de
España hicieron público desagravio al Corazón de Jesús, volviendo a edificar,
enfrente del monumento dinamitado, una réplica exacta del Sagrado Corazón, con
la misma inscripción debajo: «Reino en
España».
Tal ha de ser el plan de los súbditos de
Cristo Rey, de los católicos de todo el orbe: restablecer bajo el cetro de
Cristo las sociedades, las familias y los individuos, a fin de levantar un
orden de cosas donde Él sea el fundamento y el inspirador.
«El Señor me ha dicho:
Hijo mío eres tú, Yo te he engendrado hoy.
Pídeme, y te daré las
naciones en herencia, y en posesión los lindes de la tierra.
Tú las gobernarás con
vara férrea, y las quebrantarás cual vaso de alfarero.
Y ahora, reyes, habed juicio;
instruíos, oh jueces de la tierra.
Servid al Señor Dios con
temor santo, y en El regocijaos con temblor.
Rendidle acatamiento, no
sea que Él se irrite…
¡Bienaventurados los que confían
en El!»
(Sal. 2 7-12)
2º Para que Cristo reine, es necesario
reconocer la Iglesia Católica.
El acatamiento, la sumisión y la adoración
de toda criatura: tal es la consecuencia de la Realeza de Cristo. Para todos es
una estricta obligación reconocer a Nuestro Señor Jesucristo como Rey y
someterse a sus leyes.
Pero este Reino de Dios no es una
abstracción, no está por encima de las nubes, sino que es una realidad bien
concreta: es la Iglesia Católica,
Apostólica y Romana. Como categóricamente afirmaba el Cardenal Pie, «el Reino visible de Dios en la tierra es el Reino de su Hijo
encarnado, y el Reino visible del Dios encarnado es el Reino permanente de su
Iglesia».
Nada más claro: Cristo es Rey, «Rex», el
que rige. Ahora bien, Cristo, en su cualidad de Cabeza, rige, vivifica y
santifica su Cuerpo Místico, que es la
Iglesia, la cual pasa a ser así su
Regimiento, su Reino. De Ella, y de Ella sola, habla Jesucristo en todas
sus parábolas del «Reino de los Cielos»; de Ella dice que «el Reino de Dios está entre vosotros». Por lo tanto, no podemos separar a Dios de
Jesucristo, ni a Jesucristo de la Iglesia.
«Hombres hay que hablan con
énfasis de Dios,
del Ser supremo: eso no cuesta mucho. Después de todo, Dios es una especie de
abstracción: mientras se quede en el cielo, no hay que temerlo demasiado, y
además nuestra razón se lo pinta con los colores que le placen.
«Pero Jesucristo,
es decir, Dios hecho hombre, Dios entre nosotros, Dios que nos habla, nos
manda, nos amenaza, ¡ah!, ya es algo demasiado serio. ¡Que Dios reine sobre
nosotros desde lo alto del cielo, en buena hora!; pero a Este no lo queremos: Nolumus hunc regnare super nos.
«Otros admiten aún a Cristo y su Evangelio.
Cristo ha probado su divinidad, y así debemos creer en ella; nos ha dado su
Evangelio, y así debemos recibirlo. Por otra parte, el Evangelio encierra
grandes verdades; algunos defienden a capa y espada el Evangelio. ¡Pase, pues,
el Evangelio! Pero la Iglesia
Católica, con su tribunal
supremo, su interpretación severa e inflexible de cada palabra de la Escritura,
¡ah!, ya es algo demasiado preciso: no podemos siquiera interpretarla a nuestro
gusto. ¡El Evangelio, pues, en buena hora!; pero esa Iglesia, ese cuerpo
enseñante, ese Papa, esos Concilios, no los queremos: Nolumus hunc regnare super nos».
Así, pues, el Reino de Cristo es la Iglesia
Católica; su Reinado es la difusión de la Iglesia entre las naciones; el dogma
de Cristo Rey es sinónimo del dogma «Fuera de la Iglesia no
hay salvación».
¡Muy bien lo entendió el enemigo, que en
España, después de derribar la estatua de Cristo Rey, se empecinó en perseguir
cruelmente a la Iglesia, matando a sacerdotes, religiosas y obispos, quemando y
destruyendo conventos e iglesias!
¡Muy bien lo entendió luego cuando,
queriendo destruir el Reinado de Cristo, logró que los mismos hombres de
Iglesia, alterando la noción misma de Iglesia, remplazaran el dogma de la
realeza de Cristo por la ilusión y fábula del ecumenismo, del relativismo
religioso, de la Iglesia al mismo rango que cualquier otra religión!
¡Muy bien lo entendieron también los
católicos convencidos, sencillos pero valientes, para los cuales era preciso
defender a la Iglesia, su libertad y su culto, con el fin de hacer reinar a
Cristo; los valientes Cristeros que, al grito de « ¡Viva Cristo Rey!», pelearon y murieron en defensa de la Santa
Iglesia Católica!
Esta ha de ser también nuestra convicción:
el único camino para alcanzar el acatamiento de los individuos, de las
familias, de las sociedades, a Cristo Rey, es la sumisión total a la Santa
Iglesia Católica:
• Sumisión a su Doctrina y a su enseñanza,
en la que todo católico ha de tener interés en formarse («Reino de Verdad y de Vida»).
• Sumisión a su Culto y a sus sacramentos,
en los que todo hombre ha de buscar la santificación y la gracia («Reino de
Santidad y de Gracia»).
• Sumisión a su Jerarquía, a sus
representantes, a sus sacerdotes («Reino de Justicia, de Amor y de Paz»).
3º Para reconocer la Iglesia Católica,
es necesario obedecer a los sacerdotes.
Este último punto es importante, como concluye
el Cardenal Pie, prosiguiendo el texto antes citado:
«Finalmente, hay otros hombres
que aceptan la religión tal cual es; quieren la religión, puesto que es
necesaria. Pero los sacerdotes,
es decir, los instrumentos inmediatos, los únicos instrumentos por los que la
religión, saliendo de su generalidad, se aplica a los individuos, al hombre,
¡ah!, eso ya es otra cosa. La religión aún es una abstracción que mucho no molesta;
así, por ejemplo, ella dice que hay que confesarse; pero si sólo estuviera
ella, ella no confesaría a nadie. Mas el sacerdote, el hombre de la religión,
el hombre de la confesión, ¡ah!, eso ya nos toca de demasiado cerca. ¡La
religión, sí!; pero el sacerdote, a ese no lo queremos: Nolumus hunc regnare super nos».
Sí, en esta crisis de la Iglesia, Dios nos
ha dado la gracia de contar con sacerdotes formados según el verdadero espíritu
de la Iglesia. Tendrán sus defectos, tendrán sus limitaciones; pero por ellos
Dios nos entrega la verdadera doctrina, nos administra los verdaderos
sacramentos, nos orienta rectamente hacia nuestra santificación y salvación
eternas.
Ese es el espíritu católico. Ese es el medio
de hacer reinar a Cristo.
Conclusión.
La Realeza de Cristo no responde en definitiva
a otra cosa que al deseo supremo que Dios Padre tiene de glorificar
a su Hijo como Cabeza de la Iglesia, a fin de que Él tenga el
Primado y sea el Primogénito entre muchos hermanos: «Lo he glorificado, y
de nuevo lo glorificaré» (Jn 12 28). Quiere
glorificar a Cristo Jesús, porque Cristo, su Hijo, es su igual; pero lo quiere
también, dice San Pablo, porque el Hijo de humilló: «Se anonadó a sí mismo…;
por lo cual Dios lo exaltó» (Fil. 2 7-9):
«Por haberse anonadado, el Padre le ha dado
un nombre que está por encima de todo otro nombre, para que toda lengua
proclame que el Señor Jesús comparte la gloria de su Padre».
También nosotros, a lo largo de nuestra vida,
hemos de asociarnos a Dios Padre en su voluntad
infinita de glorificar a su Hijo Jesucristo. Hagámoslo sobre
todo por el ofrecimiento total de nuestras personas, de nuestras familias, de
nuestras patrias, a Jesucristo y a su Iglesia.
«Señor Jesús, Verbo encarnado, creo que sois
Dios, creo que sois Rey. Y porque lo creo, me someto enteramente a Vos, cuerpo,
alma, juicio, voluntad, corazón, sensibilidad, imaginación, todas mis energías.
Quiero que se realice en mí la palabra del Salmista: “Que todas las cosas queden
sometidas a vuestros pies en señal de acatamiento”
(Sal.
8 8; Heb. 2 8). Sed Vos mi Rey; sea vuestro
Evangelio mi guía. No quiero pensar sino como Vos, que sois la Verdad
infalible; no quiero obrar fuera de Vos, que sois el único Camino para ir al
Padre; no quiero buscar mi alegría fuera de vuestra voluntad, que es la fuente
de toda vida. Poseedme enteramente, por vuestro Espíritu, para gloria de
vuestro Padre. Amén» (Dom Columba Marmion).
A Ti, oh Príncipe de los
siglos, a Ti, oh Cristo, Rey de las Gentes, a Ti te confesamos como único Señor
de las inteligencias y de los corazones. A Ti los que mandan en las naciones te
ensalcen con públicos honores, te honren los maestros y los jueces, te
representen las leyes y las artes. Las insignias regias sumisas brillen como a
Ti consagradas; a tu suave cetro somete la patria y las casas de los
ciudadanos.
Seminario Internacional Nuestra Señora
Corredentora
Moreno, Pcia. de Buenos Aires
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