I. Yo
soy la resurrección y la vida
(Jn
11, 25) El Señor muestra su virtud y poder que es vivificante.
Debe saberse que, entre los que necesitan participar del efecto de la vida,
unos tienen esa necesidad porque perdieron la vida, y otros, que no la
perdieron, lo necesitan para conservar la que ya tienen. Así, pues, dice a los
primeros: Yo soy la resurrección,
porque los que perdieron la vida, por la muerte la
recobran. Para los segundos dice: y la vida,
porque por ella se conservan los vivos.
Ha de advertirse que por estas palabras: Yo soy la resurrección, ha de entenderse: yo soy la causa de la resurrección. Y en verdad Cristo es la causa total de nuestra resurrección, tanto
del alma como del cuerpo. Y por eso cuando dice: Yo soy la resurrección, es como si dijese: Todo lo que resucita en las almas y en los cuerpos,
resucita por mí. Porque como la muerte fue por un hombre la resurrección de los
muertos (1 Cor 15, 21).
Cuando digo que soy la resurrección es,
porque soy la vida; pues corresponde a la vida el que
algunos sean restituidos a ella, del mismo modo que pertenece al fuego el que
una cosa apagada sea nuevamente encendida. En él estaba la vida, y la vida era la luz de
los hombres (Jn 1, 4).
II. Sigue
un doble efecto:
1º)
Vivifica a los muertos.
El que cree en mí, aunque
hubiere muerto, vivirá. Yo soy la resurrección (Jn 11, 25), esto es, la
causa de la resurrección, y uno consigue el efecto de esta causa, creyendo en
mí. Por eso dice: El que cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá. Pues, por el hecho de creer, me posee
en sí mismo: Para que Cristo more por la fe en vuestros corazones (Ef. 3, 17). El que me posee tiene en sí la causa
de la resurrección; luego el que cree en mí, vivirá, es decir, con
vida espiritual, resucitando de la muerte del pecado, y también con vida
natural, resucitando de la muerte de la pena.
2º)
Porque él es la vida, conserva a los vivientes en la vida. Por eso dice: Y todo aquél que vive y
cree en mí, con
la vida de justicia, de la cual dice Habacuc:
El justo en su fe vivirá (Hab II, 4), no morirá jamás, esto es, con
muerte eterna, sino que tendrá la vida eterna. La voluntad de mi Padre, que
me envió, es ésta: Que todo aquél que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida
eterna (Jn 6, 40).
Esto no ha de entenderse en el sentido de
que no morirá temporalmente con muerte de la carne;
sino que de tal modo morirá alguna vez, que, habiendo resucitado, viva
eternamente en el alma, hasta que resucite la carne que después no morirá
nunca. Por eso añade: y yo le resucitaré en el último día (Ibíd.).
(In Joan., XI)
MEDITACIONES — Santo Tomás de Aquino
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