Punto primero.
—Considera que la confianza
es cierta opinión o cierta seguridad que se tiene en la buena voluntad de una
persona que nos favorece, y en el poder que la acompaña para hacer efectiva
esta buena voluntad. No
basta querer hacer bien; es menester poder hacerle: el poder sin la voluntad no
funda la confianza; y la voluntad sin el poder, a lo sumo, es un buen deseo
estéril y una benevolencia sin fruto. Ahora, pues, no es dudable que la Virgen
tenga este poder. Sabemos (dice san Anselmo)
que es tanto su mérito,
tanto su valimiento con Dios, que no es posible carezca de efecto aquello que
pide y quiere (Lib. de Concept. Virg.): De aquí concluye que no es posible se pierda ni se condene un alma a quien esta
Señora tomó debajo de su protección:
Ninguna cosa se resiste a
tu poder, o Virgen santa (dice Jorge, arzobispo
de Nicomedia (Orat, de exit. Virg.), ninguna se opone a tu voluntad: todas obedecen
tus preceptos; todas se rinden a tu autoridad. ¿Cómo no ha de ser todopoderosa, dice san Bernardo, habiendo puesto el Señor en sus manos la
plenitud de todos los bienes? y quiere (añade el mismo Santo) que todo el bien que nos hace, pase primero
por el canal de María (Serm. de Nativit.): Pues ¿qué confianza no deben tener en María (continúa este
Padre) todos aquellos que la sirven,
y están debajo de su protección, pues conoce todas sus necesidades, puede y
quiere socorrerlas? Las
conoce, porque es madre de la Sabiduría; quiere, porque
es madre de misericordia; puede,
porque es madre del Todopoderoso. La cualidad de madre, dice santo Tomás, da cierta autoridad natural sobre el hijo, que
ningún privilegio puede derogar. Masque
los hijos sean reyes, más que sean soberanos,
más que sean supremos dueños, podrá tal vez un hijo rescatar a su misma madre;
mas no por eso será esta esclava suya: tenga una
madre a su hijo cuantas obligaciones son imaginables, siempre será madre, y ni
la condición ni el estado disminuirán un solo punto su autoridad. Pues ¿qué poder será el de la Virgen? ¡oh Dios, y qué motivo de consuelo para los verdaderos siervos
de María este gran valimiento que tiene con su Hijo la soberana Reina!
Punto segundo.
—Considera que
solamente los que no conocen quién es la santísima Virgen, pueden ignorar el
tierno y compasivo amor que profesa a los hombres. Es la madre de los escogidos y el refugio de los pecadores; es
el consuelo de los afligidos y la salud de los enfermos; es, como canta la
Iglesia, el común asilo y el auxilio ordinario de todos los Cristianos. Es inseparable, dice san
Anselmo, la maternidad divina de
la maternidad humana:
por el mismo hecho de ser María Madre de Dios, quedó constituida Madre de los
hombres. Pues ahora, no es la naturaleza más ardiente en sus movimientos (como observa
san Ambrosio)
que lo es la gracia en
los suyos; antes, por el contrario, el fuego de la caridad es mucho más vivo,
mucho más puro, mucho más fuerte que el de la naturaleza. Y siendo el de la santísima Virgen de
una consumada perfección, infiere de aquí el tierno amor que nos tiene. ¿Qué mayor
prueba nos pudo dar, que haber ofrecido ella misma su querido Hijo a la muerte
de cruz por la salvación de lodos los hombres? Si quiso Dios que
precediese su consentimiento para la encarnación del Verbo, dicen los
Padres, parece que no menos había
de preceder para su afrentosa muerte.
Sabemos todos cuál fue la ternura sin semejante de la santísima Virgen para con
aquel amado Hijo; con todo eso, ella misma le ofreció en
el templo como víctima por nuestra redención. Por aquí puedes conocer cuánto
nos amó. Nunca, nunca comprenderemos hasta dónde llega el exceso del amor que
nos tiene esta Señora. ¡Buen Dios, y qué motivo para nuestra confianza! ¡Oh María! (exclama san Buenaventura) por miserable que sea un pecador, siempre le
miras con ternura de madre; siempre le abrazas como tal; y no le abandonas
hasta haberle reconciliado con el formidable Juez. Bien sé, Virgen santa (dice san Pedro Damiano),
que toda estás llena de
amor, y que nos amas a todos con una inmutable, con una invencible ternura;
pues en Vos y por Vos vuestro Hijo y vuestro Dios nos amó con extremo amor. Pero si la santísima Virgen ama tan
tiernamente a los pecadores, ¿con qué ternura no amará a los justos? ¿qué ardor sobre
todo no será el suyo por sus fieles y devotos siervos? En la Virgen María,
dice el devoto Idiota, se halla todo género de bienes; ama a los que
la aman; y lo más admirable es, que sirve más a sus siervos, que lo que estos
la sirven ¡Mi Dios! gran consuelo es para todos los hombres el saber
que somos tan tiernamente amados de la santísima Virgen. ¿Quién dejará de tener confianza en una
Madre tan poderosa? ¿y quién podrá dejar de amarla? No por cierto (exclama san Bernardo); aunque todo el infierno junto se desate contra
mí; aunque me espante la multitud y la gravedad de mis pecados; aunque mi propia
flaqueza me atemorice, sé que la santísima Virgen me ama; pues no habrá ya cosa
capaz de alterar mi confianza. Bástame que me ame esta Señora, para que lo
espere todo de su poderosa intercesión.
Lo mismo digo yo, amantísima Madre mía, y lo
mismo os repetiré toda mi vida. Un solo dolor me aflige, y es el no haberos amado
hasta aquí; pero con el auxilio de la divina gracia, que Vos me conseguiréis,
espero reparar mi pasada ingratitud, por la ternura con que os amaré el resto
de mis días. Después de Dios tengo, Señora, puesta en Vos toda mi confianza.
Jaculatorias.
Olvídeme yo, Señora, de mí, si algún día me
olvidare de tí. (Salm. 136).
Tened, o Virgen santa, misericordia de mí,
pues en Vos tengo yo puesta toda mi confianza. (Salm. 56).
PROPÓSITOS.
1—
En la segunda homilía que compuso san Bernardo sobre
aquellas palabras del Evangelio: nos
enseña un admirable ejercicio de devoción. Oh tú, cualquiera que seas, dice el Santo, que te hallas engolfado en este borrascoso mar
del mundo, agitado de la tempestad, y rodeado de escollos y de bajíos, si
quieres evitar el naufragio, ten siempre fijos los ojos en esta estrella de la
mañana. Si soplan furiosos los vientos de las tentaciones, si vas a estrellarte
contra los escollos de la tribulación, no pierdas de vista la estrella, invoca a
María. Si te sientes molestado del espíritu de la ambición, del orgullo, de la
envidia, de la murmuración, mira a la estrella, invoca a María. Si la cólera,
si la avaricia, si el demonio de la impureza te fatiga, recurre a María. Si te
espanta la memoria de los pecados pasados; si los remordimientos de una
conciencia manchada te atribulan; si el temor de los terribles juicios de Dios
te quiere inducir a la desesperación, piensa en María. En toda suerte de
peligros, en todo género de enfadosos accidentes, en toda especie de dudas, sea
tu recurso María. Ten continuamente en la boca el nombre de María, y tenle
también profundamente grabado en lo íntimo del corazón. Pero, sobre todo,
procura imitar sus virtudes si quieres que sean oídas tus oraciones. Con semejante
guía nunca te descaminarás; y a la sombra de su protección puedes vivir
tranquilo y en reposo. Segura está tu salvación si te es propicia la santísima
Virgen. Esto era lo que sentía aquel gran
Santo; practica tú lo mismo.
2—
Todos los días de tu vida has de rezar la oración siguiente,
que compuso san Agustín, y adoptó la Iglesia, repitiéndola muchas veces en el
oficio divino: “Santa María, socorre a
los miserables, anima a los pusilánimes, fortalece a los flacos, ruega por el
pueblo, pide por el clero, intercede por el devoto sexo de las mujeres,
experimenten tu asistencia y tu poderosa protección todos aquellos que están
dedicados a tu servicio, y celebran tu santo nombre”.
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