« Ergo Rex es tu? Tu dixisti…
Sed Regnum deum non est de hoc mundo » (Loan. 18: 33-36)
Leonardo Castellani, de
su obra “Cristo, ¿vuelve o no vuelve?”.
El año 1925, accediendo a una
solicitud firmada por más de ochocientos obispos, el Papa Pío
XI instituyó para toda la Iglesia la festividad de Cristo Rey,
fijada en el último domingo del mes de octubre.
Esta
nueva invocación de Cristo, nueva y sin embargo tan antigua como la Iglesia,
tuvo muy pronto sus mártires, en la persecución que la masonería y el judaísmo
desataron en Méjico, con la ayuda de un imperialismo extranjero: sacerdotes, soldados, jóvenes de Acción Católica y aun
mujeres que murieron al grito de “¡Viva Cristo Rey!”
Esta proclamación del poder de Cristo sobre
las naciones se hacía contra el llamado liberalismo.
El liberalismo es una peligrosa herejía
moderna que proclama la libertad y toma su nombre de ella.
La libertad es un gran bien que, como todos
los grandes bienes, sólo Dios puede dar; y el liberalismo lo busca fuera de
Dios; y de ese modo sólo llega a falsificaciones de la libertad.
Liberales fueron los que en el pasado siglo
rompieron con la Iglesia, maltrataron al Papa y quisieron edificar naciones sin
contar con Cristo. Son hombres que desconocen la perversidad
profunda del corazón humano, la necesidad de una redención, y en el fondo, el
dominio universal de Dios sobre todas las cosas, como Principio y como Fin de
todas ellas, incluso las sociedades humanas.
Ellos son los que dicen: “Hay que
dejar libres a todos”, sin ver que el que deja libre a un malhechor es cómplice del malhechor; “Hay que
respetar todas las opiniones”, sin ver que el que respeta las
opiniones falsas es un falsario; “La religión es un asunto privado”, sin ver que, siendo el hombre naturalmente
social, si la religión no tiene nada que ver con lo social, entonces no sirve
para nada, ni siquiera para lo privado.
Contra este pernicioso error, la Iglesia
arbola hoy la siguiente verdad de fe: Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle
un verdadero poder sobre los hombres.
Es Rey por título de
nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las
cosas; es Rey por título de mérito, por ser el Hombre más excelente que
ha existido ni existirá, y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su doctrina
y su sangre a la Humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.
Me
diréis vosotros: eso está muy bien, pero es un ideal y no una realidad. Eso será
en la otra vida o en un tiempo muy remoto de los nuestros; pero hoy día... Los que mandan hoy día no son los mansos, como Cristo, sino los violentos; no son
los pobres, sino los que tienen
plata; no son los católicos, sino los masones. Nadie
hace caso al Papa, ese anciano vestido de blanco que no hace más que mandarse
proclamas llenas de sabiduría, pero que nadie obedece. Y el mar de sangre en
que se está revolviendo Europa, ¿concuerda acaso con ningún reinado de Cristo?
La respuesta a esta duda está en la
respuesta de Cristo a Pilatos, cuando le preguntó dos veces si realmente se
tenía por Rey. “Mi Reino no procede de este mundo”. No es como los reinos temporales, que se
ganan y sustentan con la mentira y la violencia; y en todo caso, aun cuando
sean legítimos y rectos, tienen fines temporales y están mechados y limitados
por la inevitable imperfección humana.
Rey de verdad, de paz y de amor, su Reino
procedente de la Gracia reina invisiblemente en los corazones, y eso tiene más
duración que los imperios. Su Reino no surge de aquí abajo, sino que baja de
ahí arriba; pero eso no quiere decir que sea una
mera alegoría, o un reino invisible de espíritus.
Dice que no es de aquí, pero no dice que no
está aquí. Dice que no es carnal, pero no dice que no es real. Dice que es
reino de almas, pero no quiere decir reino de fantasmas, sine reino de hombres.
No es indiferente aceptarlo o no, y es supremamente peligroso rebelarse contra Él.
Porque Europa se rebeló contra El en estos
últimos tiempos, Europa y con ella el mundo todo se halla hoy día en un
desorden que parece no tener compostura, y que sin Él no tiene compostura…
Mis hermanos: porque Europa rechazó la
reyecía de Jesucristo, actualmente no puede parar en ella ni Rey ni Roque.
Cuando Napoleón I, que fue uno de los varones —y el más grande de todos— que
quisieron arreglar a Europa sin contar con Jesucristo, se ciñó en Milán la
corona de hierro de Carlomagno, cuentan que dijo estas palabras: “Dios me la
dio, nadie me la quitará”.
Palabras que a
nadie se aplican más que a Cristo. La corona de Cristo es más fuerte, es una
corona de espinas. La púrpura real de Cristo no se destiñe, está bañada en
sangre viva. Y la caña que le pusieron por burla en las manos, se convierte de
tiempo en tiempo, cuando el mundo cree que puede volver a burlarse de Cristo,
en un barrote de hierro. “Et reges eos in virga férrea” (Los
regirá con vara de hierro).
Veamos la demostración de esta verdad de fe,
que la Santa Madre Iglesia nos propone a creer y venerar en la fiesta del
último domingo del mes de la primavera, llamando en nuestro auxilio a la
Sagrada Escritura, a la Teología y a la Filosofía, y ante todo a la Santísima
Virgen Nuestra Señora con un avemaría.
Los cuatro evangelistas ponen la pregunta de
Pilatos y la respuesta afirmativa de Cristo:
“— ¿Tú eres el Rey de
los judíos?”
“— Yo lo soy”.
¿Qué clase de rey será éste, sin ejércitos, sin palacios, atadas
las manos, impotente y humillado?, debe de haber pensado Pilatos.
San
Juan, en su capítulo XVIII, pone el diálogo completo con Pilatos, que responde a esta pregunta:
Entró en el Pretorio, llamó a Jesús y le
dijo: “¿Tu eres el Rey de los Judíos?”
Respondió Jesús: “¿Eso lo preguntas de
por ti mismo, o te lo dijeron otros?”
Respondió Pilatos “¿Acaso yo
soy judío? Tu gente y los pontífices te han entregado. ¿Qué has hecho?”.
Respondió Jesús, ya
satisfecho acerca del sentido de la pregunta del gobernador romano, al cual
maliciosamente los judíos le habían hecho temer que Jesús era uno de tantos
intrigantes, ambiciosos de poder político: “Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera mi reino,
Yo tendría ejércitos, mi gente lucharía por Mí para que no cayera en manos de
mis enemigos. Pero es que mi Reino no es de aquí”.
Es decir, su Reino tiene su principio en el
cielo, es un Reino espiritual que no viene a derrocar al César, como Pilatos
teme, ni a pelear por fuerza de armas contra los reinos vecinos, como desean
los judíos.
Él no dice que este Reino suyo, que han
predicho los profetas, no está en este mundo; no dice que sea un puro reino
invisible de espíritus, es un reino de hombres; Él dice que no proviene de este
mundo, que su principio y su fin está más arriba y más abajo de las cosas
inventadas por el hombre.
El profeta Daniel, resumiendo los dichos de
toda una serie de profetas, dijo que después de los cuatro grandes reinos que
aparecerían en el Mediterráneo, el reino de la Leona, del Oso, del Leopardo y
de la Bestia Poderosa, aparecería el Reino de los Santos, que duraría para
siempre. Ese es su Reino...
Esa clase de reinos espirituales no los
entendía Pilatos, ni le daban cuidado. Sin embargo, preguntó de nuevo, quizá
irónicamente:
“—Entonces, ¿te afirmas
en que eres Rey?”.
Respondió Jesús tranquilamente: “—Sí, lo soy —y añadió después mirándolo cara a cara—; yo para eso nací y para eso vine al mundo, para dar
testimonio de la Verdad. Todo el que es de la Verdad oye mi voz”.
Dijo Pilatos: “— ¿Qué es
la Verdad?”
Y sin esperar respuesta, salió a los judíos
y les dijo: “—Yo no le veo culpa”.
Pero ellos gritaron: “—Todo el
que se hace Rey, es enemigo del César. Si lo sueltas a éste, vas en contra del
César”.
He aquí solemnemente afirmada por Cristo su
realeza, al fin de su carrera, delante de un tribunal, a riesgo y costa de su
vida; y a esto le llama El dar testimonio de la Verdad, y afirma que su Vida no
tiene otro objeto que éste.
Y le costó la vida, salieron con la suya los
que dijeron: “No queremos a éste por Rey, no tenemos más Rey que el César”; pero en lo alto de la Cruz donde murió este Rey rechazado, había un
letrero en tres lenguas, hebrea, griega y latina, que decía: “Jesús Nazareno Rey de
los Judíos”; y hoy día, en todas las iglesias del
mundo y en todas las lenguas conocidas, a 2.000 años de distancia de aquella
afirmación formidable: “Yo soy Rey”, miles y miles de seres humanos proclaman junto con nosotros su fe en el
Reino de Cristo y la obediencia de sus corazones a su Corazón Divino.
Por encima del
clamor de la batalla en que se destrozan los humanos, en medio de la confusión
y de las nubes de mentiras y engaños en que vivimos, oprimidos los corazones
por las tribulaciones del mundo y las tribulaciones propias, la Iglesia
Católica, imperecedero Reino de Cristo, está de pie para dar como su Divino
Maestro testimonio de Verdad y para defender esa Verdad por encima de todo.
Por encima del tumulto y de la polvareda,
con los ojos fijos en la Cruz, firme en su experiencia de veinte siglos, segura
de su porvenir profetizado, lista para soportar la prueba y la lucha en la
esperanza cierta del triunfo, la Iglesia, con su sola presencia y con su
silencio mismo, está diciendo a todos los Caifás, Herodes y Pilatos del mundo
que aquella palabra de su divino Fundador no ha sido vana.
En el primer libro de las Visiones de
Daniel, cuenta el profeta que vio cuatro Bestias
disformes y misteriosas que, saliendo del mar, se sucedían y destruían una a la
otra; y después de eso vio a manera de un Hijo del Hombre que viniendo de sobre
las nubes del cielo se llegaba al trono de Dios; y le presentaron a Dios, y
Dios le dio el Poderío, el Honor y el Reinado, y todos los pueblos, tribus y
lenguas le servirán, y su poder será poder eterno que no se quitará, y su reino
no se acabará.
Entonces me llegué lleno de espanto —dice
Daniel— a uno de los presentes, y le pregunté la verdad de todo eso. Y me dijo
la interpretación de la figura: “Estas cuatro bestias magnas son cuatro Grandes Imperios que se
levantarán en la tierra [a saber, Babilonia, Persia, Grecia y Roma, según
estiman los intérpretes], y después recibirán el Reino los santos del Dios
altísimo y obtendrán el reino por siglos y por siglos de siglos”.
Esta palabra misteriosa, pronunciada 500
años antes de Cristo, no fue olvidada por los judíos. Cuando Juan Bautista
empieza a predicar en las riberas del Jordán: “Haced penitencia, que está cerca el Reino de Dios”, todo ese pequeño pueblo comprendido
entre el Mediterráneo, el Líbano, el Tiberíades y el Sinaí resonaba con las
palabras de Gran Rey, Hijo de David, Reino de Dios. Las setenta semanas de años
que Daniel había predicho entre el cautiverio de Babilonia y la llegada del
Salvador del Mundo, se estaban acabando; y los profetas habían precisado de
antemano, en una serie de recitados enigmáticos, una gran cantidad de rasgos de
su vida y su persona, desde su nacimiento en Belén hasta su ignominiosa muerte
en Jerusalén.
Entonces aparece en medio de ellos ese joven doctor impetuoso,
que cura enfermos y resucita muertos, a quien el Bautista reconoce y los
fariseos desconocen, el cual se pone a explicar metódicamente en qué consiste
el Reino de Dios, a desengañar ilusos, a reprender poderosos, a juntar
discípulos, a instituir entre ellos una autoridad, a formar una pequeña e
insignificante sociedad, más pequeña que un grano de mostaza, y a prometer a
esa Sociedad, por medio de hermosísimas parábolas y de profecías
deslumbradoras, los más inesperados privilegios: durará por todos los siglos — se
difundirá par todas las naciones — abarcará
todas las razas — el que entre en ella,
estará salvado — el que la rechace, estará
perdido — el que la combata, se estrellará
contra ella — lo que ella ate en la tierra
será atado en el cielo, y lo que ella desate en la tierra será desatado en el
cielo.
Y un día, en las puertas de Cafarnaúm, aquel
Varón extraordinario, el más modesto y el más pretencioso de cuantos han vivido
en este mundo, después de obtener de sus rudos discípulos el reconocimiento de
que él era el “Ungido”, el “Rey”, y más aún, el mismo “Hijo Verdadero de Dios vivo”, se dirigió al discípulo
que había hablado en nombre de todos y solemnemente le dijo: “Y Yo a ti te digo que
tú eres Kefá, que significa piedra, y sobre esta piedra Yo levantaré mi
Iglesia, y los poderes infernales no prevalecerán contra ella y te daré las
llaves del Reino de los Cielos. Y Yo estaré con vosotros hasta la consumación
de los siglos”.
Y desde
entonces, se vio algo único en el mundo: esa pequeña Sociedad fue creciendo y
durando, y nada ha podido vencerla, nada ha podido hundirla, nadie ha podido
matarla. Mataron a su Fundador, mataron a todos sus primeros jefes, mataron a
miles de sus miembros durante las diez grandes persecuciones que la esperaban
al salir mismo de su cuna; y muchísimas veces dijeron que la habían matado a
ella, cantaron victoria sus enemigos, las fuerzas del mal, las Puertas del
Infierno, la debilidad, la pasión, la malicia humana, los poderes tiránicos,
las plebes idiotizadas y tumultuantes, los entendimientos corrompidos, todo lo
que en el mundo tira hacia abajo, se arrastra y se revuelca (la
corrupción de la carne y la soberbia del espíritu aguijoneados por los
invisibles espíritus de las tinieblas); todo ese
peso de la mortalidad y la corrupción humana que obedece al Ángel Caído, cantó
victoria muchas veces y dijo: “Se acabó la Iglesia”.
El siglo pasado, no más, los hombres de
Europa más brillantes, cuyos nombres andaban en boca de todos, decían: “Se acabó la
Iglesia, murió el Catolicismo”. ¿Dónde están ellos
ahora?
Y la Iglesia, durante veinte siglos, con
grandes altibajos y sacudones, por cierto, como la barquilla del Pescador
Pedro, pero infalible irrefragablemente, ha ido creciendo en número y
extendiéndose en el mundo; y todo cuanto hay de hermoso y de grande en el mundo
actual se le debe a ella; y todas las personas más decentes, útiles y preclaras
que ha conocido la tierra han sido sus hijos; y cuando perdía un pueblo,
conquistaba una Nación; y cuando perdía una Nación, Dios le daba un Imperio; y
cuando se desgajaba de ella media Europa, Dios descubría para ella un Mundo
Nuevo; y cuando sus hijos ingratos, creyéndose ricos y seguros, la repudiaban y
abandonaban y la hacían llorar en su soledad y clamar inútilmente en su
paciencia...; cuando decían: “Ya somos ricos y
poderosos y sanos y fuertes y adultos, y no necesitamos nodriza”, entonces
se oía en los aires la voz de una trompeta, y tres jinetes siniestros se
abatían sobre la tierra: uno en un caballo rojo, cuyo nombre es La Guerra; otro
en un caballo negro, cuyo nombre es El Hambre; otro en un caballo bayo, cuyo
nombre es La Persecución Final; y los tres no pueden ser vencidos sino por
Aquel que va sobre el caballo blanco, al cual le ha sido dada la espada para
que venza, y que tiene escrito en el pecho y en la orla de su vestido: “Rey de
Reyes y Señor de Dominantes”.
El Mundo Moderno, que renegó la reyecía de
su Rey Eterno y Señor Universal, como consecuencia directa y demostrable de
ello se ve ahora empantanado en un atolladero y castigado por los tres últimos
caballos del Apocalipsis; y entonces le echa la culpa a Cristo.
Acabo de oír por Radio Excélsior una poesía
de un tal Alejandro Flores, aunque mediocre, bastante vistosa, llamada Oración
de este Siglo a Cristo, en que expresa justamente esto: se queja de la guerra,
se espanta de la crisis (racionamiento de nafta), dice que Cristo es impotente,
que su “sueño de paz y de amor” ha
fracasado, y le pide que vuelva de nuevo al mundo, pero no a ser crucificado.
El pobre miope no ve que Cristo está
volviendo en estos momentos al mundo, pero está volviendo como Rey.
— ¿o qué se ha pensado él que es un Rey?—; está volviendo de Ezrah, donde pisó
el lagar El solo con los vestidos salpicados de rojo, como lo pintaron los
profetas, y tiene en la mano el bieldo y la segur para limpiar su heredad y
para podar su viña. ¿O se ha pensado él que Jesucristo es una reina de juegos
florales?
Y ésta es la respuesta a los que hoy día se
escandalizan de la impotencia del Cristianismo y de la gran desolación
espiritual y material que reina en la tierra. Creen que la guerra actual es una
gran desobediencia a Cristo, y en consecuencia dudan de que Cristo sea
realmente Rey, como dudó Pilatos, viéndole atado e impotente. Pero la guerra actual no
es una gran desobediencia a Cristo: es la
consecuencia de una gran desobediencia, es el castigo de una
gran desobediencia y — consolémonos— es la preparación de una gran obediencia y
de una gran restauración del Reino de Cristo. “Porque se me subleven una parte de mis súbditos, Yo no dejo de
ser Rey mientras conserve el poder de castigarlos”, dice Cristo.
En
la última parábola que San Lucas cuenta, antes de la Pasión, está prenunciado
eso: “Semejante es el Reino de los cielos a un Rey
que fue a hacerse cargo de un Reino que le tocaba por herencia. Y algunos de
sus vasallos le mandaron embajada, diciendo: No queremos que este reine sobre
nosotros. Y cuando se hizo cargo del Reino, mandó que le trajeran aquellos
sublevados y les dieran muerte en su presencia”.
Eso contó Nuestro Señor Jesucristo hablando
de sí mismo; y cuando lo contó, no se parecía mucho a esos cristos melosos, de
melena rubia, de sonrisita triste y de ojos acaramelados que algunos pintan. Es un Rey de paz, es un Rey de amor, de verdad, de
mansedumbre, de dulzura para los que le quieren; pero es Rey verdadero para
todos, aunque no le quieran, ¡y tanto peor
para el que no le quiera!
Los hombres y los pueblos podrán rechazar la
llamada amorosa del Corazón de Cristo y escupir contra el cielo; pero no pueden
cambiar la naturaleza de las cosas. El hombre es un ser dependiente, y si no
depende de quién debe, dependerá de quien no debe; si no quiere por dueño a
Cristo, tendrá el demonio por dueño. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, dijo Cristo, y el mundo moderno es el
ejemplo lamentable: no quiso reconocer a Dios como
dueño, y cayó bajo el dominio de Plutón, el demonio de las riquezas.
En su encíclica
Cuadragésimo Anno, el Papa Pío XI describe de este modo
la condición del mundo de hoy, desde que el Protestantismo y el Liberalismo lo
alejaron del regazo materno de la Iglesia, y decidme vosotros si el retrato es
exagerado: “La libre concurrencia se destruyó a sí
misma; al libre cambio ha sucedido una dictadura económica. El hambre y sed de
lucro ha suscitado una desenfrenada ambición de dominar. Toda la vida económica
se ha vuelto horriblemente dura, implacable, cruel. Injusticia y miseria. De
una parte, una inmensa cantidad de proletarios; de otra, un pequeño número de
ricos provistos de inmensos recursos, lo cual prueba con evidencia que las
riquezas creadas en tanta copia por el industrialismo moderno no se hallan bien
repartidas”.
El mismo Carlos
Marx, patriarca del socialismo moderno, pone el principio del
moderno capitalismo en el Renacimiento, es decir, cuando comienza el gran
movimiento de desobediencia a la Iglesia; y añora el judío ateo los tiempos de
la Edad Media, en que el artesano era dueño de sus medios de producción, en que
los gremios amparaban al obrero, en que el comercio tenía por objeto el cambio
y la distribución de los productos y no el lucro y el dividendo, y en que no
estaba aún esclavizado al dinero para darle una fecundidad monstruosa. Añora
aquel tiempo, que si no fue un Paraíso Terrenal, por lo menos no fue una Babel
como ahora, porque los hombres no habían recusado la Reyecía
de Jesucristo.
Los males que hoy sufrimos, tienen, pues,
raíz vieja; pero consolémonos, porque ya está cerca el jardinero con el hacha.
Estamos al fin de un proceso morboso que ha durado cuatro siglos.
Vosotros sabéis que en el llamado
Renacimiento había un veneno de paganismo, sensualismo y descreimiento que se
desparramó por toda Europa, próspera entonces y cargada de bienestar como un
cuerpo pletórico. Ese veneno fue el fermento del Protestantismo; “rebelión de los ricos contra los pobres”, como lo
llamó Belloc, que rompió la unidad de la Iglesia, negó el
Reino Visible de Cristo, dijo que Cristo fue un predicador y un moralista, y no
un Rey; sometió la religión a los poderes civiles y arrebató a la obediencia
del Sumo Pontífice casi la mitad de Europa. Las naciones católicas se
replegaron sobre sí mismas en el movimiento que se llamó Contrarreforma, y se
ocuparon en evangelizar el Nuevo Mundo, mientras los poderes protestantes
inventaban el Puritanismo, el Capitalismo y el Imperialismo.
Entonces empezó a invadir las naciones
católicas una a modo de niebla ponzoñosa proveniente de los protestantes, que
al fin cuajó en lo que llamamos Liberalismo, el cual a su vez engendró por un
lado el Modernismo y por otro el Comunismo.
Entonces fue cuando sonó en el cielo la
trompeta de la cólera divina, que nadie dejó de oír; y el Hombre Moderno, que
había caído en cinco idolatrías y cinco desobediencias, está siendo probado y
purificado ahora por Cinco castigos y cinco penitencias:
Idolatría de la
Ciencia, con la cual quiso hacer otra torre de Babel que llegase hasta el cielo; y
la ciencia está en estos momentos toda ocupada en construir aviones, bombas y
cañones para voltear casas y ciudades y fábricas;
Idolatría de la Libertad, con la cual quiso hacer de cada hombre un pequeño y caprichoso
caudillejo; y éste es el momento en que el mundo está lleno de despotismo y los
pueblos mismos piden puños fuertes para salir de la confusión que creó esa
libertad demente;
Idolatría del Progreso, con el cual creyeron que harían en poco tiempo otro Paraíso Terrenal; y
he aquí que el Progreso es el Becerro de Oro que sume a los hombres en la
miseria, en la esclavitud, en el odio, en la mentira, en la muerte;
Idolatría de la Carne, a la cual se le pidió el cielo y las
delicias del Edén; y la carne del hombre desvestida, exhibida, mimada y
adorada, está siendo destrozada, desgarrada y amontonada como estiércol en los
campos de batalla;
Idolatría del Placer, con el cual se quiere hacer del mundo
un perpetuo Carnaval y convertir a los hombres en chiquilines agitados e
irresponsables; y el placer ha creado un mundo de enfermedades, dolencias y
torturas que hacen desesperar a todas las facultades de medicina.
Esto decía no hace mucho tiempo un gran
obispo de Italia, el arzobispo de Cremona, a sus fieles.
¿Y nuestro país?
¿Está libre de contagio? ¿Está puro de mancha? ¿Está limpio de pecado? Hay
muchos que parecen creerlo así, y viven de una manera enteramente inconsciente,
pagana, incristiana, multiplicando los errores, los escándalos, las
iniquidades, las injusticias. Es un país tan ancho, tan rico, tan generoso, que
aquí no puede pasar nada; queremos estar en paz con todos, vender nuestras
cosechas y ganar plata; tenemos gobernantes tan sabios, tan rectos y tan
responsables; somos tan democráticos, subimos al gobierno solamente a aquel que
lo merece; tenemos escuelas tan lindas; tenemos leyes tan liberales; hay
libertad para todo; no hay pena de muerte; si un hombre agarra una criaturita
en la calle, la viola, la mata y después la quema, ¡qué
se va a hacer, paciencia!; tenemos la prensa más grande del mundo: por
diez centavos nos dan doce sábanas de papel llenas de informaciones y de noticias;
tenemos la educación artística del pueblo hecha por medio del cine y de la
radiotelefonía; ¡qué pueblo más bien educado va a
ir saliendo, un pueblo artístico! ¡Qué país, mi amigo, qué país más macanudo!
— ¿Y reina Cristo en este país?
— ¿Y cómo no va a
reinar? Somos buenos todos. Y si no reina, ¿qué quiere que le hagamos?
Tengo miedo de los grandes castigos
colectivos que amenazan nuestros crímenes colectivos. Este país está dormido, y
no veo quién lo despierte. Este país está engañado, y no veo quién lo
desengañe. Este país está postrado, y no se ve quién va a levantarlo.
Pero este país todavía no ha renegado de
Cristo; y sabemos por tanto que hay alguien capaz de levantarlo.
Preparémonos a
su Venida y apresuremos su Venida. Podemos ser soldados de un gran Rey;
nuestras pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo
absoluto.
Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie,
la mezquindad de nuestros pequeños caprichos, ambiciones y fines particulares.
El que pueda hacer caridad, que se
sacrifique por su prójimo, o solo, o en su parroquia, o en las Sociedades
Vicentinas...
El que pueda hacer apostolado, que ayude a
Nuestro Cristo Rey en la Acción Católica o en las Congregaciones…
El que pueda enseñar, que enseñe…
Y el que pueda quebrantar la iniquidad, que
la golpee y que la persiga, aunque sea con riesgo de la vida.
Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores nuestra
vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina de los Ángeles y de los
hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente
ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de
Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del
Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia
del mundo, sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin,
que su triunfo y Venida no está lejos y que su recompensa supera todas las
vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y
la mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso.
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